viernes, 5 de julio de 2013

Estatuas (El Financiero 2004)

Sospecho que cuando era niño padecí una forma atenuada de imbecilidad que me hacía proclive a varias rutinas lúdicas entre las que destacaba la de reunirme con mis amigos para jugar a ser fusilados con una pelota de esponja (no éramos muy creativos). Otro juego de mi infancia que hoy me avergüenza suponía bailar tomados de la mano como una turba de estúpidos mientras cantábamos “Las estatuas de marfil, uno, dos y tres así, el que se mueva baila twist”. El asunto era literal, si alguien movía los parados después del cantito era obligado a bailar el pavoroso ritmo twistero para divertimento de la concurrencia. La gente que destaca a lo largo de su vida recibe diversos homenajes que pueden variar de calibre y dimensiones. Los más modestos consisten en que un viejito se retire y sus compañeros de trabajo le organicen una merienda en la que se le regala un reconocimiento firmado en medio de los aplausos de más viejitos y de la familia entera del galardonado. Gente más notable cede su nombre para las calles de la ciudad. De esta manera podemos enterarnos que hubo un señor Miguel Laurent, otro Ángel Urraza y uno más Enrique Rébsamen, sin que sea claro en qué carajo consistieron sus talentos. Sin embargo el mayor homenaje posible es que a uno le manden hacer una estatua de bronce ya que para ello se requieren dos factores, el primero consiste en haber realizado algún servicio patrio (con la honrosa excepción de los presidentes que se mandan a hacer sus propias estatuas como López Portillo que era el hombre mejor pagado de sí mismo que he conocido) y el segundo que haya alguien interesado en rendir tal homenaje. Ese es el momento en que se junta un grupo de gente que pueden ser los caballeros de Colón, la orden de la legión de honor o algún gremio equivalente y lanzan la propuesta ante las autoridades correspondientes. En ese momento se manda traer a un escultor que puede ser bueno o malo de acuerdo al presupuesto y se le encarga la obra. No tengo ni la más pálida idea de cómo se hace una escultura asunto que dicho sea de paso, me vale madre, pero si una amplia experiencia contemplando todas aquellas que nos ha legado el pasado y mi impresión sobre el asunto es bastante negativa. En primer lugar se encuentra el problema del parecido; si el homenajeado no es un hombre con algún sello distintivo como el pelo de rodete de Hidalgo o con paliacate como el cura Morelos, el asunto ya valió madre porque no habrá manera de reconocer al prócer. La única manera es acercarse y leer un letrerito que dice “Juan Nepomuceno Almonte por sus servicios a la Patria”. Una segunda perversidad se relaciona con las iniciativas del escultor que a veces acompaña a nuestro héroe con señores y señoras que seguramente no tuvo el gusto de conocer como querubines, ángeles o personas gimiendo. Estoy seguro que si el señor de la estatua abrirá los ojos se llevaría un sustazo de la misma madre ante tal escolta fantástica. Existe, también, un problema de proporciones, si usted, querido lector, se toma la molestia de transitar por la avenida Insurgentes a la altura del parque hundido se encontrará a un señor a caballo que no sé si es Guerrero, Aldama o alguien equivalente. El prócer en cuestión va uniformado y con un sable que debe pesar más que mis malos pensamientos. El detalle es que el corcel que monta, mide lo mismo que mi perro Isidro por lo que el efecto final es el de un señor adulto montado en un caballito de miriñaque, posición que por supuesto le resta grandeza a la obra y hace suponer que al escultor se le acabó el bronce. Sin duda el reino que más agradece la construcción de estatuas es el animal, concretamente las palomas ya que en las esculturas colosales se encuentra un lugar magnífico para anidar, cagarse en la vía publica y percharse para cumplir fines copulatorios. No sé si eso sea honorable pero es el destino justo para una idea tan mala como la de inmortalizar a nuestros ancestros de esa manera.