miércoles, 29 de mayo de 2013

Fobias (El Financiero 2002)

Alguna vez conocí a una muchachona que padecía de un extraño mal consistente en no utilizar el asiento del copiloto de un auto “porque se mareaba”, tal disfunción provocó que durante seis meses diera la impresión de ser una Condesa pobre, que se transportaba en un caribe destartalado y con un chofer impresentable. Mi madre no usaba las escaleras eléctricas lo que nos hizo esclavos de los elevadores durante muchos años y otras personas justamente lo que no usan son los elevadores porque padecen claustrofobia.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: ¡agarren al pelón! y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.

lunes, 27 de mayo de 2013

Viva México cabrones (Milenio 2011)

“El Nacionalismo se cura viajando”
Camilo José Cela
“El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí”. La frase de Bernard Shaw lo resume todo, pero como a mí me pagan por setecientas palabras trataré de no dejarlo ahí.
Los mexicanos somos un pueblo de mañas y taras entre las que destacan echar lámina en el auto, meterse en las filas, reírse cuando un compatriota se va por la coladera y quizá una de las más perniciosas, ver el canal 2 en compañía de la familia. Siempre me he preguntado cómo es que se nos desgobiernan las entendederas al pasar del individuo a la turba. Evidencias sobran, el grupo que viaja a Alemania con unos sombreros dignos de una orden de presentación ante la PGR, que además se ponen unos bigotes que, sospecho, son los causantes de la epidemia de influenza y que gritan alegremente ondean banderas y le dan tequila a todo aquel que se deje para demostrar el nacional espíritu que nos posee.
Pero esta imagen –la de que somos un pueblo alegre y desmadroso- me parece la menos perniciosa. El problema es cuando empiezan las odas nacionalistas que todo lo desmadran. “México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, que algo tiene de cruz y de calvario” escribió el Vate López Méndez, probablemente bajo el efecto de sustancias controladas, pero representando ese imaginario popular de fe y devoción por la Patria. ¿Por qué? -me pregunto- algo tan abstracto como una Nación en la que hay desde gandallas y lacras hasta lumbreras y gente de bien puede ser motivo de orgullo genérico? Misterio insondable.
Recuerdo ahora mismo el asunto de Top Gear, la serie británica en la que tres señores que son pendejos pero con carisma se pitorrearon de un auto mexicano y en consecuencia de la Nación. El señor Embajador montó en cólera y armó un zafarrancho (en ese momento me refugié en un bunker por aquello de otra guerra) y exigió una disculpa. El IMER, decidió “boicotear” a la BBC por lo que dejó de transmitir su programación (imaginar a tres rubicundos funcionarios de la BBC con el Jesús de la boca haciendo llamadas frenéticas para evitar tal desastre). El asunto devino en vodevil y para variar dividió a la Nación en dos bandos, los que consideraban que procedía un desagravio y exigían de jodido la Torre de Londres (la mayoría) y los que como un servidor (la minoría) considerábamos que el asunto no daba para nada más que enviar a un comando comandado por Fabiruchis y Bisogno en represalia.
Otra veta del nacionalismo se relaciona con lo que los gringos llama “wishful thinking” que los académicos traducen como “pensamiento ilusorio” pero en mi diccionario personal se llama simplemente candor o ingenuidad. Cada cuatro años, la Nación entera corre a las tiendas o a los camellones se pone su playera de la selección y se dicen cosas como “ahora sí ésta es la buena”. Acto seguido suceden fenómenos muy curiosos, porque los mexicanos en formación de turba llenamos los bares, nos ponemos de pie ante un monitor de 24 pulgadas durante el himno y luego de la victoria sobre Angola, salimos a desmadrar monumentos en honor de los héroes que nos dieron Patria. Lo que sigue es predecible como un meteorito; llega el quinto partido y cualquiera que tenga una lucidez superior a la de un pisapapeles sabrá que es el adviento de una catástrofe, que ocurre noventa minutos después. En ese momento nuevamente las cosas se desgobiernan y se busca la dotación de huevos y jitomates para ir a recibir a los seleccionados que “no se entregaron por su país”
Se entiende poco que es caso por caso, que nadie es ni puede ser mejor o peor en función del lugar donde nació, pero así son las cosas; los tiempos de balcanización y ruptura están muy presentes y poco hay que hacer. Simplemente recordar a Einstein que dijo “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”, que en estos tiempos de pandemias es una verdad de a kilo.

viernes, 24 de mayo de 2013

Chilangolandia (El Financiero 1996)

En principio, cuesta trabajo entender cómo un señor que nació en Anenecuilco el Alto puede odiar con toda su alma a su paisano de Anenecuilco el Bajo, nomás porque quiso el destino que los separara el Río de los Perros. Sin embargo, así sucede y, lo que es peor, la tendencia es mundial. Prácticamente en todo el planeta los terrícolas se han dedicado alegremente a darse en la madre con sus semejantes por motivos muy diversos que casi siempre tienen que ver con que no les da la gana integrarse. Las razones sobran: en España los catalanes reaccionaron a los vetos que les impuso ese gran cochino que fue el general Franco. En Estados Unidos les ha preocupado toda la vida que señores que no tienen los dientes rubios gocen de los privilegios del sueño americano... y así nos seguimos.
En México, más allá de nuestra --aparentemente inevitable-- tendencia a tratar a los pueblos indígenas como el cabo Rusty trataba a su mascota (o peor), el asunto tiene un peculiar matiz que es el de los chilangos. Un chilango (en la modesta opinión de nuestros vecinos de toda la República) es un ser gordo, soberbio y prepotente que llega a su región con una actitud equivalente a la de Hernán Cortés cuando visitaba sus feudos; todo le perece pueblo y se desespera porque no hay treinta cines y dieciocho estéticas caninas. En síntesis: es un mamonazo (que por cierto habla como Pepe el Toro).

Es muy probable que la visión se ajusta. Sin embargo, no es pareja. Evidentemente todo aquel que crea que el nacer en la ciudad de México representa alguna superioridad sobre los demás no puede ser otra cosa que un pendejo, y el asumir que todos los chilangos lo somos me parecería un exceso (aunque tengo una lista bastante amplia de paisanos que efectivamente se manejan con una imbecilidad ejemplar).

El Distrito Federal es una ciudad que se llenó a base de inmigrantes, yo mismo soy hijo de un chiapaneco y una guatemalteca (a la que le mando un saludo) y este origen (creo) nos da una visión en la que nuestros compatriotas no son vistos como jijos de la mala vida. En cambio cuando uno viaja por la República se encuentra con actitudes recelosas en el mejor de los casos, o de franca violencia en el peor. Ya he narrado en algún lugar cómo una vez, comiendo tacos de panza de perro con Javier Aguirre en la ciudad de Guadalajara, se nos acercaron dos judiciales con la saludable misión de ponernos en la madre nomás porque les caían gordos los nacidos en esta noble capital. Evitamos la madrina actuando con una actitud que en aquel momento juzgué rastrera (miramos fijamente al suelo como si ahí estuviera Demi Moore encuerada) pero hoy, con el asunto filtrado por la pátina del tiempo, sé que me permitió conservar los veinticuatro dientes que aún poseo.
El problema tiene su origen, además de la obvia asimetría en la distribución de bienes y servicios, en la enorme susceptibilidad con que se maneja la honra. El asunto consiste en defender al país, al estado, al municipio o a los colores del equipo de futbol de la tlapalería. Nos parece terrible, por ejemplo, que un senador gringo (en general un marranazo) diga que somos corruptos, que no es otra cosa que la verdad. Al mismo nivel y en otra escala es lo mismo que si alguien tiene la infeliz ocurrencia de declarar que San Juan de las Pitas es horrible o que fue a Jingüenécuaro y se comió una cochinita que lo dejó ciego. Podremos esperar los respectivos actos de desagravio, que en el último caso podrían consistir en una manifestación encabezada por puerquitos bien cebados.
¿A dónde nos lleva este encono? Evidentemente a ningún lado que no sea la sensación del ridículo ajeno cuando se observa que en el momento de mencionar el nombre del estado natal de algún señor, éste siente la imperiosa necesidad de gritar y aventar el sombrero para arriba (que es lo que hacemos los mexicanos en el extranjero).

Hago, pues, desde esta humilde tribuna un llamado a la reconciliación nacional, no movido por la hermandad sino por la necesidad que tengo de viajar con frecuencia y la comprensible expectativa de conservar la dentadura aunque sea hasta los cuarenta años.

jueves, 23 de mayo de 2013

Diario de viaje

Para ir a El Paso, Texas hay que tener un motivo y yo lo tenía, así que salí de la oficina y tomé rumbo al aeropuerto. Por supuesto, el vuelo demorado, lo que me permitió observar zoológicamente a la gente que va y viene por los pasillos. Lo primero que queda claro es que los toques de elegancia asociados con los viajeros antiguos se han perdido en lo inmenso de la modernidad. El viajero antiguo, se preparaba para subir al avión como se prepararía un noble para recibir la orden del baño. Ahora, con un poco de suerte se pueden ver adolescentes semidesnudos cargando tablas de surf, señoras en brasier y tipos que a juzgar por su aspecto sólo pueden ser considerados idiotas.
El vuelo es como todos; con azafatas buenísimas que en su esfuerzo bilingüe preguntan ¿quiere un pollitou? El avión llega a Dallas, ciudad con cierto renombre gracias a (el orden es estricto) sus Vaqueros, un albur pendejísimo y John Fitzgerald Kennedy, que murió asesinado en una de sus calles. La sala de American Airlines es un monumento a la megalomanía gringa. Desembarco en la puerta 12 y debo tomar el avión de conexión en la 37. Bien, la distancia entre ambos accesos es equivalente a la que recorren los del maratón del Usumacinta. La caminata se adereza con la necesidad de concentrar los sentidos para evitar ser atropellado por unos cochecitos piloteados por negros que van gritando “pííí-pííí”. Por fin en la puerta 37 y el estoconazo; donde debe decir El Paso, se lee Baltimore. Pregunto y resulta que el vuelo está demorado. Es el momento destinado a una cerveza corona que cuesta la terrenal suma de $ 3. 50 dls.
Trepo al nuevo avión en el que, por cierto, hay teléfonos de AT&T en el respaldo de los asientos. En el preciso momento que elevo mis pensamientos al creador reflexionando sobre la imbecilidad del hecho, observo a una vieja gorda que lee acetatos y descuelga el auricular.
Dios mío.
La llegada a El Paso inicia con terribles augurios, al llamar al hotel por medio de una línea directa, me encuentro con que no saben quien soy, no tengo reservación y lo que es peor... les vale madre. Me recomiendan que espere a la camioneta del hotel y eso hago. Misma pregunta, misma respuesta. Soy buscado por todas las posibles derivaciones de mi apellido. También ensayamos con Pedro y Cedro (esta última iniciativa de la recepcionista). Finalmente aparezco bajo el nombre de Carrrlos.
El cuarto es amplio y tiene una tele de 40 canales lo que representa el paraíso para un teleadicto como yo. Observo A David Letterman pitorrearse de Wesley Snipes y luego leo un buen trozo de Cabrera Infante. Después de todo ¿No estoy en las entrañas del monstruo capitalista?
En el desayuno conozco a los que serán mis compañeros durante un par de días para discutir asuntos de la frontera norte. Pido un jugo de naranja en el preciso instante que se discute acerca de la federalización mexicana y mejor me callo la boca porque de esas cosas no sé. La reunión será en el Parque Nacional de el Chamizal, situado exactamente frente al Río Bravo. En el parque hay un museo que relata -creo que objetivamente- las putizas infinitas que se dieron nuestros compatriotas con los gringos por la posesión de esa zona. No discutiré aquí los detalles de las pláticas. Lo que si diré es que en el momento que un señor de 4 metros llamado Bill Sontag iniciaba su discurso, se manifestó la furia de los elementos en la forma de un vientazo al que el Servicio Meteorológico Estadounidense le puso nombre más tarde. Cuando salimos a comer ya la ciudad se había convertido en el epicentro de una tormenta de arena cuyos vientos alcanzaron 120 kph que tumbaron casas y mató a cuatro gentes. La empanizada que nos dimos fue soberbia. Al abrir la boca se tragaba arena y los bomberos que había en la calle quedaron como cucarachas de panadería. Antes de que se declarara la emergencia llegamos a un restaurante (mexicano por supuesto) y este es el momento de decir que además de dichos establecimientos, El Paso tiene lotes de carros y tintorerías lo que lo ubica íntegramente dentro de la categoría de ciudad horrible.
Después de comer al hotel que por algún misterio que tiene que ver con la ley de Ohm era el único lugar del estado de Texas que no tenía luz. El lobby parecía una barraca de refugiados con velas y gente en el piso. Todos los vuelos se habían cancelado. Intenté llamar a México pero la operadora y yo rompimos el puente de la comunicación entre los pueblos cuando ella dijo algo que interpreté como “su llamada a Tegucigalpa está lista”.
Fuimos a un bar, en la barra una prostituta que podría concursar limpiamente en señorita México, revisaba el lugar con cara de fastidio. Tomó un teléfono celular y luego salió a buscar amores en medio de la tormenta ante la mirada babeante de los parroquianos. Los bares gringos son todos iguales: una televisión de 6 metros, un cantinero chistosón y juegos de pinball para borrachos.
Al día siguiente y después de la reunión recorrimos el parque, es bonito tiene un buen museo y un “tiatrote” en palabras de nuestra guía. Casi todo está destinado a explicar la chinga implícita en trazar la frontera utilizando el Río Bravo como marcador ya que de pronto el río desviaba su curso y dejaba en calzones a algún compatriota. El arreglo consistió en marcar su curso con concreto y firmar un tratado en 1963 que nos devolvió una pequeñísima parte del territorio tomado por los gringos en el siglo pasado.
Por la noche a Ciudad Juárez. El paso por la frontera es catorce veces más simple que el de la caseta de Atlacomulco. La ciudad es diferente a su vecina norteamericana; se respira un ambiente de desmadre muy nacional. Entramos a un restaurante y tuve el raro privilegio de observar como la mejor sociedad juarense canta canciones rancheras mientras besa a los mariachis. Por supuesto la referencia musical inmediata es la de Juan Gabriel, lo que determina que ensayemos varias canciones entre las que destaca el controvertido tema “todas las mañanas entra por mi ventana el señor sol...”. Después de cuatro kilos de cervezas me quedo pensando que aquí a los gringos no se les ve con recelo lo que no deja de ser un prodigio.
El regreso a El Paso tampoco entraña ningún riesgo (pensé que iba a ser poseído por un perro huele drogas) y la salida a México al día siguiente se lleva a cabo como todas las salidas que se respeten. esto es, a las cinco de la mañana con un frío de los mil demonios.
Al llegar al D.F. me encuentro con una contingencia ambiental a la que modestamente colaboro con la tierra que traigo en las orejas y que -según se me explica- saldrá el día que vaya a ver el otorrinolaringologo...
Evento que nunca ocurrirá.

lunes, 20 de mayo de 2013

Festivales (El Financiero 2004)

En mis tiempos los festivales infantiles se diseñaban bajo un criterio ad hoc. De esta manera el 24 de febrero los niños éramos obligados a desfilar con barba y bigote portando unas banderas hechas para la ocasión que representaban la evolución en el diseño del lábaro patrio. Para esto había que comprar unas estampitas y poner a trabajar a los progenitores en tales menesteres con desiguales resultados, ya que había unas señoras que tenían dotes y otras bastante piedras. Recuerdo que en una ocasión nos tocó fabricar la bandera llamada “doliente de Hidalgo” cuyo diseño rojinegro era enmarcado por una calavera de pirata. Nuestro trabajo –hay que decirlo- fue lamentable ya que parecía en realidad el escudo de los piratas del Atlante (si es que tal equipo existió alguna vez).
Se celebraba también la primavera con niños vestidos de insectos y triciclos de carnaval, en ese momento se aprovechaba para festejar al Benemérito y recitar su famoso apotegma. El 20 de noviembre nos ponían bigotes alacranados y sombreros como los que usaba Speedy González. Los hombres portaban cananas y rifles de madera y las mujeres unos vestidos que solo he vuelto a ver en el espectáculo típico del restaurante Arroyo. En diciembre cantábamos villancicos muy extraños en los que bebían los peces en el río.
Debido a esta tendencia onomástica, no entiendo todavía la razón por la que una vez tuve que bailar hawaiano, mucho menos lo que se festejaba ya que si de eso se trataba hubiera preferido bailar algo más autóctono. El hecho es que mis abnegadas maestras me pidieron que me vistiera con calzones y un paliacate amarrado a la cintura. Me colgaron un collar de crisantemos y así descalzo y vestido como un imbécil, interpreté el controvertido baile: “huki lau” moviendo las manitas y mirando al horizonte con una expresión que es digna de aquel que ha sufrido un ataque comando de cisticercos.
Por supuesto semejantes desfiguros han propiciado muchos enconos entre padres e hijos; el día que vi las fotografías hawaianas y también otras en las que estaba enfundado en un traje de conejo, me decidí a entablar una demanda penal contra los seres que me dieron la vida. Dicha demanda no prosperó.
De todo esto me acordé el otro día que fui a presenciar el festival de la niña María cuyo tema eran “Las bellas artes”. Como en todos los eventos de este tipo se presenta una nube de padres cargados de camaritas y camarotas (la de mi vecino hacía unos close ups que permitían verle las espinillas a la miss de inglés. Acto seguido salieron los infantes a explicarnos cosas como que las bellas artes eran la literatura, la música etcétera.
Para cada bella arte se preparó un numerito pertinente. De esta manera en la música un niño tocó el clarinete y una niña el piano. En el caso de la pintura una niña entrevistadora llegó con un Miguel Ángel rubio y le preguntó acerca de los frescos de la capilla sixtina. Cuatro niños se echaron esa de “Margarita está linda la mar...”, luego para ejemplificar la escultura, un niño robusto se sentó en las piernas de una niña diminuta; era La Piedad, también de Miguel Ángel, asunto que me pareció notable, sin embargo, el momento cumbre se alcanzó cuando mi vástaga apareció en escena para bailar ¡tap!.
Lo anterior es un misterio genético; mis capacidades de baile son las mismas que las de un ropero, mi legítima cuando entra a una pista nomás pone los ojos en blanco y mi hija sin que nadie supiera por qué decidió bailar tap. Un día la vi haciendo evoluciones sobre el piso de la sala y no entendí bien a bien el asunto, hasta que apareció ante 100 personas de bombin y con bastón y unos zapatos que hacen ruido al taconear. Sus evoluciones fueron francamente competentes (los padres siempre sufrimos la angustia íntima de que los hijos propios sean un bodrio) y todo salió como tenía que salir.
Francamente quedé muy orgulloso y admirado de tales capacidades que son muy distintas a las mías (la sola idea de bailar en público me produce escalofríos y sudoraciones en las partes prudentes), así que le pido, querido lector que disculpe esta digresión parental, pero así es esto del amor filial.

viernes, 17 de mayo de 2013

De comida (EL Financiero 1998)

En mis mocedades pasé algunas semanas en una casa de huéspedes inglesa dirigida por la señora Gerdah, una mujer de chonguito y muy mal carácter. Debo agregar que además de ser mi casera, la señora Gerdah, era ligeramente estúpida, ya que me explicó cuántos jabones había en el baño, la forma correcta de conectar un cable pero olvidó avisarme que entre los distinguidos huéspedes de la pensión había uno que tenía una forma maligna de retardo mental. El primer día que bajé a servirme el desayuno sentí que alguien se movía atrás de mí, voltee y envejecí siete años nomás del sustazo que me puso el jovenazo, que en ese momento hacía una kata con los ojos cerrados y a treinta centímetros de mi nuca.
Pero en realidad no quiero hablar hoy del sujeto (que se llamaba Mauro) sino de la comida inglesa que, dicho sea con todo respeto, era una mierda.
Durante años había yo escuchado acerca de la “flema inglesa” pues bien, lo que quiera que significara tal término, seguramente se debía a lo que esta pobre gente come y que consiste esencialmente en entrañas hervidas, cerveza caliente y un té que sabe a cáscara de naranja. Si usted, querido lector, ha tenido la paciencia de seguir esta columna a lo largo de los años se dará cuenta de que mi alma no se anima por ningún sentimiento de nacionalismo y que andar comparando las virtudes nacionales con las de otros países me parece simplemente una forma de demostrar lo imbécil que se puede llegar a ser, sin embargo en el caso culinario la cosa no tiene remedio ya que, efectivamente comparados con otros no salimos tan mal librados.
La comida japonesa se ha puesto de moda entre las huestes elegantes de la sociedad; se considera de mucha vanguardia llegar a un lugar sentarse en una posición completamente antinatural metiendo las espinillas en las ingles y luego usar un par de palitos que son incomodísimos y que deben ser responsables de la tala amazónica ¿para qué? Para comer una serie de cosas que en el mejor de los casos están crudas y meterlas en una salsa amarilla que parece mostaza pero que en realidad provoca la pérdida de la memoria a corto plazo.
La comida árabe está llena de virtudes, quizá la más conspicua es después de una dosis adecuada uno encuentra la verdad de las cosas inmediatamente antes de sufrir una ausencia. Una vez durante un viaje y en medio de la noche egipcia, mi buen amigo Célis se comió medio carnero y una como especie de leche que estaba semicruda, su siguiente recuerdo lúcido fue al despertar en la habitación del hotel rodeado de gente que empezaba a velarlo (en testimonios posteriores dice que vio la luz al final del túnel).
“Por su aspecto los conoceréis” parafraseo al clásico, en el caso de los gringos esta es una verdad del tamaño de una casa, lo primero que uno nota es que de jóvenes su máxima preocupación es la de lucir cuerpos esbeltos y torneados. Desgraciadamente para todos, esta preocupación les dura tres años y luego se vuelven una forma humana de lo que los reposteros conocen tradicionalmente como volován. Esto desde luego, se debe a lo que comen y que consiste esencialmente en una dieta de ocho mil calorías diarias. A los gringos les parece muy atractivo, por ejemplo, echar un kilo de mantequilla en un recipiente para palomitas que alimentaría a Jungapécuaro o comer “nachos” que no son más que totopos sumergidos en una mengambrea de queso y que seguramente son cancerígenos.
En fin mis profundas neurosis culinarias se vieron sorprendidas con la “guajolota” un ingenio gastronómico consistente en meter en una telera un tamal prensado y llevárselo a la boca (lo mismo que si se llevara medio kilo de mastique). Por todo lo anterior he decidido hacerme macrobiótico, cosa que sé que a ustedes (amados lectores) les importa lo mismo que el precio de la papaya maradol.
Comida.

jueves, 16 de mayo de 2013

Cumpleaños (El Financiero 1998)

Durante trescientos sesenta y cuatro días del año, la gente se comporta normalmente. Si se es barrendero se barre la calle, si se es policía hay que robar a los transeúntes y si se es diputado no se hace nada. Sin embargo, llega el día del cumpleaños y todo se altera. Entonces se pone uno sus mejores galas, recibe llamadas de felicitación a partir de las cinco de la mañana de gente que sólo llama ese día y no tiene nada mejor que hacer. Al llegar a la oficina los compañeros cantan el japi berdey tu yu y por la noche se organiza una pachanga con tacos de guisado y cubas libres.
Los ritos asociados al onomástico me parecen una fuente de misterios inescrutables: ¿Quién carajos es el Rey David? ¿Qué demonios hace en "Las mañanitas"? ¿Por qué la gente se pone gorritos? ¿A quién se le ocurrió meter cañas y limas en una piñata?...
La verdad es que no lo sé.
El primer cumpleaños del que tengo memoria terminó muy mal; un servidor (que era el festejado) fue colocado exactamente abajo de la piñata con una venda chapucera que permitía ver absolutamente todo. Los que maniobraban al pajarote (no es una indecencia, esa era la forma de la piñata) quisieron tener una deferencia conmigo y colocaron la piñata en mis narices, le aticé con toda mi alma y logré que un pedazo de olla me diera en la cabeza, cuando me repuse, ya mis amistades, que eran como musarañas, habían acaparado todos los dulces. Mas tarde, el padre de uno de mis amiguitos hizo un papelón terrible al ponerse a recitar "Por qué me quite del vicio" en completo estado de ebriedad. La fiesta terminó cuando estimulado por un incomprensible espíritu científico, me dediqué a fabricar "el gas del huevo podrido", es decir ácido sulfhídrico. Utilicé un juego de química que me habían regalado. Ocupé una hora en rociar la mezcla que había producido sobre todos mis invitados hasta que me estrellé contra una puerta que Luis Javier Manrique había cerrado en su huída. Ese día escupí cachos de lengua.
La gente celebra los cumpleaños de sus hijos de muy diversas maneras; hay los que contratan un mago. El pobre infeliz dedica una hora de su existencia a tratar con un puñado de niños oligofrénicos que le quieren patear los nalgas o descubrirle el truco. Luego viene el pastel y las velitas. Como un signo inequívoco de la estupidez que impera en estos tiempos, se ha adoptado la costumbre de que el festejado le de una mordida al pastel mientras algún bromista le hunde la cabeza, el resultado es que los invitados tienen que comer trozos babeados o con pelos... guácala.
Hay quien decide organizar la fiesta en un parque, para cumplir tal propósito se acordona un area específica con globos y la ruta se llena de indicaciones del tipo "al cumpleaños de Jorgito". La fiesta invariablemente adquiere personalidad cuando el niño Coque rueda por una pendiente de veinticinco metros y termina descalabrado.
Otra variante es la de los salones de fiesta, que normalmente tienen nombres como "Cangurín" o "Chispitas". En ellos, los infantes se meten a albercas llenas de pelotas en las que se suenan entre sí, mientras el resto se suena los mocos con las cortinas.
Las fiestas de adultos son iguales a las de los niños nomás que generalmente los asistentes terminan madreados por el alcohol y no por juegos de química o pendientes endemoniadas. Las bromas que se hacen son invariables: "¿cuántos cumples?", "no van a alcanzar las velas", "tienes (aquí un número de años) de no bañarte" o "uyy, ya no soplas".
En fin, la gente sigue y seguirá festejando los cumpleaños de mil maneras, con velas que no se apagan o con regalos de roperazo. Habrá que aceptarlo o parecer un desadaptado. Es por ello que hoy, día de mi nacimiento, me pondré un gorrito, cantaré como un idiota y seguramente fabricaré el gas del huevo podrido para obtener una venganza largamente esperada

lunes, 13 de mayo de 2013

De intelectuales (El Financiero 2000)

Me imagino que los servicios diplomáticos de todos los países del mundo tienen un librito o un manual en el que se explican las costumbres planetarias y que recomiendan cosas como ver a los ojos de una princesa de Bora Bora que trae los pectorales de fuera, o usar el cuchillo correcto en el baile de los reyes de Bélgica. Me imagino también que en el caso de México hay un apartado así de grande en el que se advierte a reyes, presidentes o primeros ministros que todo aquel que llegue a estas nuestras nacionales tierras, se enfrentará a una serie de ritos ignotos que pueden poner su vida en peligro.
El primero y más conspicuo consiste en calarle al ilustre visitante un sombrero de mariachi ¿para qué? Lo ignoro, como ignoro el destino que tendrá tal atuendo al regreso. El manual debe ilustrar también sobre los niños que van en bola con la banderita visitante, así como de las visitas que se hacen a los sitios menos visitables del mundo, como una fábrica de latas o de mofles de motocicleta. Me imagino, también que el librito de marras advierte sobre la necesidad de usar tapones en los oídos ya que un matracazo a traición es estímulo suficiente para desgraciarle la trompa de Eustaquio al más pintado. Cuando el visitante regresa a su avión se tiene previsto el suero y un destino turístico para reponerse de la faena.
Sin embargo, y aunque usted no lo crea querido lector, el tema de esta semana no es el de las visitas presidenciales, sino de una parte del rito que siempre ha llamado mi atención por bizarro; el de la cita del visitante con los intelectuales. Alguna vez mi padre viajó a Argentina, lo mismo que un centenar de gorrones invitados por el presidente Echeverría, todos ellos tenían un común denominador: eran “intelectuales” (lo pongo así, entre comillas, porque ignoro el significado del término). La mayoría de estos señores, entre los que se contaban varias glorias nacionales hicieron lo que la lógica obligaba y vivieron en completo estado de ebriedad varios días y de regreso se pararon a fayuquear todo lo que pudieron. Digo que era lógico porque yo hubiera hecho lo mismo. Después de todo, ¿qué se esperaba de estos señores? ¿Qué escribieran sonetos o esculpieran estatuas de jueves a domingo? ¿Qué entendieran las relaciones culturales entre ambos pueblos? Lo dicho: pura gorra. El único saldo palpable de tal visita no es una escuela en Buenos Aires que se llame Benito Juárez o un programa establecido de intercambio cultural, sino una televisión portátil que se descompuso quince años después y que le vendimos al ropavejero.
Pero, perdone usted, este tampoco es el tema, lo que quiero discutir es una pregunta simple pero perturbadora: ¿qué carajos es un intelectual? Lo que uno s e imagina de inmediato es que por tal término debe entenderse a un señor que se las sabe de todas todas y que ha destacado en alguna rama artística ¿por qué rama artística? Misterio de nuevo. Dos problemas percibo, el primero es que nadie se describe a sí mismo como “intelectual” ya que no solo suena inmodesto, sino ridículo. La paradoja es que son tan brutos que les encanta que los demás sí los describan de ésa manera. El segundo problema se encuentra en el sistema de acreditación; ¿quién es el que califica al resto dentro de la categoría de “intelectual”? Absolutamente nadie, parecería que tal mérito se obtiene con el paso de los años por lo que nuestra grey del intelecto debe sumar más años que la era Cenozoica, asunto con el que no tengo nada en contra aunque no comparta la idea de que la vejez implica mérito alguno, como no lo implica ser adolescente o de Michoacán.
En fin, propongo que en el siguiente desayuno de intelectuales, nos presentemos, en una acto de sabotaje, todos los que podamos con el fin de obligar a alguien a explicarnos porque los que se están comiendo medio kilo de machaca caben en la definición y nosotros no... Sería buenísimo.

viernes, 10 de mayo de 2013

Madrecitas mexicanas (El Financiero 2003)

Una de las ideas más estremecedoras que se me ocurre es la de quedar embarazado; la sola sensación de que hay algo dentro de mí que va creciendo no me parece romántica ni bella y más bien evoca películas como Alien, en la cual un señor que está cenando cereal se tira en la mesa mientras le da un supiritaco para que, acto seguido, le salga una criatura dientona de en medio de la barriga que pega una carrera para luego merendarse a los tripulantes de la nave uno a uno y como en la canción de los perritos. Los problemas asociados al embarazo no acaban ahí, a las señoras les sale un mostacho como de Pancho Villa y adquieren un humor equivalente al de Atila el Huno, ya en los momentos finales del embarazo las futuras madres empiezan a levitar con la misma gracia que lo hacía el Hindenburg y luego “se les rompe la fuente” anuncio que preludia la salida por un espacio menor al indicado de una nueva criaturita. Solamente por el proceso anterior considero que después de cada parto habría que levantarle un monumento a la pobre infeliz que pasa por ese trance. Lo escalofriante es que ahí no acaba la cosa porque lo que sigue es que a la señora le salgan estrías y que lo senos le rebosen de leche que hay que darle a cada rato al niño. Luego hay que cambiarlo en un acto que haría vomitar a un buitre y dormir tres horas los siguientes cuatro meses cantando cosas como a la ro ro niño. Esos momentos son de paranoias múltiples ya que si el niño entrecierra los ojos se sospecha de epilepsia, si se pone morado de llorar los padres tenderán a pensar lo peor y no hay salida que valga, hasta que se asiste con un pediatra con cara de aburrimiento que nos da palmaditas en la espalda. Se asume, no sé por qué (en realidad si sé) que el papel histórico de la madre es el de cuidar la casa mientras el papá sale a conseguir el sustento, es por ello que la señora durante años además de cocinar chilaquiles, tender camas y lavar los baños, debe hacerse cargo de que los infantes -que para ese momento ya alcanzaron una conducta monstruosa-hagan la tarea o asistan a las actividades que los padres que no saben qué hacer con ellos han diseñado expresamente, como el karate, la natación o la clase de baile típico. Por supuesto cuando la señora llega a los cuarenta años se encuentra en calidad de trapo y muy fregada por el trato recibido. Ese es el momento en que el huevón de su marido se enamora de una jovencita babeante y disuelve el lazo conyugal de la peor manera dejando todo “para buscar una nueva vida”. A mí me causa un enorme asombro que estas historias sean reales y que sigan ocurriendo en pleno siglo XXI y por supuesto me ruboriza la idea de los festejos del 10 de mayo que son la cosa más cursi que conozco aparte de las colecciones de cucharas. A pesar de todos los agravios históricos e histéricos, padres, hijos y esposos se unen el día de la madre para expresar su reconocimiento con formas variadas y anómalas como una comida que se convierte en tumulto en la que ponen a cocinar a la festejada o llegando a las cuatro de la mañana completamente pedos y con mariáchis para dar fe de que madre solo hay una. Luego están los idiotas que dicen que a las madres hay que festejarlas todo el año y otros más idiotas aún que lo que se les ocurre es hacer reportajes acerca de las madres de gente famosa, normalmente viejitas con muy mala pinta que se expresan con mucha dificultad y dicen cosas como “me siento muy orgullosa, fulanito es muy buen hijo”. Lo único que me consuela de esta celebración ocurrió el sábado cuando en un arrebato lírico y juguetón les propuse a mis hijos que uniéramos las manos para felicitar a su madre, el ser que les dio la vida y María frunció el ceño mientras me decía “ay papá no seas cursi”. Respuesta que me pareció perfecta y muy acorde con los nuevos tiempos que vivimos, que en algo tenían que ser mejores ¿no?

miércoles, 8 de mayo de 2013

Manifestaciones (Milenio 2008)

La primera (y desde luego, la última) vez que asistí a una manifestación estaba yo en la facultad y mi nivel de confusión cerebral era tal que no tengo la menor idea de lo que se manifestaba ni qué carajo hacía yo ahí. Éramos un grupo lamentable caminando por las calles de la gran ciudad con cartulinas decoradas con plumón y gritando cosas como “¡Fulanito de tal…amigo, el pueblo está contigo!” o “¡No pasarán!” (lo anterior en función al motivo de la manifestación que podría haber sido la liberación de un señor o el alto a las cuotas, pero como ya expliqué, no lo recuerdo). Los que vivimos en esta muy noble y leal ciudad de México somos seres curtidos en el arte de enfrentar las manifestaciones como los antiguos enfrentaban las siete plagas bíblicas. Va uno muy tranquilo sobre eje central cuando de pronto se aparece una turba comandada por algún luchador social que se interpone entre el auto y su destino mientras empieza a arengar a los manifestantes que normalmente son gente que no tiene la menor idea de lo que hace ahí pero sí la conciencia de que le conviene asistir so pena de perder una lana, una torta o el crédito de una casa. Tengo la impresión de que los motivos de los marchantes han perdido vigor ya que bastan veinte señores y señoras que están muy molestos porque se instalará una gasolinera o porque en su escuela la directora es una arpía para bloquear la lateral de periférico y exigir una solución. El libro de procedimientos gubernamentales es previsible como un meteorito y consiste en pedirle a los quejosos que formen una comisión que dialogará con la autoridad para “analizar el caso”, lo que sigue es una muestra de capote por parte del funcionario correspondiente, una nube de gente insolándose, policías observando el evento con cara de nada y cientos de automovilistas mentando madres.< Las reacciones también son predecibles y de una hueva infinita. Los legisladores dicen que “hay que regular las marchas” y no regulan (seamos castizos) una chingada, los líderes de opinión edulcorados argumentan que “las manifestaciones no deben violar los derechos de terceros” y los resguardatarios de derechos humanos exclaman que “hay que respetar el derecho a la libre manifestación”. El resultado es tan productivo como un encuentro intelectual con Capulina y las manifestaciones se multiplican como los panes, día con día.
Dentro de la tipologías de manifestantes se encuentran varias categorías. Los hay efectistas que arrastran reses hasta una secretaría de Estado para luego sacrificarlas, otros bloquean carreteras, algunos portan machetes y unos más tiene una capacidad logística digna de los boy scout que les permite en diez minutos llegar al zócalo instalar un camping, poner anafres, orinarse en los arriates y pernoctar durante semanas volviéndose parte del paisaje urbano, lo mismo que un pirul. Sin embargo los que me parecen insuperables son los señores y señoras de los cuatrocientos pueblos que comparten costumbres con Wanda Seux, esto es, encuerarse porque pasó la mosca. El espectáculo es notable, porque notable debe ser que uno vaya caminado por avenida de la Reforma a cambiar un cheque cuando al doblar la esquina y de la nada le salga un señor desnudo que quiere la justicia social.
Hace poco el doctor Mondragón y Kalb dijo lo que pensaba y que se resume en la siguiente frase “si de mí dependiera los sacaba a patadas”. De inmediato se produjo la mexicanísima reacción en cadena. “Que se disculpe” dijeron los políticamente correctos “tiene razón” pensaron los políticamente incorrectos y lo que vino después fue el papelón ese de salir al paso y decir cosas como “se me interpretó mal”, que es francamente una salida muy poco digna. El caso es que en esta ciudad vivimos las manifestaciones como un rasgo cotidiano y distintivo. Como no le veo remedio sugiero que nuestras autoridades de turismo, incorporen en sus planitos y rutas el tema de los marchantes explicando que esa gente encuerada, o la que trae machetes, o la que le mienta la madre a las injusticias de la vida, es parte de nuestros usos y costumbres y en consecuencia patrimonio capitalino. De esta manera creo que evitaremos frustraciones ¿o no?

lunes, 6 de mayo de 2013

Memorias futbolísticas (El Financiero 1994)

Cualquier insinuación de que el futbol es un deporte donde veintidós idiotas corretean una pelota, la rechazo enfáticamente ya que implicaría que soy más idiota dado mi gusto por dicho deporte. Desde luego, alucino las alegorías infumables de los psicólogos que sugieren un acto copulatorio entre el delantero y la portería cuya culminación --léase orgasmo-- es el gol. Detesto también, las interpretaciones sociológicas trasnochadas. En una ocasión escuché a un argentino bastante pendejón que me explicó lo siguiente: "en el futbol, el arbitro simboliza la presencia imperialista, los jugadores son las clases explotadas y un enfrentamiento, no es otra cosa que la división de los pueblos latinoamericanos". Luego vino un momento embarazoso porque el anfitrión le preguntó si no creía que el aguador simbolizaba las lágrimas del niñito Jesús y el argentino se enojó. "No hay respeto" dijo. La afición futbolística de nuestro país no deja de sorprenderme por su abnegación; parecería un suicidio que el deporte que más nos apasiona, el que nos vuelve locos, sea el futbol, en el que nuestro país es tan incompetente. El cura Hidalgo, Morelos, los Niños Héroes y Pancho Villa, son héroes mexicanos... todos ellos derrotados. No debemos olvidar que la historia mundialista mexicana está también plagada de desgracias; México recibió el primer gol en la historia de las copas del mundo en 1930. En 1962 un español --al que todo mundo llamó gachupín jijo de la tiznada-- nos anotó en el último minuto. En 1966, don Fernando Marcos se quejó ante el Ser Supremo de nuestro destino manifiesto cuando un tiro mexicano pegó en el poste. En 1978 Túnez (¡ Túnez!) nos aporreó. Quirarte y Servín fallaron en la serie penal contra Alemania en 1986 y luego, en el más glorioso estilo nacional, fuimos castigados por hacer chapuzas en 1990. Después de un empate decepcionante ante Colombia que provocó abucheos y mentadas de madre para nuestra selección, la afición mexicana (cual Marga López perdonando a Arturo de Córdova) se dio cita recientemente para apoyar a México en su juego contra el Ajax. La transmisión resultó fascinante, veamos: El primer hecho insólito consistió en implantar un récord Guinness; un joven explicó que México era un país del que nos debíamos sentir orgullosos ya que poseía cuatro récords y luego puso un ejemplo patético (en Veracrúz, se cocinó un filete de pescado de ochenta metros). Luego al grito de ¡ uno, dos tres! todo mundo sacó sus banderitas y así nomás entramos a la memoria Guinness. Más tarde, un señor que le dicen el burro (ignoro por qué) y su cuate Esteban aparecieron en escena. Este último hizo un chiste lamentable acerca de cuál grupo de aficionados tenía más dinero, apareció el gordo pelón de la cámara "in fraganti" y empezó el juego. El primer tiempo, fatal, las cien mil banderitas se fueron al demonio cuando Petersen nos metió gol. Medio tiempo, los anuncios: sale un caballo jugando futbol. Eduardo Palomo dándole un agarrón a una joven bastante potable mientras come chicles. Una colonia anuncia a los "verdaderos hombres" que son aquellos que se desnudan cuando van a soplarle al carburador. Segundo tiempo. Hermosillo salva al equipo de un abucheo con su gol pero el resultado no convence a nadie. Pasa una semana, esta vez el rival es Estados Unidos, un país que en futbol tiene una potencia equivalente a la de Togo. Para sorpresa de todos, incluidos seguramente los propios gringos, recibimos un contundente uno a cero que determina reacciones encontradas: desde el "son unos inútiles" de mi cónyuge, hasta el huevazo que recibió el chofer del camión que conduce a la selección. Esta sección, que seguirá con atención las incidencias de la copa del Mundo, propone (muy a tiempo) al secretario Serra Puche, que se suspenda la venta de huevos durante un mes. Las gallinas y los jugadores, se lo agradecerán. Palabra.