domingo, 14 de julio de 2013

Las lluvias (El Financiero 2003)

Resulta que ahora que me cambié de casa brotaron historias extrañas acerca de espíritus; parece ser que a uno que es fantasma le dio por bajar las escaleras de mi nuevo hogar y les puso un sustazo de la mismísima madre a los trabajadores que se ocupaban de la remodelación, quienes (me cuentan) pegaron una carrera que haría la envidia de nuestra querida Anita Guevara. Este antecedente es muy importante para entender lo que pasó el sábado por la noche como se verá a continuación. Aproximadamente a las siete de la noche empezó a caer un aguacero como los que solo he visto en las películas de la selva, exactamente a las 19:15 se fue la luz lo que provocó que a) me pusiera a jugar “basta” con mis hijos para descubrir que no existe flor o fruto con la letra “I”, ni país con “O”, b) que me fuera a la cama a las nueve de la noche con una vela c) que a consecuencia del hecho anterior abriera los ojos a las cuatro de la mañana y me bajara a la sala para leer con la misma vela el nuevo libro de Cebrian. En ésas estaba cuando escuché un ruido proveniente de las escaleras mientras que la llama de la vela se empezó a agitar, por supuesto envejecí veinte años con la experiencia y me subí de inmediato porque simplemente no me daba la gana encontrarme con la mamá del muerto, cuando conté la aventura al día siguiente todo mundo me miró como se mira a un idiota y es por eso que hoy la comparto con usted, querido lector, nomás por amor propio. Pero el caso es que no quiero hablar de fantasmas sino de las lluvias y sus efectos catastróficos, el más conspicuo sin duda es el de que uno se moje porque no trae paraguas. Lo anterior es un indicador de la falta de previsión que tenemos los mexicanos. La semana pasada fui a un seminario que se ofrecía en el Colegio de México, al igual que todos dejé mi auto a tres kilómetros de la entada y también al igual que todos no llevé sombrilla. Por supuesto que el servicio meteorológico había pronosticado un huracán, sin embargo ninguno de nosotros lo recordó hasta que a la hora de salir tuvimos que esperar dos horas como refugiados a que pasara el temporal. Las opciones en estos casos son lamentables ya que suponen echar una carrera en medio de charcos y con algo en la cabeza que puede ser un periódico o el portafolio que queda inservible, a nadie se le ocurre que la tarea de abrir el carro toma por lo menos diez segundos que son –por algún misterio psicológico- en los que uno siente que se moja más. Otra desgracia asociada a estos temporales tiene que ver con la inundación de las calles que de pronto se convierten en vías navegables. En estos casos los felices poseedores de camionetotas libran los escollos con bastante solvencia y algunos hasta aceleran provocando unas olas que hacen naufragar a los carros más pequeños. Cuando uno intenta atravesar el charco no sabe si acelerar o ir más despacio mientras va rezando una Magnífica para que el motor no se apague. Si esto ocurre es menester salir del auto por una ventana y subirse al techo para esperar auxilio. No se sabe a ciencia cierta qué es lo que cae del cielo sin embargo existen terribles sospechas cuando uno mira el cofre de su coche y se encuentra con marcas de polvo y lodito y empiezan las suspicacias de que eso tiene que ser cancerígeno. Alguna vez conocí a una señora que le daba por mojarse y encontraba el hecho “muy romántico”. Estábamos en un café y cuando empezaba a llover me arrastraba, como se arrastra a una res, con el fin de que nos mojáramos en un parque contiguo. La idea me parecía magnífica para que nos cayera un rayo o contrajéramos pulmonía, razones de sobra para que nuestro amor no prosperara. En fin, creo que el único efecto positivo de la lluvia consiste en que nos brinda una inmejorable excusa para llegar tarde a citas y reuniones ya que siempre se puede argüir que con el clima era peligroso salir o que al coche se le mojaron las bujías. Alguna ventaja tendría que tener la furia de Tlaloc ¿no?

martes, 9 de julio de 2013

La corrupción (El Financiero 2004)

El primer acto de corrupción que cometí en mi vida, consistió en sentarme en una silla enfrente de un examen, mientras que en el regazo mantenía abierto un libro con láminas de artrópodos (unos animales igualitos a Alien, nomás que no comían gente) cuyos nombres científicos ignoraba y que eran materia del cuestionario que yo enfrentaba. Era yo tan pendejo que no solo no copié un solo nombre, sino tampoco me percaté de que el maestro (un hombre igualito a Tsekub Baloyan) estaba parado detrás de mí lo que me generó uno de los papelazos más logrados de mi vida. La segunda (y última) corruptela salió todavía peor, ya que obtuve una cartilla militar más chueca que mis malos pensamientos que me permitió viajar por el mundo hasta que me cacharon a los 30 años y un teniente de bigotito rompió mi hija de liberación en las oficinas de la Secretaría de la Defensa. Entonces se me abrieron dos opciones; no salir del país durante diez años o marchar un año en el campo militar número uno. En un alarde escandaloso de imbecilidad me incliné por la última opción y quedé troquelado para cumplir actividad física alguna por el resto de mis días ya que corrí entre terregales días enteros de mi vida, armado con un mosquete de don Porfirio. Desde entonces he sido recto como una vara. La corrupción parecería un mal endémico de los mexicanos. Se asume siempre que la honestidad es una forma atenuada de estupidez y que solo los idiotas se comportan con rectitud. Siempre me he imaginado qué pasaría en este país si un día las leyes se cumplieran al pie de la letra y me decepcionante conclusión es que se colapsaría. No conozco ningún ámbito de la vida nacional en el que no se cuelen diversas formas de deshonestidad. Desde la vieja (o el viejo) huevón que se estacionan en triple fila porque les da pereza caminar para dejar a sus niños en la escuela, pasando por abarroteros que venden kilos de 900 gramos o editores que ofertan un premio a señores escritores previamente seleccionados, todos absolutamente todos son víctimas de este síndrome que ha generado el prodigio de que nos parezca muy normal que estas cosas pasen. El otro día me quedé muy sorprendido viendo un partido de futbol en el que un señor que llevaba la pelota la alargó más allá de su propio alcance y al sentir la proximidad de un rival se tiró al piso sin que mediara contacto alguno. El árbitro no marcó nada (lo cual era correcto), la repetición dio cuenta cabal de que aquello era una farsa y sin embargo el farsante fingió un golpe inexistente, salió en camilla y cuando regresó tuvo la caradura de reclamar por la falta. En ese momento el comentarista dijo algo como que “le estaba poniendo experiencia y malicia” en lugar de mandar mentarle la madre por tramposo y estafador. Tengo una conocencia al que califico como “cleptómano” su costumbre es robarse libros de grandes tiendas, por lo que usa un gabán temible en el que guarda el producto de sus robos. Es tan hábil que se podría volar una enciclopedia si le diera la gana. Un día en una reunión lo reconvení y me miró con ternura. Me explicó que era un acto de justicia social por “lo caros que eran los libros”. Lo sorpresivo no fue el argumento, sino que la mayoría de los asistentes lo secundó por lo que me quedé con la sensación de que era un huérfano y además un pinche metiche así que me callé la boca. Así nomás no hay manera; los niños que estamos formando seguramente sufrirán severos brotes de esquizofrenia, porque uno se la vive jodiéndolos con la idea de que hay que ser honestos, mientras que las evidencias que perciben van exactamente en el sentido opuesto. Hace no mucho me percaté de que el niño Frijol después de haber sido conminado a lavarse las manos salió muy molesto. Regresó a los ocho segundos argumentando que ya lo había hecho y detecté entonces la primera mentira en su corta historia. Me quedé muy preocupado y decidí escribir este artículo como una forma de terapia familiar. Cosas de los padres.

viernes, 5 de julio de 2013

Estatuas (El Financiero 2004)

Sospecho que cuando era niño padecí una forma atenuada de imbecilidad que me hacía proclive a varias rutinas lúdicas entre las que destacaba la de reunirme con mis amigos para jugar a ser fusilados con una pelota de esponja (no éramos muy creativos). Otro juego de mi infancia que hoy me avergüenza suponía bailar tomados de la mano como una turba de estúpidos mientras cantábamos “Las estatuas de marfil, uno, dos y tres así, el que se mueva baila twist”. El asunto era literal, si alguien movía los parados después del cantito era obligado a bailar el pavoroso ritmo twistero para divertimento de la concurrencia. La gente que destaca a lo largo de su vida recibe diversos homenajes que pueden variar de calibre y dimensiones. Los más modestos consisten en que un viejito se retire y sus compañeros de trabajo le organicen una merienda en la que se le regala un reconocimiento firmado en medio de los aplausos de más viejitos y de la familia entera del galardonado. Gente más notable cede su nombre para las calles de la ciudad. De esta manera podemos enterarnos que hubo un señor Miguel Laurent, otro Ángel Urraza y uno más Enrique Rébsamen, sin que sea claro en qué carajo consistieron sus talentos. Sin embargo el mayor homenaje posible es que a uno le manden hacer una estatua de bronce ya que para ello se requieren dos factores, el primero consiste en haber realizado algún servicio patrio (con la honrosa excepción de los presidentes que se mandan a hacer sus propias estatuas como López Portillo que era el hombre mejor pagado de sí mismo que he conocido) y el segundo que haya alguien interesado en rendir tal homenaje. Ese es el momento en que se junta un grupo de gente que pueden ser los caballeros de Colón, la orden de la legión de honor o algún gremio equivalente y lanzan la propuesta ante las autoridades correspondientes. En ese momento se manda traer a un escultor que puede ser bueno o malo de acuerdo al presupuesto y se le encarga la obra. No tengo ni la más pálida idea de cómo se hace una escultura asunto que dicho sea de paso, me vale madre, pero si una amplia experiencia contemplando todas aquellas que nos ha legado el pasado y mi impresión sobre el asunto es bastante negativa. En primer lugar se encuentra el problema del parecido; si el homenajeado no es un hombre con algún sello distintivo como el pelo de rodete de Hidalgo o con paliacate como el cura Morelos, el asunto ya valió madre porque no habrá manera de reconocer al prócer. La única manera es acercarse y leer un letrerito que dice “Juan Nepomuceno Almonte por sus servicios a la Patria”. Una segunda perversidad se relaciona con las iniciativas del escultor que a veces acompaña a nuestro héroe con señores y señoras que seguramente no tuvo el gusto de conocer como querubines, ángeles o personas gimiendo. Estoy seguro que si el señor de la estatua abrirá los ojos se llevaría un sustazo de la misma madre ante tal escolta fantástica. Existe, también, un problema de proporciones, si usted, querido lector, se toma la molestia de transitar por la avenida Insurgentes a la altura del parque hundido se encontrará a un señor a caballo que no sé si es Guerrero, Aldama o alguien equivalente. El prócer en cuestión va uniformado y con un sable que debe pesar más que mis malos pensamientos. El detalle es que el corcel que monta, mide lo mismo que mi perro Isidro por lo que el efecto final es el de un señor adulto montado en un caballito de miriñaque, posición que por supuesto le resta grandeza a la obra y hace suponer que al escultor se le acabó el bronce. Sin duda el reino que más agradece la construcción de estatuas es el animal, concretamente las palomas ya que en las esculturas colosales se encuentra un lugar magnífico para anidar, cagarse en la vía publica y percharse para cumplir fines copulatorios. No sé si eso sea honorable pero es el destino justo para una idea tan mala como la de inmortalizar a nuestros ancestros de esa manera.

lunes, 1 de julio de 2013

Tecnosexuales (El Financiero 2004)

Me queda claro que la dilución de roles es uno de los signos que vivimos; antes era común que una familia se compusiera de una mamá un papá y tres criaturas que eran criadas ortodoxamente con el fin de perpetuar la especie. La señora no trabajaba, se dedicaba “al hogar” lo que suponía cocinar, fregar, planchar y enseñarle la tabla del dos a su prole. Esta señora se ponía un trapo en la cabeza para la brega diaria y se maquillaba para salir al cine. El esposo trabajaba, llegaba muerto en la noche, fumaba y veía el futbol con las patotas sobre la mesa de la sala. Lo anterior es una reliquia histórica, hoy –como se sabe- las parejas pueden ser del mismo sexo e inclusive de diferente especie (como es el caso de una vieja estúpida que ha pedido la mano de su perro en matrimonio en Estados Unidos). El matrimonio no es necesario y mucho menos la generación de descendencia. Las niñas bien siguen modelos como los establecidos en un programa que se llama Sex and the city donde las cuatro protagonistas se cogen hasta al camarógrafo con plena liberalidad y los hombres jóvenes que se respetan, han encontrado una definición: metrosexual, que es el nuevo Grial por perseguir. Se me explica con toda paciencia (ya se sabe que soy un pendejo) que los metrosexuales no son violadores del subterráneo, sino en cambio, hombres que viven en grandes ciudades, invierten la mitad de su tiempo y su dinero en el cuidado corporal, son innovadores (lo que quiera que lo anterior signifique) y usan cremas y afeites para lucir rozagantes y lozanos. Yo con todo lo anterior tengo mucha simpatía, siempre he sostenido que cada quién es libre de hacer lo que le dé la gana y si los homosexuales se quieren casar o un grupo de señores tienen interés en untarse el tarro de lancome pues santas pascuas. No creo que hagan falta más argumentos ni justificaciones. Hasta ahí estaríamos de no ser por una entrevista que tuve la oportunidad de leer con un señor que es artista y se llama Valentino Lanus en la que declara abiertamente que es tecnosexual. Como me da mucha curiosidad saber qué chingados es eso, me devoré el interrogatorio hecho por Katy Díaz a la que imagino joven y exactamente con la lucidez , necesaria para el trabajo que desempeña. Según esto los tecnosexuales son “aquellos hombres heterosexuales que tienen estilo, porte, buena condición física y que tienen como vicio estar al tanto de los últimos adelantos tecnológicos” Valentino tiene una teoría (que leí con lágrimas en los ojos) para explicar su supuesta tecnosexualidad: “...la razón por la que a muchos hombres nos gusta estar pendientes de la tecnología es porque tenemos el complejo de que no podemos crear como lo hace la mujer. Es decir, las mujeres crean vida y nosotros buscamos alguna forma de crear, de inventar, yo creo que por eso nos clavamos tanto con la tecnología”. Pucha –digo yo- completamente en la lona ante la contundencia del argumento, supongo entonces que nuestra incapacidad de traer criaturas al mundo (asunto que nunca dejaré de agradecerle a la naturaleza) explica la razón para comprar un adaptador trifásico, sin que me quede claro que tiene que ver una cosa con la otra. Nuestra incapacidad de crear vida nos orilla entonces a buscar una pentiun y una palm pilot capaz de darnos el horóscopo chino ¿es así? Francamente lo dudo pero en mi casa me enseñaron a respetar las ideas ajenas lo cual resulta un reto casi imposible cuando continúo leyendo (de la mano de la entrevistadora que nos explica que a Valentino le gusta observar con detenimiento las estrellas y por eso tiene un sofisticado telescopio): “fíjate que soy muy romántico, me encanta la astronomía, me encanta escribir, ver atardeceres y de hecho así empezó mi pasión por la fotografía, porque cuando veía un atardecer decía: ¿por qué se tiene que ir esto, por qué no se puede quedar? Imaginándome el romanticismo de Galileo Galilei y de Copérnico me quedo reflexionando sobre mi incapacidad congénita para la vida moderna y lo único que me queda claro es que además de la pasión por la tecnología necesitan de una amplia dosis de imbecilidad que en este caso ha sido debidamente acreditada (para todos aquellos que se interesan en los vaivenes de la moda).