viernes, 10 de mayo de 2013

Madrecitas mexicanas (El Financiero 2003)

Una de las ideas más estremecedoras que se me ocurre es la de quedar embarazado; la sola sensación de que hay algo dentro de mí que va creciendo no me parece romántica ni bella y más bien evoca películas como Alien, en la cual un señor que está cenando cereal se tira en la mesa mientras le da un supiritaco para que, acto seguido, le salga una criatura dientona de en medio de la barriga que pega una carrera para luego merendarse a los tripulantes de la nave uno a uno y como en la canción de los perritos. Los problemas asociados al embarazo no acaban ahí, a las señoras les sale un mostacho como de Pancho Villa y adquieren un humor equivalente al de Atila el Huno, ya en los momentos finales del embarazo las futuras madres empiezan a levitar con la misma gracia que lo hacía el Hindenburg y luego “se les rompe la fuente” anuncio que preludia la salida por un espacio menor al indicado de una nueva criaturita. Solamente por el proceso anterior considero que después de cada parto habría que levantarle un monumento a la pobre infeliz que pasa por ese trance. Lo escalofriante es que ahí no acaba la cosa porque lo que sigue es que a la señora le salgan estrías y que lo senos le rebosen de leche que hay que darle a cada rato al niño. Luego hay que cambiarlo en un acto que haría vomitar a un buitre y dormir tres horas los siguientes cuatro meses cantando cosas como a la ro ro niño. Esos momentos son de paranoias múltiples ya que si el niño entrecierra los ojos se sospecha de epilepsia, si se pone morado de llorar los padres tenderán a pensar lo peor y no hay salida que valga, hasta que se asiste con un pediatra con cara de aburrimiento que nos da palmaditas en la espalda. Se asume, no sé por qué (en realidad si sé) que el papel histórico de la madre es el de cuidar la casa mientras el papá sale a conseguir el sustento, es por ello que la señora durante años además de cocinar chilaquiles, tender camas y lavar los baños, debe hacerse cargo de que los infantes -que para ese momento ya alcanzaron una conducta monstruosa-hagan la tarea o asistan a las actividades que los padres que no saben qué hacer con ellos han diseñado expresamente, como el karate, la natación o la clase de baile típico. Por supuesto cuando la señora llega a los cuarenta años se encuentra en calidad de trapo y muy fregada por el trato recibido. Ese es el momento en que el huevón de su marido se enamora de una jovencita babeante y disuelve el lazo conyugal de la peor manera dejando todo “para buscar una nueva vida”. A mí me causa un enorme asombro que estas historias sean reales y que sigan ocurriendo en pleno siglo XXI y por supuesto me ruboriza la idea de los festejos del 10 de mayo que son la cosa más cursi que conozco aparte de las colecciones de cucharas. A pesar de todos los agravios históricos e histéricos, padres, hijos y esposos se unen el día de la madre para expresar su reconocimiento con formas variadas y anómalas como una comida que se convierte en tumulto en la que ponen a cocinar a la festejada o llegando a las cuatro de la mañana completamente pedos y con mariáchis para dar fe de que madre solo hay una. Luego están los idiotas que dicen que a las madres hay que festejarlas todo el año y otros más idiotas aún que lo que se les ocurre es hacer reportajes acerca de las madres de gente famosa, normalmente viejitas con muy mala pinta que se expresan con mucha dificultad y dicen cosas como “me siento muy orgullosa, fulanito es muy buen hijo”. Lo único que me consuela de esta celebración ocurrió el sábado cuando en un arrebato lírico y juguetón les propuse a mis hijos que uniéramos las manos para felicitar a su madre, el ser que les dio la vida y María frunció el ceño mientras me decía “ay papá no seas cursi”. Respuesta que me pareció perfecta y muy acorde con los nuevos tiempos que vivimos, que en algo tenían que ser mejores ¿no?