lunes, 17 de noviembre de 2014

Leí con cierto sobresalto que el buen Eusebio Ruvalcaba se había apersonado para dar una conferencia en Almoloya (imaginar al Mochaorejas entre la concurrencia) y que aparentemente la pasó razonablemente bien aunque relata que algunos los veían fijamente y con mucha agresividad, lo que en mi caso hubiera sido causal suficiente para abandonar el ruedo y regresarme corriendo a la ciudad de México. El caso es que no quiero hablar de Eusebio o su capacidad, sino de las conferencias en sí mismas ya que me parecen un acto social digno de mucha atención. Se asume normalmente que para que tal evento ocurra es necesaria una conjunción en la que haya un señor dispuesto a hablar y un par de docenas con ganas de oírlo lo cual es muy saludable pare a veces lleno de agujeros como veremos más adelante. Este paso en ocasiones es simplemente incumplible lo que produce que los organizadores del evento inviten al señor de la luz y al que barre para que se sienten en las butacas y acompañen en su soledad al conferencista mientras le explican que “es mal día” o “que con este tráfico seguramente la gente se retrasó”. Lo primero de lo primero es elegir un tema medianamente legible y esto tampoco es cosa fácil ya que en algunos casos los conferencistas son especialistas a la novena potencia en un tema que, desgraciadamente, solo les interesa a ellos lo que produce invitaciones a escuchar cosas como: “El uso de condimentos en la cocina poblana del siglo XVI” o “El maltrato doméstico en la tribu Huicaxostle: un preludio de modernidad”. En estos casos si el que da la conferencia no cuenta con una familia numerosa el asunto estará destinado al más irremediable fracaso y el evento se transformará en tertulia. Otra opción tiene que ver con temas técnicos, al respecto me remito a la página 11 de El Financiero publicado ayer en la que se promociona la asistencia a un panel para conocer las “Estructuras financieras en proyectos de infraestructura del sector privado” en la que el público en general se podrá beneficiar de tan invaluable aporte por solo $2,100.00 más IVA. En este caso supongo que deben existir seres humanos capaces de informarnos qué carajo es una estructura financiera y como esta colabora con los proyectos de infraestructura, asumo también que los asistentes no son idiotas por lo que consideran que el dinero gastado es pura inversión que les permitirá acrecentar sus ganancias o revender la información a alguien menos preparado. Una tercera opción más escalofriante aún es la de los señores que recetan autoayuda y que le explican al resto de sus congéneres cosas como la forma de hacerse rico, de ser feliz o de enfrentar los problemas del mundo. En este caso se trata de un señor normalmente muy listo que ha encontrado una fórmula de ayuda que aplica indiscriminadamente a una nube de gente que claramente no es tan lista y que acude en masa y pagando a aprender técnicas de asertividad que le permitan regresar el plato de ejotes en un restaurante si no está a la temperatura adecuada. Los campeones mundiales en esta categoría son un señor que se llama Miguel Ángel Cornejo que le enseña a la gente a ser excelente y otro que se llama Jaime Maussan cuyas charlas versan sobre presencias extraterrestres en el planeta lo que resulta notable (nunca he entendido por qué los extraterrestres son tan misteriosos y no descienden a las 12 del día un domingo en el zócalo en lugar de andársele apareciendo a gente que probablemente como consecuencia causal de tan honrosa visita sufre reblandecimiento cerebral) porque de hecho hay gente que asiste y hasta lleva sus videos en los que aparece un objeto volador no identificado sobrevolando la colonia Barrio Camisetas.. En todas las conferencias a las que he asistido (que no son muchas) siempre hay un baboso que quiere evidenciar al ponente y le pone toritos que empiezan invariablemente diciendo cosas como: “Discrepo de su idea en el sentido de que el coronel Jodl fue el culpable del fracaso en la voladura del puente en la batalla de Marengo”. Si el conferencista es listo lo deja hablando solo pero en caso contrario se arma un diálogo que termina con los dos con las venas saltadas y gritándose peladeces mientras la organizadora del evento llama a la cordura. Conferencias.

domingo, 12 de octubre de 2014

El lado positivo

No soporto a la gente positiva, ésa que cuando alguien se petatea utiliza como herramienta solidaria frases del tipo: “Mejor así, que descanse” o a aquellos que después que el huracán le derrumbó la vivienda, entonan un himno de esperanza mientras remueven el cascajo en el que se encuentran las posesiones de toda su vida. Me he enterado entre escalofríos que existe un gremio llamado “club de los optimistas” que deben ser un grupo de infumables (imaginar en este momento a su servilleta en un sofá rodeado por optimistas que cantan una canción). Alguna vez me senté en la misma mesa que una a la que descubrí idiota en el preciso momento que, después que yo le contara una serie de plagas interminables que amenazaban mi estabilidad emocional, sugirió entre guiños: “regálame una sonrisa”. Por supuesto no le regalé ni un llavero y salí pitando convencido de que tendría que ser más cuidadoso en la elección de mis amistades futuras. El problema es que tampoco soporto a los que se quejan de todo lo habido y por haber y tengo la dolorosa impresión de que los mexicanos somos una raza que ha hecho de la queja una forma de vida. Ignoro si ello se debe a que nos conquistaron o a que hemos perdido todas las guerras posibles pero eso es lo de menos. Pasemos a los ejemplos: las autoridades recientemente decidieron cambiar el pavimento de la colonia en la que vivo por lo que las calles se han convertido en verdaderas trincheras de la primera guerra. Por supuesto que todo es un desmadre; hoy que llevaba a mis hijos a la escuela quedamos en calidad de polvorón debido a los imbéciles que consideran adecuado acelerar en medio de un terregal. Para salir en la dirección correcta es menester que tome la incorrecta y dé una vuelta de ocho kilómetros, sin embargo me queda claro que a menos que la ingeniería civil nacional se reforme no hay de otra por lo que conviene apechugar. Sin embargo, ya los vecinos se están organizando para protestar por el desgarriate lo que me haría suponer que en este momento algún funcionario ha de estar recibiendo la queja y reflexionando acerca de no volver a dedicar presupuesto a una colonia de susceptibles que se enojan porque pasó la mosca. El problema es canijo ya que el otro día al salir de mi casa me encontré a un señor que llevaba una libreta de firmas en la que pedía que la repavimentación no solo se aplicara en ciertas calles sino en la suya también porque era injusto que solo algunos se beneficiaran y entonces ya no entendí nada. Las cartas que mandan las personas a los periódicos normalmente se redactan diciendo cosas como: “es cierto que no pagué, pero es no les da derecho…” o “reconozco que llegué veinte minutos tarde pero ¿no dejarme subir al avión?” Lo que quiere decir que somos una nube de tira piedras que prácticamente nunca estamos dispuestos a asumir ninguna responsabilidad pero sí descargarla en otros. En una comida hace poco me senté al lado de un señor que se decidió tres horas a explicar que desde su punto de vista (era dentista) los segundos pisos eran una de las decisiones más idiotas de los últimos tiempos, varias veces intentamos cambiar de tema, que si las lluvias que si Hugo Sánchez y nanay, el sacamuelas terco con la vialidad. De pronto uno que también estaba hasta la madre le preguntó ¿y vas a votar? La respuesta es antologable: “no, porque ello implicaría validar el proceso”. Ahora resulta que si la gente es fodonga y no va a votar no es culpa de ella. Lo lamento pero el argumento me parece inaceptable. Nos quejamos del clima, del gobierno, de la corrupción y de las mafias de todos los tipos, de las marchas y la basura. También de que en México no se lee y que estamos rodeados de sátrapas. De acuerdo, México es un país que da para que uno se enoje mucho, pero la neurosis colectiva alcanza ya niveles que de pronto hacen que uno añore a los optimistas y la verdad es que no se trata de eso.

sábado, 4 de octubre de 2014

De títulos y profesiones (El Financiero)

El otro día estaba yo muy sentadito y en estado de coma oyendo una plática en un lugar público cuando escuché algo que me regresó a este mundo: de cada mil estudiantes que ingresan a la primaria, sólo doce obtienen un título profesional. ¿Por qué? Supongo que hay respuestas obvias como la de que muchos estudiantes no pueden continuar por la necesidad imperativa de encontrar trabajo. Sin embargo, no estoy pensando en ellos al escribir este artículo, sino en todos los que logran acabar la carrera y nunca se titulan. En esos casos -descartando por supuesto a los que son huevones legítimos- el asunto es de procedimiento. Veamos un ejemplo concretito. Cuando acabé la carrera emprendí un viaje de juventud en el que además de conocer mundo, el suceso más notable fue el de un negro que intentó besarme en la noche de Navidad. A mi regreso me embarqué en la aventura de la (pinche) tesis, evento del que todavía no me repongo. Dos eran las variables que hicieron el asunto diabólico; la primera es que yo era un muchacho bastante huevón que pasaba las tardes lamentándose de no avanzar en su trabajo, la segunda variable era mi asesor: un señor que no tenía pelos en la lengua y era más estricto que el señor Scrooge. Yo le entregaba cada solsticio una versión y él me la devolvía llena de rayones que me deprimían un mes. Una vez me lo encontré en el cine y me escondí atrás de una butaca para no darle la cara. Finalmente terminé y entonces inicié los trámites administrativos que son tan sencillos como el funcionamiento del motor stearling. Lo primero era agarrar a cinco incautos que: a) quisieran leer la tesis; b) la corrigieran; c) firmaran 214 copias y d) tuvieran el suficiente humor para ir al examen. Desde luego no fue fácil pero finalmente lo logré. El siguiente paso era que las autoridades universitarias hicieran mi revisión de estudios. Por algún misterio que debe tener que ver con el sindicato, el trámite duraba dos meses... y dos meses duró. En la constancia mi nombre estaba incorrectamente escrito por lo que hubo que esperar otros veinte días a que el estúpido que creía que me llamaba Pedro, pusiera una F en lugar de la P. Luego se les perdió la foto de mi certificado de secundaria, en consecuencia tuve que regresar a la escuela, saludar a los maestros que yo había visto jovenazos y ya eran unos viejitos llenos de recuerdos, como el del día que el maestro de Radio se tragó un diente, y llevar una fotografía reciente por lo que en el documento oficial resultante se hizo constar que terminé la secundaria a los quince años y como prueba de ello se agregó la imagen de un hombre de bigote y pelón. El siguiente trámite fue más sencillo, simplemente tenía que ir a las bibliotecas, central y de mi facultad, a pedir un vale de no adeudo de libros. Digo que era sencillo porque la única vez que visité ambos recintos fue para pedir dichos documentos. Luego, hubo que mandar a imprimir la tesis. Fui a República del Salvador que era más barato y encargué veinte ejemplares, de los cuales hubo que entregar uno a cada sinodal, uno a las bibliotecas y uno a todo aquel inocente que se dejara. Era muy divertido encontrar a la gente en la calle y preguntar ¿qué te pareció la tesis?. El último trago amargo fue el examen al que se presentaron los sinodales, me hicieron preguntas que ellos consideraban interesantes y yo causales de infarto. Tiré la pantalla donde proyectaba mis transparencias y me fui a mi casa a festejar. ¿Que se titulan doce estudiantes de cada mil? Pues el asunto no cambiará si los criterios universitarios no entienden que los egresados van por un papelito y no a ganar la batalla de Guadalcanal. He dicho (por segunda vez).

sábado, 27 de septiembre de 2014

Con diez cañones por banda (El Financiero 1996)

AYER POR LA MAÑANA ME DIRIGíA yo a cumplir con la noble tarea del trabajo, cuando sintonicé una estación en la que reconocí de inmediato la voz de Flor Berenguer, una mujer que le encanta opinar acerca de todo aquel asunto que se ponga a su alcance. La señorita Berenguer anunció la presencia de Alejandro Aura, quien, en su muy gustado estilo, disertó acerca de la importancia de que los programas de estudio estimulen la lectura; además presentó una teoría de la cual es autor en la que señala que el propósito "perverso" de las autoridades educativas es el de generar mano de obra barata e iletrada (o algo así) y remató explicándole a la conductora y a los millones de radioescuchas el poema aquel donde se escabechan a los niños héroes que dice: "Como renuevos cuyos aliños, un viento helado...". Lo notable del asunto no es la presentación de tales ideas, ni siquiera de la explicación de los versitos que mucho agradezco, sino de que el argumento principal para cuestionar la política educativa en cuanto al español se refiere, se centraba (esa fue una aportación de Berenguer) en el hecho de que en las escuelas ya no se declama, ni los niños recitan poemas como antes. Pues bien, resulta que no estoy de acuerdo y debería agregar que si efectivamente en las escuelas ya no se declama (cosa de la que no estoy seguro) es algo que hay que agradecerle al Todopoderoso y que el avance más importante en la dinámica del aula (después de la sustitución de un reglazo por un regaño) debería ser el de evitar que los escuintles canijos se paren frente a sus compañeros y reciten a Darío haciendo gestos y ademanes epilépticos. Pocas cosas hay en la vida más siniestras que un niño que llega a la reunión adulta con cara de palo y es presentado como "Juanito"; el siguiente peldaño en esta escalera del terror es que la mamá, el papá o alguien con la suficiente dosis de imbecilidad sugiera que se escuche a Juanito declamar. El niño se pone muy serio y de pronto se arranca con voz de pito a recitar "Por qué me quité del vicio"; sube la voz, baja la voz y lo más terrible es que llora en el momento que el papá del poema, que es un pedote, se encuentra a su hijo chupando. En ese momento uno sonríe y aplaude dándole palmadas de perro al niño, que luego interviene en la conversación para hablar de política. El problema es que para la enseñanza de estos poemas cursiluchos y sangrones se emplea el mismo método didáctico que para enseñar el himno, esto es: de memoria y a madrazos; los niños repiten como pericos las estrofas y luego el más desenfadado (que se convertirá algunos años después en líder de las juventudes priistas) se presenta en el festival y dice que se llama Paquito y no hará travesuras. ¿En qué se beneficia el escuintle? Por supuesto en nada. Miento, se convierte en el borracho que cada fiesta le da por recitar o (con algo de suerte y el suficiente carisma) en un gordo de la televisión que declama mamadencias. La que habla es la voz de la experiencia, ya que el que esto escribe (esta estupidez la escribí para paliar las críticas de los que dicen que abuso de la primera persona) fue sujeto de una dinámica que bien podríamos clasificar como pavloviana en la que entre una serie de indignidades (como bailar una danza polinesia en calzones) se me obligó a aprenderme unos 18 poemas que la vida no me ha enfrentado a la necesidad de usar. ¿Que los niños lean en las escuelas? Sí. ¿Que lo hagan a través de piezas oratorias ridículas? No. Y por supuesto, que se considere que la pérdida de esa cultura de tertulia de beatas es algo que debamos lamentar, no es más que una de las manifestaciones que representan el infinito desacuerdo que he establecido con el manejo de los medios radiofónicos.

martes, 23 de septiembre de 2014

De Vacaciones

En estos días la gente anda de vacaciones, yo mismo cuando usted lea estas líneas, querido lector, estaré a la muy confortable temperatura de quince bajo cero sufriendo un enfriamiento en las partes que los clásicos llaman “prudentes” y descongelando a mis niños para sacarlos a ver la iluminación. Normalmente, las vacaciones son planeadas con dos años de anticipación, lo que se sugiere es que un grupo de ciudadano se siente en una mesa y empiecen a darle vuelo a la hilacha: “vamos a recorrer Rusia en el Transiberiano” otros proponen cosas como recorrer a pie la Patagonia. El común denominador de este esquema de planeación es que es delirante y pese a ello recibe la adhesión de todos los presentes que se apuntan entusiastas. La realidad los devuelve a todos a su sitio y el transiberiano se convierte, en el mejor de los casos, en un fin de semana a Agua Hedionda. Uno espera las vacaciones como los campesinos la lluvia; durante la chinga laboral siempre se mira en el horizonte el calendario contando los días que faltan para terminar. Sin embargo, la gente hace cosas muy extrañas en el momento de quedar libre; en lugar de tirarse quince días en una cama con la misión de levantarse únicamente para lo que hay que levantarse, se meten en una camioneta de la que cuelgan cazuelas y una lancha inflable y se dirigen a la playa más cercana en la que hay tres millones de personas que tuvieron la misma idea. Ahí empiezan los problemas, porque en las playas normalmente hace un calor que se mastica, la arena le raya a uno hasta la vergüenza y no hay un lugar con sombrita porque los que lo obtuvieron se levantaron a las cuatro de la mañana para apartarlo. Por algún misterio metabólico los meseros de playa padecen una forma avanzada de la amnesia que se manifiesta en el momento de llevar ostiones por camarones o pescado empapelado en lugar de milanesa. Como cada plato tarda lo mismo que el parto del hipopótamo uno se come lo que llegue y se pone de un humor de los mil diablos. Lo que sigue es tumbarse en una silla que tiene una distancia de veinte centímetros con la del vecino por lo que uno oye la música del gordo de al lado, huele la crema de coco que se unta en la barriga y recibe un manazo cuando el otro se duerme. La playa es además un lugar donde la gente que vacaciona se viste de una forma –digamos- diferente. Los señores tienen varias alternativas, una es usar zapatos blancos sin ser doctores, no ponerse calcetines y usar camisas de miéntame la madre. Otros se deciden por una especie de calzones guangos de manga larga, playeras que tienen leyendas idiotas como: “yo me subí al parachute ride” y huaraches de llanta. A las señoras les parece muy natural ponerse un traje de baño que tiene a la altura de los senos un par de conos de cartón y colgarse de la cintura unas sábanas de colores que se amarran con nudo doble. En la cabeza se ponen una visera de cajero del hipódromo y unos lentes de mamá mosca. En el imaginario colectivo se asume que las playas son un lugar ideal para el romance. Mentira, entrar en lances amatorios sobre la arena puede producir disfunciones vertebrales o rozaduras estremecedoras, además cuando uno va caminando tomado de la mano invariablemente se da una empapada en las espinillas por la pleamar que llega a traición. Las vacaciones en la playa son –se supone- un lugar para salir de noche. El problema es que si uno tiene el aspecto del Benemérito no tendrá ninguna posibilidad de entrar, debido a que los porteros, que normalmente son unos animales, tienen la consigna de no dejar pasar a nadie que no luzca como el príncipe de Noruega. Pues bien, yo que estoy en el lugar más lejano posible de la playa, querido lector, le mando un abrazo quebrantahuesos esté donde esté y lo conmino a que no ande diciendo que se acabó el milenio aunque, pensándolo bien, haga usted lo que le nazca que de eso se trata la vida. Salud