domingo, 14 de julio de 2013

Las lluvias (El Financiero 2003)

Resulta que ahora que me cambié de casa brotaron historias extrañas acerca de espíritus; parece ser que a uno que es fantasma le dio por bajar las escaleras de mi nuevo hogar y les puso un sustazo de la mismísima madre a los trabajadores que se ocupaban de la remodelación, quienes (me cuentan) pegaron una carrera que haría la envidia de nuestra querida Anita Guevara. Este antecedente es muy importante para entender lo que pasó el sábado por la noche como se verá a continuación. Aproximadamente a las siete de la noche empezó a caer un aguacero como los que solo he visto en las películas de la selva, exactamente a las 19:15 se fue la luz lo que provocó que a) me pusiera a jugar “basta” con mis hijos para descubrir que no existe flor o fruto con la letra “I”, ni país con “O”, b) que me fuera a la cama a las nueve de la noche con una vela c) que a consecuencia del hecho anterior abriera los ojos a las cuatro de la mañana y me bajara a la sala para leer con la misma vela el nuevo libro de Cebrian. En ésas estaba cuando escuché un ruido proveniente de las escaleras mientras que la llama de la vela se empezó a agitar, por supuesto envejecí veinte años con la experiencia y me subí de inmediato porque simplemente no me daba la gana encontrarme con la mamá del muerto, cuando conté la aventura al día siguiente todo mundo me miró como se mira a un idiota y es por eso que hoy la comparto con usted, querido lector, nomás por amor propio. Pero el caso es que no quiero hablar de fantasmas sino de las lluvias y sus efectos catastróficos, el más conspicuo sin duda es el de que uno se moje porque no trae paraguas. Lo anterior es un indicador de la falta de previsión que tenemos los mexicanos. La semana pasada fui a un seminario que se ofrecía en el Colegio de México, al igual que todos dejé mi auto a tres kilómetros de la entada y también al igual que todos no llevé sombrilla. Por supuesto que el servicio meteorológico había pronosticado un huracán, sin embargo ninguno de nosotros lo recordó hasta que a la hora de salir tuvimos que esperar dos horas como refugiados a que pasara el temporal. Las opciones en estos casos son lamentables ya que suponen echar una carrera en medio de charcos y con algo en la cabeza que puede ser un periódico o el portafolio que queda inservible, a nadie se le ocurre que la tarea de abrir el carro toma por lo menos diez segundos que son –por algún misterio psicológico- en los que uno siente que se moja más. Otra desgracia asociada a estos temporales tiene que ver con la inundación de las calles que de pronto se convierten en vías navegables. En estos casos los felices poseedores de camionetotas libran los escollos con bastante solvencia y algunos hasta aceleran provocando unas olas que hacen naufragar a los carros más pequeños. Cuando uno intenta atravesar el charco no sabe si acelerar o ir más despacio mientras va rezando una Magnífica para que el motor no se apague. Si esto ocurre es menester salir del auto por una ventana y subirse al techo para esperar auxilio. No se sabe a ciencia cierta qué es lo que cae del cielo sin embargo existen terribles sospechas cuando uno mira el cofre de su coche y se encuentra con marcas de polvo y lodito y empiezan las suspicacias de que eso tiene que ser cancerígeno. Alguna vez conocí a una señora que le daba por mojarse y encontraba el hecho “muy romántico”. Estábamos en un café y cuando empezaba a llover me arrastraba, como se arrastra a una res, con el fin de que nos mojáramos en un parque contiguo. La idea me parecía magnífica para que nos cayera un rayo o contrajéramos pulmonía, razones de sobra para que nuestro amor no prosperara. En fin, creo que el único efecto positivo de la lluvia consiste en que nos brinda una inmejorable excusa para llegar tarde a citas y reuniones ya que siempre se puede argüir que con el clima era peligroso salir o que al coche se le mojaron las bujías. Alguna ventaja tendría que tener la furia de Tlaloc ¿no?

martes, 9 de julio de 2013

La corrupción (El Financiero 2004)

El primer acto de corrupción que cometí en mi vida, consistió en sentarme en una silla enfrente de un examen, mientras que en el regazo mantenía abierto un libro con láminas de artrópodos (unos animales igualitos a Alien, nomás que no comían gente) cuyos nombres científicos ignoraba y que eran materia del cuestionario que yo enfrentaba. Era yo tan pendejo que no solo no copié un solo nombre, sino tampoco me percaté de que el maestro (un hombre igualito a Tsekub Baloyan) estaba parado detrás de mí lo que me generó uno de los papelazos más logrados de mi vida. La segunda (y última) corruptela salió todavía peor, ya que obtuve una cartilla militar más chueca que mis malos pensamientos que me permitió viajar por el mundo hasta que me cacharon a los 30 años y un teniente de bigotito rompió mi hija de liberación en las oficinas de la Secretaría de la Defensa. Entonces se me abrieron dos opciones; no salir del país durante diez años o marchar un año en el campo militar número uno. En un alarde escandaloso de imbecilidad me incliné por la última opción y quedé troquelado para cumplir actividad física alguna por el resto de mis días ya que corrí entre terregales días enteros de mi vida, armado con un mosquete de don Porfirio. Desde entonces he sido recto como una vara. La corrupción parecería un mal endémico de los mexicanos. Se asume siempre que la honestidad es una forma atenuada de estupidez y que solo los idiotas se comportan con rectitud. Siempre me he imaginado qué pasaría en este país si un día las leyes se cumplieran al pie de la letra y me decepcionante conclusión es que se colapsaría. No conozco ningún ámbito de la vida nacional en el que no se cuelen diversas formas de deshonestidad. Desde la vieja (o el viejo) huevón que se estacionan en triple fila porque les da pereza caminar para dejar a sus niños en la escuela, pasando por abarroteros que venden kilos de 900 gramos o editores que ofertan un premio a señores escritores previamente seleccionados, todos absolutamente todos son víctimas de este síndrome que ha generado el prodigio de que nos parezca muy normal que estas cosas pasen. El otro día me quedé muy sorprendido viendo un partido de futbol en el que un señor que llevaba la pelota la alargó más allá de su propio alcance y al sentir la proximidad de un rival se tiró al piso sin que mediara contacto alguno. El árbitro no marcó nada (lo cual era correcto), la repetición dio cuenta cabal de que aquello era una farsa y sin embargo el farsante fingió un golpe inexistente, salió en camilla y cuando regresó tuvo la caradura de reclamar por la falta. En ese momento el comentarista dijo algo como que “le estaba poniendo experiencia y malicia” en lugar de mandar mentarle la madre por tramposo y estafador. Tengo una conocencia al que califico como “cleptómano” su costumbre es robarse libros de grandes tiendas, por lo que usa un gabán temible en el que guarda el producto de sus robos. Es tan hábil que se podría volar una enciclopedia si le diera la gana. Un día en una reunión lo reconvení y me miró con ternura. Me explicó que era un acto de justicia social por “lo caros que eran los libros”. Lo sorpresivo no fue el argumento, sino que la mayoría de los asistentes lo secundó por lo que me quedé con la sensación de que era un huérfano y además un pinche metiche así que me callé la boca. Así nomás no hay manera; los niños que estamos formando seguramente sufrirán severos brotes de esquizofrenia, porque uno se la vive jodiéndolos con la idea de que hay que ser honestos, mientras que las evidencias que perciben van exactamente en el sentido opuesto. Hace no mucho me percaté de que el niño Frijol después de haber sido conminado a lavarse las manos salió muy molesto. Regresó a los ocho segundos argumentando que ya lo había hecho y detecté entonces la primera mentira en su corta historia. Me quedé muy preocupado y decidí escribir este artículo como una forma de terapia familiar. Cosas de los padres.

viernes, 5 de julio de 2013

Estatuas (El Financiero 2004)

Sospecho que cuando era niño padecí una forma atenuada de imbecilidad que me hacía proclive a varias rutinas lúdicas entre las que destacaba la de reunirme con mis amigos para jugar a ser fusilados con una pelota de esponja (no éramos muy creativos). Otro juego de mi infancia que hoy me avergüenza suponía bailar tomados de la mano como una turba de estúpidos mientras cantábamos “Las estatuas de marfil, uno, dos y tres así, el que se mueva baila twist”. El asunto era literal, si alguien movía los parados después del cantito era obligado a bailar el pavoroso ritmo twistero para divertimento de la concurrencia. La gente que destaca a lo largo de su vida recibe diversos homenajes que pueden variar de calibre y dimensiones. Los más modestos consisten en que un viejito se retire y sus compañeros de trabajo le organicen una merienda en la que se le regala un reconocimiento firmado en medio de los aplausos de más viejitos y de la familia entera del galardonado. Gente más notable cede su nombre para las calles de la ciudad. De esta manera podemos enterarnos que hubo un señor Miguel Laurent, otro Ángel Urraza y uno más Enrique Rébsamen, sin que sea claro en qué carajo consistieron sus talentos. Sin embargo el mayor homenaje posible es que a uno le manden hacer una estatua de bronce ya que para ello se requieren dos factores, el primero consiste en haber realizado algún servicio patrio (con la honrosa excepción de los presidentes que se mandan a hacer sus propias estatuas como López Portillo que era el hombre mejor pagado de sí mismo que he conocido) y el segundo que haya alguien interesado en rendir tal homenaje. Ese es el momento en que se junta un grupo de gente que pueden ser los caballeros de Colón, la orden de la legión de honor o algún gremio equivalente y lanzan la propuesta ante las autoridades correspondientes. En ese momento se manda traer a un escultor que puede ser bueno o malo de acuerdo al presupuesto y se le encarga la obra. No tengo ni la más pálida idea de cómo se hace una escultura asunto que dicho sea de paso, me vale madre, pero si una amplia experiencia contemplando todas aquellas que nos ha legado el pasado y mi impresión sobre el asunto es bastante negativa. En primer lugar se encuentra el problema del parecido; si el homenajeado no es un hombre con algún sello distintivo como el pelo de rodete de Hidalgo o con paliacate como el cura Morelos, el asunto ya valió madre porque no habrá manera de reconocer al prócer. La única manera es acercarse y leer un letrerito que dice “Juan Nepomuceno Almonte por sus servicios a la Patria”. Una segunda perversidad se relaciona con las iniciativas del escultor que a veces acompaña a nuestro héroe con señores y señoras que seguramente no tuvo el gusto de conocer como querubines, ángeles o personas gimiendo. Estoy seguro que si el señor de la estatua abrirá los ojos se llevaría un sustazo de la misma madre ante tal escolta fantástica. Existe, también, un problema de proporciones, si usted, querido lector, se toma la molestia de transitar por la avenida Insurgentes a la altura del parque hundido se encontrará a un señor a caballo que no sé si es Guerrero, Aldama o alguien equivalente. El prócer en cuestión va uniformado y con un sable que debe pesar más que mis malos pensamientos. El detalle es que el corcel que monta, mide lo mismo que mi perro Isidro por lo que el efecto final es el de un señor adulto montado en un caballito de miriñaque, posición que por supuesto le resta grandeza a la obra y hace suponer que al escultor se le acabó el bronce. Sin duda el reino que más agradece la construcción de estatuas es el animal, concretamente las palomas ya que en las esculturas colosales se encuentra un lugar magnífico para anidar, cagarse en la vía publica y percharse para cumplir fines copulatorios. No sé si eso sea honorable pero es el destino justo para una idea tan mala como la de inmortalizar a nuestros ancestros de esa manera.

lunes, 1 de julio de 2013

Tecnosexuales (El Financiero 2004)

Me queda claro que la dilución de roles es uno de los signos que vivimos; antes era común que una familia se compusiera de una mamá un papá y tres criaturas que eran criadas ortodoxamente con el fin de perpetuar la especie. La señora no trabajaba, se dedicaba “al hogar” lo que suponía cocinar, fregar, planchar y enseñarle la tabla del dos a su prole. Esta señora se ponía un trapo en la cabeza para la brega diaria y se maquillaba para salir al cine. El esposo trabajaba, llegaba muerto en la noche, fumaba y veía el futbol con las patotas sobre la mesa de la sala. Lo anterior es una reliquia histórica, hoy –como se sabe- las parejas pueden ser del mismo sexo e inclusive de diferente especie (como es el caso de una vieja estúpida que ha pedido la mano de su perro en matrimonio en Estados Unidos). El matrimonio no es necesario y mucho menos la generación de descendencia. Las niñas bien siguen modelos como los establecidos en un programa que se llama Sex and the city donde las cuatro protagonistas se cogen hasta al camarógrafo con plena liberalidad y los hombres jóvenes que se respetan, han encontrado una definición: metrosexual, que es el nuevo Grial por perseguir. Se me explica con toda paciencia (ya se sabe que soy un pendejo) que los metrosexuales no son violadores del subterráneo, sino en cambio, hombres que viven en grandes ciudades, invierten la mitad de su tiempo y su dinero en el cuidado corporal, son innovadores (lo que quiera que lo anterior signifique) y usan cremas y afeites para lucir rozagantes y lozanos. Yo con todo lo anterior tengo mucha simpatía, siempre he sostenido que cada quién es libre de hacer lo que le dé la gana y si los homosexuales se quieren casar o un grupo de señores tienen interés en untarse el tarro de lancome pues santas pascuas. No creo que hagan falta más argumentos ni justificaciones. Hasta ahí estaríamos de no ser por una entrevista que tuve la oportunidad de leer con un señor que es artista y se llama Valentino Lanus en la que declara abiertamente que es tecnosexual. Como me da mucha curiosidad saber qué chingados es eso, me devoré el interrogatorio hecho por Katy Díaz a la que imagino joven y exactamente con la lucidez , necesaria para el trabajo que desempeña. Según esto los tecnosexuales son “aquellos hombres heterosexuales que tienen estilo, porte, buena condición física y que tienen como vicio estar al tanto de los últimos adelantos tecnológicos” Valentino tiene una teoría (que leí con lágrimas en los ojos) para explicar su supuesta tecnosexualidad: “...la razón por la que a muchos hombres nos gusta estar pendientes de la tecnología es porque tenemos el complejo de que no podemos crear como lo hace la mujer. Es decir, las mujeres crean vida y nosotros buscamos alguna forma de crear, de inventar, yo creo que por eso nos clavamos tanto con la tecnología”. Pucha –digo yo- completamente en la lona ante la contundencia del argumento, supongo entonces que nuestra incapacidad de traer criaturas al mundo (asunto que nunca dejaré de agradecerle a la naturaleza) explica la razón para comprar un adaptador trifásico, sin que me quede claro que tiene que ver una cosa con la otra. Nuestra incapacidad de crear vida nos orilla entonces a buscar una pentiun y una palm pilot capaz de darnos el horóscopo chino ¿es así? Francamente lo dudo pero en mi casa me enseñaron a respetar las ideas ajenas lo cual resulta un reto casi imposible cuando continúo leyendo (de la mano de la entrevistadora que nos explica que a Valentino le gusta observar con detenimiento las estrellas y por eso tiene un sofisticado telescopio): “fíjate que soy muy romántico, me encanta la astronomía, me encanta escribir, ver atardeceres y de hecho así empezó mi pasión por la fotografía, porque cuando veía un atardecer decía: ¿por qué se tiene que ir esto, por qué no se puede quedar? Imaginándome el romanticismo de Galileo Galilei y de Copérnico me quedo reflexionando sobre mi incapacidad congénita para la vida moderna y lo único que me queda claro es que además de la pasión por la tecnología necesitan de una amplia dosis de imbecilidad que en este caso ha sido debidamente acreditada (para todos aquellos que se interesan en los vaivenes de la moda).

sábado, 22 de junio de 2013

Manual de reglas para chatear (La Mosca 2007)

(A la señorita que paga en la caja de la Mosca que es una joya irrepetible) La gente que me conoce y tiene sentido de la mercadotecnia sabe a la perfección que soy ejemplarmente pendejo para aquello de la promoción personal, por lo que me recomendaron enfáticamente que “pusiera mi correo electrónico al firmar mis artículos” y una amiga más osada propuso, inclusive, una especie de página personal para que mis numerosos lectores supieran quién chingados era yo. Muy bien, sin pasar por alto el nada omitible hecho de que me considero un pelagatos, que no creo contar con más lectores que mi difunta madre y mi perro, es que caí en la trampa mercadotécnica y desde entonces mi correo aparece religiosamente al pie de esta página y del resto de los medios en que colaboro (lo de la página personal probablemente lo dejaremos para una vida posterior). Por supuesto esta decisión promocional tuvo varias consecuencias y siguiendo la ruta de mi destino Dios me castigó como se castiga al peor de sus hijos pecadores. Resulta que a través del correo los lectores de esta noble revista identifican mi chat e irrumpen en él siguiendo estrategias varias. Varios (señaladamente varias) piensan que soy un joven con alma de pandero, otros me consideran un oligofrénico y los más no entienden nada cuando yo mismo les explico que no entiendo nada. Se trata de un modo de comunicación lleno de misterios en el que siempre me ha parecido que del otro lado puede estar un sicópata chino que dice que se llama Paola o un pederasta irredento, Hace no mucho se me propuso un “free” asunto que me llevó al diccionario juvenil para enterarme que se trataba de sexo sin compromisos. El problema es que mi proponente no mandaba foto y mucho menos estado civil o de perdida género o especie. El caso es que a esta humilde computadora ha llegado de todo y ello me tiene muy preocupado. Ya sé que suena mamoncísimo, pero me parece necesario explicitar algún tipo de reglamento elemental para evitar desencuentros. Como desagravio anexo un ejemplo reciente con mis cumplidas disculpas para el autor o autora del siguiente texto que supongo nunca se imaginó que lo pondría como ejemplo (me apresuro a decir que “FC” soy yo). theKILLERS dice: olas FC dice: hola theKILLERS dice: que hases? FC dice: trabajo theKILLERS dice: mucho? FC dice: regular theKILLERS dice: y de qe escribes? theKILLERS dice: aora FC dice: te contesto luego ¿sale? estoy en medio de un artículo Muy bien como puede verse el diálogo anterior es un ejemplo notable de aquello que llamo una charla sin destino. Me imagino a un joven aburrido y huevoneando una tarde de domingo sentado enfrente de la computadora, viéndola como los Incas veían a su tesoro, del otro lado estoy yo muy sentado observando que “the killers” no tiene precisamente sentido de la plática y mucho menos capacidad de entender que cuando alguien contesta a monosílabos es que la cosa no promete. El desastre ortográfico no me preocupa tanto porque me he acostumbrado a que mis interlocutores pongan cosas como “kien”, “okas” o “viejo pendejo” de acuerdo a las circunstancias. En virtud del problema anterior propongo lineamientos elementales que permitan llevar a buen puerto el viejo arte de la conversación, renovado ahora por las técnicas del chat. Una primerísima regla es tener algo que decir: técnicas como el “¿qué haces?”, “¿ocupado?” o (mi favorita personal) “¿quién eres?”, son suicidas y solo deben aplicarse en caso de que uno tenga una navaja en la mano con propósitos suicidas y necesite charla. Una segunda es omitir pendejadas como “¿qué tipo de música te gusta?” o “¿tienes novia?” en este caso me niego a contestar. Por supuesto no se trata de recibir un diálogo como el siguiente “¿sabías que Felipe Calderón impulsa la inversión privada?”, en realidad es un asunto mucho más simple; ser sensato y pensar que del otro lado hay un desconocido maduro, neurótico y receloso que se niega a adentrarse a la modernidad y mucho menos cuando le dicen cosas como: “me gustaría que me llevaras en un corcel rumbo al horizonte” Dios mío.

miércoles, 19 de junio de 2013

Subastas (El Financiero 2001)

Siempre he pensado que las subastas son eventos a donde asiste gente muy rara y llena de conocimientos que el resto de los mortales no poseemos. Se me ocurre, por ejemplo, que están a la caza de gangas que nadie advierte o que buscan cosas que un servidor ni borracho adquiriría como una silla de cocina del siglo XVI o un frutero oriental de la dinastía Chung. A la hora fijada a parece un señor muy elegante de buena voz que lee algo como: “cinturón de castidad, siglo XIII, policromado, sin llave original”, mientras esto ocurre un edecán alza a la vista de todos una especie de casco vikingo lleno de herrumbe y entonces empiezan las pujas. De acuerdo a la ortodoxia uno no debe cometer la naquencia de alzar la mano (que es lo primero que se me ocurriría si estuviera interesado en tal artefacto), no, la elegancia recomienda la mayor sutileza en la oferta. De esta manera lo que un observador puede apreciar mientras transcurre la subasta es a un grupo de señores llenos de tics que se agarran el bigote o se hurgan la nariz. Al final el objeto subastado es asignado al mayor ofertante y todos le dan un aplausito.
Así las cosas el pasado martes me enteré al leer este periódico es que la empresa Chivas Regal celebra sus doscientos años y para tal acontecimiento ha tenido la saludable idea de hacer una subasta cuya recaudación se utilizará con fines benéficos en una especie de Teletón del primer mundo. Hasta ahí no tengo problema; que los ricos le den a los pobres si bien no soluciona nada, hace la diferencia para el pobre que recibe y para el rico que alivia su alma. El problema, en realidad, tiene que ver con los lotes a susbastar, algunos de los cuales procedo a analizar:
Visite el Vaticano con los Caballeros de Malta y tenga una audiencia con el papa. Lo primero que hay que decir es que con los Caballeros de Malta yo no iría ni a la esquina, no digamos al Vaticano, no me imagino de qué platicaríamos, a lo mejor yo le pregunto a un señor vestido como paje de la corte del rey Luis ¿y cómo se hizo Caballero de Malta? o ¿y dónde queda Malta? o ¿son de ustedes los perros malteses? En fin el asunto estaría irremediablemente destinado al fracaso.
Adquiera un baño de plata firmado por 25 celebridades de Glastonbury 200 incluyendo a Jo Whiley, Sara Cox y a Fat Boy Slim. A este asunto no le entro porque lo siento rodeado por misterios insondables ¿qué es un baño de plata? ¿Glastonbury 2000? ¿quién carajo es Jo Whiley o Fat Boy Slim? ¿Son cantantes? ¿toreros? No lo sé.
Tome parte en el campeonato mundial de polo sobre elefantes en Nepal. La idea desde luego es notable por donde se le quiera ver. Usar elefantes para jugar polo –me parece- es una de las iniciativas mas estúpidas que se me puedan ocurrir, afortunadamente no se me ocurrió a mí sino a alguien con creatividad. Me imagino también que ir sobre los lomos de un elefante que huelen justamente a eso y dando tumbos no es precisamente la idea que tengo e vivir plenamente la vida por lo que también en este caso me excusaría.
Viva una semana inolvidable con los indios ashaninka. ¿Y si a los indios ashaninka no les da la gana vivir una semana inolvidable con un servidor? La idea me parece tan buena como la que tienen todos aquellos que aterrizan en casa ajena y se apropian del baño y el refrigerador y se vuelven una peste a los tres días. Ignoro las costumbres de la tribu ashaninka, es más ignoro dónde viven pero dudo mucho que entre sus costumbres se encuentre la de recibir a extraños de camarita y bermudas que van a aprender sobre su cultura. A menos que estén completamente mediatizados y si es el caso ¿a qué carajo va uno?
Aparezca en la portada de la revista Complot acompañado de un top model. La pregunta relevante es cómo se va a ver un gordo como yo al lado de una buenona que sería la top model. Mi pronóstico es que muy mal.
Por las razones expuestas este servidor se excusa de participar en la subasta, a lo más me tomare un wisquito a la salud de los enfermos.
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miércoles, 12 de junio de 2013

Conocimientos (El Financiero 2001)

Estaba yo el otro día embriagándome con unas amistades mientras jugábamos maratón. El juego consiste, de manera esencial, en evidenciar los diversos grados de imbecilidad propia y ajena y se basa en responder preguntas del siguiente calibre: “diga usted cuál es la altura del monte Mc Kinley” o bien “¿qué significa el siguiente proverbio nahuatl?”: iztlicoatl, ahuejotl micanarotzoatl. Huelga decir que mientras el juego avanzaba, tuvimos la penosa sensación de que éramos un grupo tirado a la mala vida cuya cultura general se podía medir en miligramos. Sin embargo, esa no fue la reflexión final, sin el recuerdo escalofriante de las épocas escolares por las que todos pasamos y que se convirtió en un catártico recuento de agravios.
En mis tiempos, la educación se concebía bajo un principio universal que puede sintetizarse de la forma siguiente: “tómese el conocimiento universal en una materia (la geografía, por ejemplo) divídase en un año de estudios y preséntese ante un grupo de estudiantes de secundaria que seguramente estarán ávidos de tal información”. Ello derivaba, desde luego, en excesos escandalosos que todos tuvimos que padecer y que paso a citar en una modesta lista que es la que mi memoria me otorga.
Se empezaba, por ejemplo, por los nombres de los ríos y las capitales de asuntos tan significativos como el Asia menor, en ése preciso momento se nos explicaba que había un cuerpo acuático de determinada extensión cuyo nombre podía ser: “Nacodon” y que se encargaba de surtir agua a capitales tan importantes como Pnohm Pun y Treskatacan. Acto seguido se sacaba un mapa y se ubicaban las diferentes ciudades capitales del mundo con el fin de identificarlas. La estrategia era un factor de disolución familiar ya que obligaba a nuestros padres a decidir en un volado y con el divorcio de por medio quién carajo era el responsable de repasar con el pobre infante los nombres y apellidos de información tan relevante.
En biología, por ejemplo, se nos explicaba con todo detalle que el cuerpo se forma de 206 huesos y un montón de músculos cuyos nombres era necesario memorizar de tal manera que se supiera con toda claridad que hay una cosa que se llama (lo juro) esternocleidomastoideo y que la sínfisis púbica es algo que hay que cuidar como a la niña de los ojos. Es evidente que este ejercicio lo único que provocaba era el uso temporal (dos días) de un espacio neuronal, ya que lo que se hacía era aprender los chingados nombres la noche previa al examen, para desecharlos, como se desecha una cáscara de plátano inmediatamente después de la evaluación. ¿Tiene usted idea, querido lector, cuánta vida útil se nos fue en ese negocio?
Las que no tenían desperdicio eran la física y la química; los maestros explicaban, por ejemplo, la ley general del estado gaseoso un concepto que resulta tan claro como el informe de labores de la Comisión nacional del Cacao, se estilaba entonces llenar el pizarrón con fórmulas que la vida no me da para recordar y se explicaba que un señor de nombre tal había discernido que los gases a volumen y temperatura constante sufrían algo que no me resulta claro pero que podría ser la dilatación. En química se explicaba que el estroncio, el vanadio y el xenon eran elementos químicos y se nos obligaba a aprender su estructura, razón por la cuál gasté el papel equivalente al que existe en los árboles del Bosque de Tlalpan en dibujar circulitos (que eran órbitas) rodeadas de pelotitas (que eran electrones).
La clase de español estaba rodeada de nombres temibles, como acento circunflejo, diptongo compuesto o subordinación pasiva el anterior un nombre con enormes virtudes entre la grey que se dedica a los excesos carnales). Lo anterior implicaba escribir frases que solo a un idiota se le ocurrirían como: “Juan es un granjero que tiene cinco vacas” y tratar de partirlas, como se parte un bistec, en sus componentes gramaticales.
Con todo lo anterior no quiero decir que defiendo la especialización o el conocimiento útil, sin embargo, estoy plenamente convencido de que el esfuerzo educativo se debe basar en enseñarle a la gente aquello que sea pertinente y desechar lo que no. De esa manera se formarán personas que puedan vivir la vida sin necesitar para ello del conocimiento de la ley de Ohm.

domingo, 9 de junio de 2013

Los diarios (El Financiero 2004)

En estos tiempos que corren la imagen se ha hecho un asunto importante que predomina dictatorialmente sobre otras formas de comunicación. Con el advenimiento de los medios masivos se ha vuelto moneda corriente que las personas públicas vivan a salto de mata y con el Jesús en la boca por el miedo que produce que a uno lo agarren en cuestiones inconfesables.
No pienso gastar su tiempo y el mío recetándole un análisis sobre los sucesos de la semana pasada ya que de ello se han encargado absolutamente todos y el asunto está de hueva. Me parece más importante reflexionar sobre el peso que tiene una imagen y la forma de obtenerla que –como se sabe- es absolutamente ilegal.
Algunas entrevistas he concedido en mi vida, las menos por mi actividad literaria y el resto en mi calidad de burócrata profesional. En ellas me llama la atención el sentido de urgencia por lo que los reporteros llaman la nota. Muchas cosas se han proscrito en la modernidad creciente, quizá una de las más lamentables es nuestro derecho a reflexionar sobre lo que decimos. Nuestra propia avidez por saberlo todo y rápidamente ha convertido al ejercicio periodístico en una carrera desenfrenada y poco lúcida en pos de las noticias del mundo. La metáfora es extrema pero creo que justa, me imagino a los reporteros como una jauría en pos de la presa, solo en el momento que se obtiene un bocado (que puede ser insustancial) se abandona la persecución. Hace algunos meses observé maravillado como Adolfo Aguilar Zínzer luego de ser defenestrado en la Secretaría de Relaciones Exteriores hacía un alto ante la nube de reporteros que lo esperaban en la puerta. Los siguientes veinte minutos generaron diálogos extraordinarios en los que él argumentaba que lo sentía, que no iba a dar ninguna declaración. Cualquier persona sensata ante una respuesta tan claramente desalentadora daría la vuelta y probaría suerte en otro sitio pero no los reporteros que continuaron preguntando, inclusive provocándolo para sacarlo de sus casillas.
Esta tendencia –decía- condena la reflexión a un mundo de timoratos y dubitativos. Es necesario ante los hechos fijar posiciones rápidamente, manifestarse inequívocamente, los eclécticos son considerados una nueva plaga, también quienes no tienen opinión o desconocen la respuesta a una pregunta. Hay que ver las zozobras de muchos entrevistados cuando se les pide un dato, una cifra, una ley que desconocen. Lo más práctico sería simplemente contestar “no sé”. Sin embargo esto nunca ocurre por temores varios, el más conspicuo, recibir una reprimenda del algún gurú mediático.
La tendencia actual ha inscrito a los medios en una batalla mercantil llena de códigos más propios de compañías petroleras que del servicio social que supuestamente prestan. Es frecuente que un medio determinado, anuncie con orgullo que es “el único (o el primero) de informar de tal suceso”. Supongo que estas declaraciones van dirigidas a una masa anónima que seguramente reconocerá la eficacia y el profesionalismo de la empresa por sobre la ineptitud de otras. También es frecuente que una noticia sea roída hasta los huesos para que los medios sigan vendiendo tiempo triple A. No tengo la menor duda que los que toman las decisiones atizan el fuego cuando las notas se empiezan a extinguir. La intensidad mediática ha logrado paradojas notables –lo ha señalado ya Kapuscinski- el reportero que recorre el mundo y que se encuentra in situ en el lugar de los hechos, puede ser la persona menos informada de lo que está pasando. El 11 de septiembre Lourdes Ramos y Jorge Berry, desde un estudio en la ciudad de México, hicieron favor de informarle a su reportero en Nueva York que un segundo avión se había estrellado en las torres gemelas.
Sin embargo creo que la mayor paradoja periodística estriba en su impunidad. Una premisa básica de la prensa para hacerse de la información es condenar a la picota a quien se niegue a darla. Los argumentos estallan de inmediato: “complicidades, corrupción, algo se esconde etc.”. Sin embargo ¿que ocurre cuando un medio obtiene (ilegalmente) información escandalosa y la publica de nuevo ilegalmente? En muchos casos reputaciones personales son afectadas indeleblemente y en el momento de pedir cuentas los términos se modifican casi por arte de magia: “acoso, censura, hostigamiento a la libertad de expresión, etc”. Percibo esto como algo escandaloso, sin embargo la soledad de mis argumentos prueban también que puedo estar equivocado.

jueves, 6 de junio de 2013

A lo bestia (El Financiero 2001)

La rutina de martes y jueves implica abrir los ojos a las seis de la madrugada y asomarme para ver la luna del horario de verano. Por ahí de las siete es menester administrarle sales a los niños para que abran los ojos y entrar en una negociación (que debe tener muy respetables) antecedentes históricos para que se vistan y desayunen su huevo revuelto. Después aplacar los gallos del niño Frijol, los tres nos subimos a un coche y enfilamos rumbo a su escuela. Ellos haciendo preguntas del tipo: ¿por qué dicen que la Tierra es redonda si se ve plana? Y yo parpadeando lentamente mientras procuro salir dignamente del atolladero (cosa que ocurre muy rara vez).
Pues bien, el otro día un coche se le metió a una vieja loca -estado mental que deduzco de su reacción- la señora se puso lívida, y con los ojos desorbitados mentó a siete generaciones de ancestros del chofer que la bloqueaba, se pegó al claxon, como si le pagaran dinero por ello produciendo una postración nerviosa en su humilde servidor y sordera temprana en mis vástagos
La fauna capitalina ha desarrollado una serie de mutaciones que le permiten manejar un coche como alguien que además de imbécil, tiene el agravante de la psicopatía en esta noble y muy leal ciudad de México.
Lo primero que uno detecta es que el coche se considera como una extensión de la personalidad; los viejitos en convertibles me dan la impresión de alguien que se pone un bisoñé para engañar al tiempo. Las señoras en una camionetota que tiene como principal función recoger y llevar niños son la forma más sofisticada de la inequidad de género y los tarados que compran un coche que llega a 100 kilómetros por hora en dos segundos, me parece que representan una forma perversa de la imbecilidad humana, ya que, como se sabe, esa velocidad se puede desarrollar en nuestra capital un domingo a las tres de la mañana.
Que un capitalino suba a su coche es el equivalente moderno de un antiguo con armadura y una lanzota de miedo que se trepaba a un corcel para pasar a romperse la madre en unos duelos muy extraños que consistían en recorrer una verja para clavarle una especie de garrocha con pico a otro señor que caía muy descompuesto.
Lo primero que no se debe permitir cuando tomamos el volante, es que nadie obtenga ventajas de nosotros, y para lograrlo se aconsejan varias técnicas: a) si se detecta que el que viene en el cruce quiere pasar antes que uno, es menester acelerar echando lámina de tal manera que el idiota ese no logre su cometido, b) si un señor se detiene en doble fila con el propósito de bajar la silla de ruedas de su madre octogenaria, lo conveniente es cagarse en su abuela, es decir la madre de la viejita, bocinar y dar acelerones de tal manera que el proceso de desembarque se agilice, c) si el semáforo cambia al color verde y la persona que está delante de nosotros no acelera en la siguiente millonésima de segundo, lo recomendable es darle un claxonazo que le indique sin lugar a dudas que solo un imbécil tarda tanto, d) si se pone la luz roja y resulta evidente que ya no hay lugar para seguir avanzando y se interferirá un cruce, la ortodoxia recomienda taparlo de cualquier manera y poner cara de esfinge ante las mentadas de madre de los que no pudieron pasar.
¿Quién nos enseña estos modos? ¿Es genético? ¿Hay algún cromosoma chilango que nos orilla a ser esta especie de neanderthals al volante? La verdad es que no tengo ni idea y francamente veo el remedio tan cercano como una medalla de oro en halterofilia para el poderoso equipo de Aruba.
No escapará a su atención, querido lector, que evité referirme a los choferes de peseros, en ese caso me parece que la descripción escapa a cualquier magnitud posible. Si alguien me propusiera que relatara la forma en la que maneja una de estas ¿personas? me inscribiría en un curso de zoología básica para tratar de entender los misterios que guían el comportamiento del reino animal.

martes, 4 de junio de 2013

Los humos del alcohol (El Financiero 2001)

El otro día iba yo por la calle a las doce del día cuando vi a un señor que estaba llegando a su casa lo cual no tiene absolutamente nada de extraño. Sin embargo el tipo caminaba como si fuera en el Titanic a punto de hundirse y no una banqueta plana. Entonces me di cuenta que estaba borracho y no supe si sentir envidia o misericordia así que seguí mi camino pensando en los humos del alcohol.
Me imagino que el consumo del alcohol ha propiciado una de las industrias más boyantes del país y esta hipótesis la sustento en la cantidad de borrachos que veo los jueves y viernes en restaurantes y bares. Esta gente normalmente llega al mediodía y ya como a las siete de la noche avanza limpiamente hacia los terrenos de la catalepsia con síntomas conspicuos de desorden cerebral que se pueden manifestar mentándole la madre a su amigo del alma, mirando fija y vidriosamente hacia el techo o de plano negándose a pagar la cuenta porque se consideran víctimas de un robo ya que solo se tomaron nueve cubas y no diez como consigna la cuenta. El caso más reciente nos lo ofreció un diputado panista que se tomó “dos cervezas” y se le ocurrió (ligeramente descompuesto de aspecto y con la corbata chueca) mearse en los arriates de Reforma por lo que fue detenido y entonces: golpeó policías, gritó peladeces y luego fue subido a una patrulla en la que iba enseñando la charola. Desde luego si ese efecto le producen dos cervezas me imagino que con cinco se hubiera orinado en el ángel de la independencia o en los restos de los padres que nos dieron patria.
El asunto etílico ha cambiado de muchas maneras con la modernidad que nos rodea; en primer lugar está el factor de género (¿por qué se llama “de género?” Misterio de los misterios). Antes estaba muy mal visto que las señoras libaran al igual que los hombres y ello produjo un fenómeno curioso consistente en la producción de bebidas de menor calibre para que dichas señoras pudieran alternar en sociedad. Ello favoreció el consumo de una porquería llamada “medias de seda” y peor aún “la piña colada sin alcohol” que como se ha demostrado causa cáncer de colédoco. Las conquistas femeninas han llegado al terreno de los alcoholes y ahora las féminas navegan por los territorios del tequila y el wisqui como Pedro por su casa. Hace algunos días por ejemplo una conocencia femenina se tomó en mi presencia el equivalente en alcohol al consumido por un grupo de diputados plurinominales en una tarde de viernes y se fue a su casa sin consecuencias que lamentar. Lo anterior (me apresuro a opinar ante una posible reacción, me parece perfecto).
Otra fuente de cambio se percibe en las combinaciones de las bebidas modernas. Para entender cómo se producen estas nuevas alternativas, me imagino a un cantinero con el pelo alborotado que tiene enfrente vasos, botellas y frutas tropicales. Me lo imagino también mezclando cosas con el mismo rigor científico que tendría el Púas Olivares, por ejemplo: ¿y si echamos Tehuacan, un cuarto de kilo de papaya, medio limón sin pelar y una onza de angostura? El líquido final es consumido y si no lo manda al hospital será presentado como la novedad más reciente. Esto ha producido que el tequila se mezcle con el squirt o que a la cerveza se le agregue salsa Tabasco con las consecuencias que uno podría esperar de una mezcla tan bastarda.
Un último factor que advierto en el consumo de bebidas embriagantes tiene que ver con las mañas de la gente en el momento de solicitar su alipús. Así, por ejemplo, llega un señor y le dice al mesero cosas tan extrañas como: “quiero un wisqui puesto con un hielo y medio, aparte me traes una botella de agua, y rodajas de limón en un plato que tenga sal” o “un tequila derecho y un caballito de jugo de limón con una cuarta parte de salsa inglesa”. Los meseros que tienen virtudes bíblicas asienten imperturbables y se van al bar para trasmitir los caprichos del consumidor que por algún misterio cuando se enfrenta a su trago encuentra invariables defectos y se queja con sus amistades: “dije, salsa inglesa y no salsa maggie”… Puras idioteces.

sábado, 1 de junio de 2013

La opinadera (El Financiero 2002)

Entramos de lleno al mes patrio en medio de informes presidenciales y análisis infumables acerca de lo que este país merece. Alguna vez discrepé de un hombre que hasta ese momento consideraba yo muy listo que declaró su hartazgo de tanta opinión, hoy reconozco mi error y tengo la impresión de que, efectivamente, a todo mundo le da por abrir la boca y decir lo que piensa a la primera oportunidad. De la reflexión anterior me queda una preocupación, ya que opinar a lo baboso es lo que he venido haciendo los últimos años aunque debo aclarar que algunas veces he caído en el espinoso asunto del rendimiento de cuentas. De cualquier manera creo que el problema de la opinadera tiene que ver con cierta pereza por el análisis, lo que implica recibir digerido cualquier hecho y modelar opiniones propias que provienen de mentes ajenas, en algunos casos tan lúcidas como las de los hombres de negro que son pura lumbrera, o, en cambio, las de Britney Spears declarando que se había preparado para su más reciente filme tomando clases de actuación durante la friolera de 10 días.
Los mexicanos somos un pueblo al que le da por externar su punto de vista porque pasó la mosca, esta capacidad se manifiesta en muchos frentes; cuando un niño nace y se pone morado después de llorar tres horas vienen los comandos a decretar los remedios: “úntale un ajo en la entrepierna y verás como se alivia” dicen los herbolarios, “tiene un problema de ausencia de imagen paterna” argumentan los interesados en el psicoanálisis” o “es normal” dicen lo que a todos les vale madre. Lo mismo pasa en el momento que alguien se accidenta y se queda con el fémur de fuera en posición de decúbito prono. La gente que lo rodea de inmediato decide que no hay que moverlo o, por el contrario, que es necesario volverle a meter el hueso. El efecto final es contradictorio y ambiguo, como ambiguo es este país. Sin embargo, quizá la referencia más notable de nuestras ganas de dar un punto de vista se encuentra en la reciente tendencia de los programas de radio y televisión consultando a la ciudadanía sobre asuntos de enorme trascendencia. Evidentemente el que redacta la pregunta padece una forma benigna de retardo mental ya que realiza cuestionamiento del tipo: “¿usted cree que el mochaorejas debe ser liberado?”. La sorpresa es que miles de compatriotas corren a los teléfonos y expresan su particular punto de vista mientras yo me quedo pensando que en el asunto debe haber un buen negocio pero todavía no acierto a explicar cuál.
Lo que sigue en este mundo de opiniones se relaciona con la reciente reacción de ciertos intelectuales que impugnaron airados una selección realizada por la SEP y diversos especialistas en el sentido de elegir un grupo de libros para las aulas escolares. Advierto de antemano que un libro mío sobre los recursos naturales va en esa lista y que me apena mucho que en ella me encuentre al lado de José Luis Borgues (Fox dixit) o del maestro Robert L. Stevenson pero debo aclarar que ése no es mi problema, sino de quienes hicieron la lista de marras. Los argumentos impugnadores desgraciadamente dan ternura ya que no se analiza la pertinencia de la elección en cada caso, que es lo que habría que hacer, sino en al hecho de que “faltan autores mexicanos” o que se “benefició a editoriales extranjeras”. Me queda claro que –con Borges o sin Borges- cualquier lista es arbitraria y que siempre va a haber descontentos, el problema es que cuando los argumentos se basan en la idea de que lo hecho en México está bien hecho y que lo demás es invasión el asunto simplemente no tiene destino. Me recuerda una de las primeras categorías del Ariel que premiaba a “la película más mexicana” sin aclarar si gente que florea la reata y alburea al vecino calificaba para tal merecimiento.
El mes patrio discurre pues entre todos opinando y algunos de ellos dispuestos a inmolarse como Juan Escutia. Me imagino que el 16 si de veras queremos estar acordes con los tiempos habrá que salir a matar a los gachupines dueños de las editoriales extranjeras que nos están robando el pan de nuestros hijos ¿o no?

miércoles, 29 de mayo de 2013

Fobias (El Financiero 2002)

Alguna vez conocí a una muchachona que padecía de un extraño mal consistente en no utilizar el asiento del copiloto de un auto “porque se mareaba”, tal disfunción provocó que durante seis meses diera la impresión de ser una Condesa pobre, que se transportaba en un caribe destartalado y con un chofer impresentable. Mi madre no usaba las escaleras eléctricas lo que nos hizo esclavos de los elevadores durante muchos años y otras personas justamente lo que no usan son los elevadores porque padecen claustrofobia.
Las mañas de la gente son múltiples y se traducen en millares de fobias que tienen que ver con las arañas, las alturas e inclusive las palabras (un servidor, por ejemplo no soporta la palabra “calzones” y como para entender una tara de ese tipo necesitaría treinta sesiones de terapia sicoanalítica simplemente evito pronunciarla).
Soy un hombre lleno de fobias y quisiera compartirlas con usted, querido lector, para ver si logro exorcizar algunas de ellas por la vía de hacerlas explícitas ¿le parece?
La primera de mis taras tiene que ver con gente que uno no conoce pero que hace plática. El peor lugar en el que esto puede ocurrir es en el asiento de un avión ya que ahí no hay escapatoria posible. En circunstancias tales me enterado de innumerables cosas que no me importan como el sitio de Stalingrado, mi ascendencia en géminis o la teoría (lo juro) de que Pedro Infante no murió pero quedó desfigurado por lo que trabaja como mesero en Toluca. Contra la gente que le da por platicar no hay antídoto posible; no me considero un tipo hosco pero cuando me subo al avión saco un librote así de grande y entonces la pregunta es: “¿qué está leyendo?”, como me da vergüenza contestarle que eso no le importa, cierro el libro e inicia la conversa que normalmente termina con el tipo cabeceando cuando advierte que soy una persona muy poco interesante.
Mi segunda fobia, prima hermana de la anterior, es producida por la gente que le abre a uno su vida así de sopetón. Son aquellos que uno acaba de conocer y dicen cosas como: “es que salí de la cárcel hace apenas dos semanas”, algunos más se levantan la camisa y mientras enseñan una bola de béisbol en la barriga comentan: “¿conoces los tumores gástricos?”, otros se llevan la mitad de una comida platicando de su experiencia cuando eran alcohólicos y le pegaban a su mujer.
Una fobia más me la produce la gente conspicua; esa que tiene un enorme afán por llamar la atención. Para cumplir este propósito las estrategias pueden ser múltiples, la más elemental es la indumentaria o el aspecto físico. El otro día fui a una fiesta en donde había un señor que se había rapado la zona parietal y conservaba un molote de pelo en la coronilla logrando un notable aspecto general de chile cuaresmeño. Cuando lo saludé no supe dónde poner la vista pero el siguiente impacto fue mayor porque apretó mi mano y me dijo a gritos: “¡YO TE LEOOOO!” , el efecto fue doble; primero por la salpicada de baba (si efectivamente me lee sabrá que debe cuidar ese flanco de su personalidad para no apestar su vida social) y segundo porque todo mundo volteó como si la casa ardiera en llamas. La gente conspicua es la que pretende que todos nos enteremos de que cerró un trato de millones o la que invierte una tarde explicándonos lo compleja que es su chamba y cuando uno cambia de tema regresa como un bumerang a la posición original para machacar sobre lo necesario de que todos escuchemos lo que dice.
Mi última aversión tiene que ver con las masas, ignoro por qué pero la gente se desgobierna cuando se reúne con más de 15 semejantes y eso me pone muy nervioso. Siempre he tenido la paranoia de que en algún momento un miembro de la turba me voltee a ver y grite sin motivo alguno: ¡agarren al pelón! y empiece la corretiza. Por lo anterior es que no asisto a ningún evento multitudinario y traigo siempre una cachucha que si bien me confiere un aspecto como de gringo retirado me protege de mis fobias que como usted ha visto, querido lector, son múltiples.

lunes, 27 de mayo de 2013

Viva México cabrones (Milenio 2011)

“El Nacionalismo se cura viajando”
Camilo José Cela
“El nacionalismo es la extraña creencia de que un país es mejor que otro por virtud del hecho de que naciste ahí”. La frase de Bernard Shaw lo resume todo, pero como a mí me pagan por setecientas palabras trataré de no dejarlo ahí.
Los mexicanos somos un pueblo de mañas y taras entre las que destacan echar lámina en el auto, meterse en las filas, reírse cuando un compatriota se va por la coladera y quizá una de las más perniciosas, ver el canal 2 en compañía de la familia. Siempre me he preguntado cómo es que se nos desgobiernan las entendederas al pasar del individuo a la turba. Evidencias sobran, el grupo que viaja a Alemania con unos sombreros dignos de una orden de presentación ante la PGR, que además se ponen unos bigotes que, sospecho, son los causantes de la epidemia de influenza y que gritan alegremente ondean banderas y le dan tequila a todo aquel que se deje para demostrar el nacional espíritu que nos posee.
Pero esta imagen –la de que somos un pueblo alegre y desmadroso- me parece la menos perniciosa. El problema es cuando empiezan las odas nacionalistas que todo lo desmadran. “México, creo en ti, porque escribes tu nombre con la X, que algo tiene de cruz y de calvario” escribió el Vate López Méndez, probablemente bajo el efecto de sustancias controladas, pero representando ese imaginario popular de fe y devoción por la Patria. ¿Por qué? -me pregunto- algo tan abstracto como una Nación en la que hay desde gandallas y lacras hasta lumbreras y gente de bien puede ser motivo de orgullo genérico? Misterio insondable.
Recuerdo ahora mismo el asunto de Top Gear, la serie británica en la que tres señores que son pendejos pero con carisma se pitorrearon de un auto mexicano y en consecuencia de la Nación. El señor Embajador montó en cólera y armó un zafarrancho (en ese momento me refugié en un bunker por aquello de otra guerra) y exigió una disculpa. El IMER, decidió “boicotear” a la BBC por lo que dejó de transmitir su programación (imaginar a tres rubicundos funcionarios de la BBC con el Jesús de la boca haciendo llamadas frenéticas para evitar tal desastre). El asunto devino en vodevil y para variar dividió a la Nación en dos bandos, los que consideraban que procedía un desagravio y exigían de jodido la Torre de Londres (la mayoría) y los que como un servidor (la minoría) considerábamos que el asunto no daba para nada más que enviar a un comando comandado por Fabiruchis y Bisogno en represalia.
Otra veta del nacionalismo se relaciona con lo que los gringos llama “wishful thinking” que los académicos traducen como “pensamiento ilusorio” pero en mi diccionario personal se llama simplemente candor o ingenuidad. Cada cuatro años, la Nación entera corre a las tiendas o a los camellones se pone su playera de la selección y se dicen cosas como “ahora sí ésta es la buena”. Acto seguido suceden fenómenos muy curiosos, porque los mexicanos en formación de turba llenamos los bares, nos ponemos de pie ante un monitor de 24 pulgadas durante el himno y luego de la victoria sobre Angola, salimos a desmadrar monumentos en honor de los héroes que nos dieron Patria. Lo que sigue es predecible como un meteorito; llega el quinto partido y cualquiera que tenga una lucidez superior a la de un pisapapeles sabrá que es el adviento de una catástrofe, que ocurre noventa minutos después. En ese momento nuevamente las cosas se desgobiernan y se busca la dotación de huevos y jitomates para ir a recibir a los seleccionados que “no se entregaron por su país”
Se entiende poco que es caso por caso, que nadie es ni puede ser mejor o peor en función del lugar donde nació, pero así son las cosas; los tiempos de balcanización y ruptura están muy presentes y poco hay que hacer. Simplemente recordar a Einstein que dijo “El nacionalismo es una enfermedad infantil. Es el sarampión de la humanidad”, que en estos tiempos de pandemias es una verdad de a kilo.

viernes, 24 de mayo de 2013

Chilangolandia (El Financiero 1996)

En principio, cuesta trabajo entender cómo un señor que nació en Anenecuilco el Alto puede odiar con toda su alma a su paisano de Anenecuilco el Bajo, nomás porque quiso el destino que los separara el Río de los Perros. Sin embargo, así sucede y, lo que es peor, la tendencia es mundial. Prácticamente en todo el planeta los terrícolas se han dedicado alegremente a darse en la madre con sus semejantes por motivos muy diversos que casi siempre tienen que ver con que no les da la gana integrarse. Las razones sobran: en España los catalanes reaccionaron a los vetos que les impuso ese gran cochino que fue el general Franco. En Estados Unidos les ha preocupado toda la vida que señores que no tienen los dientes rubios gocen de los privilegios del sueño americano... y así nos seguimos.
En México, más allá de nuestra --aparentemente inevitable-- tendencia a tratar a los pueblos indígenas como el cabo Rusty trataba a su mascota (o peor), el asunto tiene un peculiar matiz que es el de los chilangos. Un chilango (en la modesta opinión de nuestros vecinos de toda la República) es un ser gordo, soberbio y prepotente que llega a su región con una actitud equivalente a la de Hernán Cortés cuando visitaba sus feudos; todo le perece pueblo y se desespera porque no hay treinta cines y dieciocho estéticas caninas. En síntesis: es un mamonazo (que por cierto habla como Pepe el Toro).

Es muy probable que la visión se ajusta. Sin embargo, no es pareja. Evidentemente todo aquel que crea que el nacer en la ciudad de México representa alguna superioridad sobre los demás no puede ser otra cosa que un pendejo, y el asumir que todos los chilangos lo somos me parecería un exceso (aunque tengo una lista bastante amplia de paisanos que efectivamente se manejan con una imbecilidad ejemplar).

El Distrito Federal es una ciudad que se llenó a base de inmigrantes, yo mismo soy hijo de un chiapaneco y una guatemalteca (a la que le mando un saludo) y este origen (creo) nos da una visión en la que nuestros compatriotas no son vistos como jijos de la mala vida. En cambio cuando uno viaja por la República se encuentra con actitudes recelosas en el mejor de los casos, o de franca violencia en el peor. Ya he narrado en algún lugar cómo una vez, comiendo tacos de panza de perro con Javier Aguirre en la ciudad de Guadalajara, se nos acercaron dos judiciales con la saludable misión de ponernos en la madre nomás porque les caían gordos los nacidos en esta noble capital. Evitamos la madrina actuando con una actitud que en aquel momento juzgué rastrera (miramos fijamente al suelo como si ahí estuviera Demi Moore encuerada) pero hoy, con el asunto filtrado por la pátina del tiempo, sé que me permitió conservar los veinticuatro dientes que aún poseo.
El problema tiene su origen, además de la obvia asimetría en la distribución de bienes y servicios, en la enorme susceptibilidad con que se maneja la honra. El asunto consiste en defender al país, al estado, al municipio o a los colores del equipo de futbol de la tlapalería. Nos parece terrible, por ejemplo, que un senador gringo (en general un marranazo) diga que somos corruptos, que no es otra cosa que la verdad. Al mismo nivel y en otra escala es lo mismo que si alguien tiene la infeliz ocurrencia de declarar que San Juan de las Pitas es horrible o que fue a Jingüenécuaro y se comió una cochinita que lo dejó ciego. Podremos esperar los respectivos actos de desagravio, que en el último caso podrían consistir en una manifestación encabezada por puerquitos bien cebados.
¿A dónde nos lleva este encono? Evidentemente a ningún lado que no sea la sensación del ridículo ajeno cuando se observa que en el momento de mencionar el nombre del estado natal de algún señor, éste siente la imperiosa necesidad de gritar y aventar el sombrero para arriba (que es lo que hacemos los mexicanos en el extranjero).

Hago, pues, desde esta humilde tribuna un llamado a la reconciliación nacional, no movido por la hermandad sino por la necesidad que tengo de viajar con frecuencia y la comprensible expectativa de conservar la dentadura aunque sea hasta los cuarenta años.

jueves, 23 de mayo de 2013

Diario de viaje

Para ir a El Paso, Texas hay que tener un motivo y yo lo tenía, así que salí de la oficina y tomé rumbo al aeropuerto. Por supuesto, el vuelo demorado, lo que me permitió observar zoológicamente a la gente que va y viene por los pasillos. Lo primero que queda claro es que los toques de elegancia asociados con los viajeros antiguos se han perdido en lo inmenso de la modernidad. El viajero antiguo, se preparaba para subir al avión como se prepararía un noble para recibir la orden del baño. Ahora, con un poco de suerte se pueden ver adolescentes semidesnudos cargando tablas de surf, señoras en brasier y tipos que a juzgar por su aspecto sólo pueden ser considerados idiotas.
El vuelo es como todos; con azafatas buenísimas que en su esfuerzo bilingüe preguntan ¿quiere un pollitou? El avión llega a Dallas, ciudad con cierto renombre gracias a (el orden es estricto) sus Vaqueros, un albur pendejísimo y John Fitzgerald Kennedy, que murió asesinado en una de sus calles. La sala de American Airlines es un monumento a la megalomanía gringa. Desembarco en la puerta 12 y debo tomar el avión de conexión en la 37. Bien, la distancia entre ambos accesos es equivalente a la que recorren los del maratón del Usumacinta. La caminata se adereza con la necesidad de concentrar los sentidos para evitar ser atropellado por unos cochecitos piloteados por negros que van gritando “pííí-pííí”. Por fin en la puerta 37 y el estoconazo; donde debe decir El Paso, se lee Baltimore. Pregunto y resulta que el vuelo está demorado. Es el momento destinado a una cerveza corona que cuesta la terrenal suma de $ 3. 50 dls.
Trepo al nuevo avión en el que, por cierto, hay teléfonos de AT&T en el respaldo de los asientos. En el preciso momento que elevo mis pensamientos al creador reflexionando sobre la imbecilidad del hecho, observo a una vieja gorda que lee acetatos y descuelga el auricular.
Dios mío.
La llegada a El Paso inicia con terribles augurios, al llamar al hotel por medio de una línea directa, me encuentro con que no saben quien soy, no tengo reservación y lo que es peor... les vale madre. Me recomiendan que espere a la camioneta del hotel y eso hago. Misma pregunta, misma respuesta. Soy buscado por todas las posibles derivaciones de mi apellido. También ensayamos con Pedro y Cedro (esta última iniciativa de la recepcionista). Finalmente aparezco bajo el nombre de Carrrlos.
El cuarto es amplio y tiene una tele de 40 canales lo que representa el paraíso para un teleadicto como yo. Observo A David Letterman pitorrearse de Wesley Snipes y luego leo un buen trozo de Cabrera Infante. Después de todo ¿No estoy en las entrañas del monstruo capitalista?
En el desayuno conozco a los que serán mis compañeros durante un par de días para discutir asuntos de la frontera norte. Pido un jugo de naranja en el preciso instante que se discute acerca de la federalización mexicana y mejor me callo la boca porque de esas cosas no sé. La reunión será en el Parque Nacional de el Chamizal, situado exactamente frente al Río Bravo. En el parque hay un museo que relata -creo que objetivamente- las putizas infinitas que se dieron nuestros compatriotas con los gringos por la posesión de esa zona. No discutiré aquí los detalles de las pláticas. Lo que si diré es que en el momento que un señor de 4 metros llamado Bill Sontag iniciaba su discurso, se manifestó la furia de los elementos en la forma de un vientazo al que el Servicio Meteorológico Estadounidense le puso nombre más tarde. Cuando salimos a comer ya la ciudad se había convertido en el epicentro de una tormenta de arena cuyos vientos alcanzaron 120 kph que tumbaron casas y mató a cuatro gentes. La empanizada que nos dimos fue soberbia. Al abrir la boca se tragaba arena y los bomberos que había en la calle quedaron como cucarachas de panadería. Antes de que se declarara la emergencia llegamos a un restaurante (mexicano por supuesto) y este es el momento de decir que además de dichos establecimientos, El Paso tiene lotes de carros y tintorerías lo que lo ubica íntegramente dentro de la categoría de ciudad horrible.
Después de comer al hotel que por algún misterio que tiene que ver con la ley de Ohm era el único lugar del estado de Texas que no tenía luz. El lobby parecía una barraca de refugiados con velas y gente en el piso. Todos los vuelos se habían cancelado. Intenté llamar a México pero la operadora y yo rompimos el puente de la comunicación entre los pueblos cuando ella dijo algo que interpreté como “su llamada a Tegucigalpa está lista”.
Fuimos a un bar, en la barra una prostituta que podría concursar limpiamente en señorita México, revisaba el lugar con cara de fastidio. Tomó un teléfono celular y luego salió a buscar amores en medio de la tormenta ante la mirada babeante de los parroquianos. Los bares gringos son todos iguales: una televisión de 6 metros, un cantinero chistosón y juegos de pinball para borrachos.
Al día siguiente y después de la reunión recorrimos el parque, es bonito tiene un buen museo y un “tiatrote” en palabras de nuestra guía. Casi todo está destinado a explicar la chinga implícita en trazar la frontera utilizando el Río Bravo como marcador ya que de pronto el río desviaba su curso y dejaba en calzones a algún compatriota. El arreglo consistió en marcar su curso con concreto y firmar un tratado en 1963 que nos devolvió una pequeñísima parte del territorio tomado por los gringos en el siglo pasado.
Por la noche a Ciudad Juárez. El paso por la frontera es catorce veces más simple que el de la caseta de Atlacomulco. La ciudad es diferente a su vecina norteamericana; se respira un ambiente de desmadre muy nacional. Entramos a un restaurante y tuve el raro privilegio de observar como la mejor sociedad juarense canta canciones rancheras mientras besa a los mariachis. Por supuesto la referencia musical inmediata es la de Juan Gabriel, lo que determina que ensayemos varias canciones entre las que destaca el controvertido tema “todas las mañanas entra por mi ventana el señor sol...”. Después de cuatro kilos de cervezas me quedo pensando que aquí a los gringos no se les ve con recelo lo que no deja de ser un prodigio.
El regreso a El Paso tampoco entraña ningún riesgo (pensé que iba a ser poseído por un perro huele drogas) y la salida a México al día siguiente se lleva a cabo como todas las salidas que se respeten. esto es, a las cinco de la mañana con un frío de los mil demonios.
Al llegar al D.F. me encuentro con una contingencia ambiental a la que modestamente colaboro con la tierra que traigo en las orejas y que -según se me explica- saldrá el día que vaya a ver el otorrinolaringologo...
Evento que nunca ocurrirá.

lunes, 20 de mayo de 2013

Festivales (El Financiero 2004)

En mis tiempos los festivales infantiles se diseñaban bajo un criterio ad hoc. De esta manera el 24 de febrero los niños éramos obligados a desfilar con barba y bigote portando unas banderas hechas para la ocasión que representaban la evolución en el diseño del lábaro patrio. Para esto había que comprar unas estampitas y poner a trabajar a los progenitores en tales menesteres con desiguales resultados, ya que había unas señoras que tenían dotes y otras bastante piedras. Recuerdo que en una ocasión nos tocó fabricar la bandera llamada “doliente de Hidalgo” cuyo diseño rojinegro era enmarcado por una calavera de pirata. Nuestro trabajo –hay que decirlo- fue lamentable ya que parecía en realidad el escudo de los piratas del Atlante (si es que tal equipo existió alguna vez).
Se celebraba también la primavera con niños vestidos de insectos y triciclos de carnaval, en ese momento se aprovechaba para festejar al Benemérito y recitar su famoso apotegma. El 20 de noviembre nos ponían bigotes alacranados y sombreros como los que usaba Speedy González. Los hombres portaban cananas y rifles de madera y las mujeres unos vestidos que solo he vuelto a ver en el espectáculo típico del restaurante Arroyo. En diciembre cantábamos villancicos muy extraños en los que bebían los peces en el río.
Debido a esta tendencia onomástica, no entiendo todavía la razón por la que una vez tuve que bailar hawaiano, mucho menos lo que se festejaba ya que si de eso se trataba hubiera preferido bailar algo más autóctono. El hecho es que mis abnegadas maestras me pidieron que me vistiera con calzones y un paliacate amarrado a la cintura. Me colgaron un collar de crisantemos y así descalzo y vestido como un imbécil, interpreté el controvertido baile: “huki lau” moviendo las manitas y mirando al horizonte con una expresión que es digna de aquel que ha sufrido un ataque comando de cisticercos.
Por supuesto semejantes desfiguros han propiciado muchos enconos entre padres e hijos; el día que vi las fotografías hawaianas y también otras en las que estaba enfundado en un traje de conejo, me decidí a entablar una demanda penal contra los seres que me dieron la vida. Dicha demanda no prosperó.
De todo esto me acordé el otro día que fui a presenciar el festival de la niña María cuyo tema eran “Las bellas artes”. Como en todos los eventos de este tipo se presenta una nube de padres cargados de camaritas y camarotas (la de mi vecino hacía unos close ups que permitían verle las espinillas a la miss de inglés. Acto seguido salieron los infantes a explicarnos cosas como que las bellas artes eran la literatura, la música etcétera.
Para cada bella arte se preparó un numerito pertinente. De esta manera en la música un niño tocó el clarinete y una niña el piano. En el caso de la pintura una niña entrevistadora llegó con un Miguel Ángel rubio y le preguntó acerca de los frescos de la capilla sixtina. Cuatro niños se echaron esa de “Margarita está linda la mar...”, luego para ejemplificar la escultura, un niño robusto se sentó en las piernas de una niña diminuta; era La Piedad, también de Miguel Ángel, asunto que me pareció notable, sin embargo, el momento cumbre se alcanzó cuando mi vástaga apareció en escena para bailar ¡tap!.
Lo anterior es un misterio genético; mis capacidades de baile son las mismas que las de un ropero, mi legítima cuando entra a una pista nomás pone los ojos en blanco y mi hija sin que nadie supiera por qué decidió bailar tap. Un día la vi haciendo evoluciones sobre el piso de la sala y no entendí bien a bien el asunto, hasta que apareció ante 100 personas de bombin y con bastón y unos zapatos que hacen ruido al taconear. Sus evoluciones fueron francamente competentes (los padres siempre sufrimos la angustia íntima de que los hijos propios sean un bodrio) y todo salió como tenía que salir.
Francamente quedé muy orgulloso y admirado de tales capacidades que son muy distintas a las mías (la sola idea de bailar en público me produce escalofríos y sudoraciones en las partes prudentes), así que le pido, querido lector que disculpe esta digresión parental, pero así es esto del amor filial.

viernes, 17 de mayo de 2013

De comida (EL Financiero 1998)

En mis mocedades pasé algunas semanas en una casa de huéspedes inglesa dirigida por la señora Gerdah, una mujer de chonguito y muy mal carácter. Debo agregar que además de ser mi casera, la señora Gerdah, era ligeramente estúpida, ya que me explicó cuántos jabones había en el baño, la forma correcta de conectar un cable pero olvidó avisarme que entre los distinguidos huéspedes de la pensión había uno que tenía una forma maligna de retardo mental. El primer día que bajé a servirme el desayuno sentí que alguien se movía atrás de mí, voltee y envejecí siete años nomás del sustazo que me puso el jovenazo, que en ese momento hacía una kata con los ojos cerrados y a treinta centímetros de mi nuca.
Pero en realidad no quiero hablar hoy del sujeto (que se llamaba Mauro) sino de la comida inglesa que, dicho sea con todo respeto, era una mierda.
Durante años había yo escuchado acerca de la “flema inglesa” pues bien, lo que quiera que significara tal término, seguramente se debía a lo que esta pobre gente come y que consiste esencialmente en entrañas hervidas, cerveza caliente y un té que sabe a cáscara de naranja. Si usted, querido lector, ha tenido la paciencia de seguir esta columna a lo largo de los años se dará cuenta de que mi alma no se anima por ningún sentimiento de nacionalismo y que andar comparando las virtudes nacionales con las de otros países me parece simplemente una forma de demostrar lo imbécil que se puede llegar a ser, sin embargo en el caso culinario la cosa no tiene remedio ya que, efectivamente comparados con otros no salimos tan mal librados.
La comida japonesa se ha puesto de moda entre las huestes elegantes de la sociedad; se considera de mucha vanguardia llegar a un lugar sentarse en una posición completamente antinatural metiendo las espinillas en las ingles y luego usar un par de palitos que son incomodísimos y que deben ser responsables de la tala amazónica ¿para qué? Para comer una serie de cosas que en el mejor de los casos están crudas y meterlas en una salsa amarilla que parece mostaza pero que en realidad provoca la pérdida de la memoria a corto plazo.
La comida árabe está llena de virtudes, quizá la más conspicua es después de una dosis adecuada uno encuentra la verdad de las cosas inmediatamente antes de sufrir una ausencia. Una vez durante un viaje y en medio de la noche egipcia, mi buen amigo Célis se comió medio carnero y una como especie de leche que estaba semicruda, su siguiente recuerdo lúcido fue al despertar en la habitación del hotel rodeado de gente que empezaba a velarlo (en testimonios posteriores dice que vio la luz al final del túnel).
“Por su aspecto los conoceréis” parafraseo al clásico, en el caso de los gringos esta es una verdad del tamaño de una casa, lo primero que uno nota es que de jóvenes su máxima preocupación es la de lucir cuerpos esbeltos y torneados. Desgraciadamente para todos, esta preocupación les dura tres años y luego se vuelven una forma humana de lo que los reposteros conocen tradicionalmente como volován. Esto desde luego, se debe a lo que comen y que consiste esencialmente en una dieta de ocho mil calorías diarias. A los gringos les parece muy atractivo, por ejemplo, echar un kilo de mantequilla en un recipiente para palomitas que alimentaría a Jungapécuaro o comer “nachos” que no son más que totopos sumergidos en una mengambrea de queso y que seguramente son cancerígenos.
En fin mis profundas neurosis culinarias se vieron sorprendidas con la “guajolota” un ingenio gastronómico consistente en meter en una telera un tamal prensado y llevárselo a la boca (lo mismo que si se llevara medio kilo de mastique). Por todo lo anterior he decidido hacerme macrobiótico, cosa que sé que a ustedes (amados lectores) les importa lo mismo que el precio de la papaya maradol.
Comida.

jueves, 16 de mayo de 2013

Cumpleaños (El Financiero 1998)

Durante trescientos sesenta y cuatro días del año, la gente se comporta normalmente. Si se es barrendero se barre la calle, si se es policía hay que robar a los transeúntes y si se es diputado no se hace nada. Sin embargo, llega el día del cumpleaños y todo se altera. Entonces se pone uno sus mejores galas, recibe llamadas de felicitación a partir de las cinco de la mañana de gente que sólo llama ese día y no tiene nada mejor que hacer. Al llegar a la oficina los compañeros cantan el japi berdey tu yu y por la noche se organiza una pachanga con tacos de guisado y cubas libres.
Los ritos asociados al onomástico me parecen una fuente de misterios inescrutables: ¿Quién carajos es el Rey David? ¿Qué demonios hace en "Las mañanitas"? ¿Por qué la gente se pone gorritos? ¿A quién se le ocurrió meter cañas y limas en una piñata?...
La verdad es que no lo sé.
El primer cumpleaños del que tengo memoria terminó muy mal; un servidor (que era el festejado) fue colocado exactamente abajo de la piñata con una venda chapucera que permitía ver absolutamente todo. Los que maniobraban al pajarote (no es una indecencia, esa era la forma de la piñata) quisieron tener una deferencia conmigo y colocaron la piñata en mis narices, le aticé con toda mi alma y logré que un pedazo de olla me diera en la cabeza, cuando me repuse, ya mis amistades, que eran como musarañas, habían acaparado todos los dulces. Mas tarde, el padre de uno de mis amiguitos hizo un papelón terrible al ponerse a recitar "Por qué me quite del vicio" en completo estado de ebriedad. La fiesta terminó cuando estimulado por un incomprensible espíritu científico, me dediqué a fabricar "el gas del huevo podrido", es decir ácido sulfhídrico. Utilicé un juego de química que me habían regalado. Ocupé una hora en rociar la mezcla que había producido sobre todos mis invitados hasta que me estrellé contra una puerta que Luis Javier Manrique había cerrado en su huída. Ese día escupí cachos de lengua.
La gente celebra los cumpleaños de sus hijos de muy diversas maneras; hay los que contratan un mago. El pobre infeliz dedica una hora de su existencia a tratar con un puñado de niños oligofrénicos que le quieren patear los nalgas o descubrirle el truco. Luego viene el pastel y las velitas. Como un signo inequívoco de la estupidez que impera en estos tiempos, se ha adoptado la costumbre de que el festejado le de una mordida al pastel mientras algún bromista le hunde la cabeza, el resultado es que los invitados tienen que comer trozos babeados o con pelos... guácala.
Hay quien decide organizar la fiesta en un parque, para cumplir tal propósito se acordona un area específica con globos y la ruta se llena de indicaciones del tipo "al cumpleaños de Jorgito". La fiesta invariablemente adquiere personalidad cuando el niño Coque rueda por una pendiente de veinticinco metros y termina descalabrado.
Otra variante es la de los salones de fiesta, que normalmente tienen nombres como "Cangurín" o "Chispitas". En ellos, los infantes se meten a albercas llenas de pelotas en las que se suenan entre sí, mientras el resto se suena los mocos con las cortinas.
Las fiestas de adultos son iguales a las de los niños nomás que generalmente los asistentes terminan madreados por el alcohol y no por juegos de química o pendientes endemoniadas. Las bromas que se hacen son invariables: "¿cuántos cumples?", "no van a alcanzar las velas", "tienes (aquí un número de años) de no bañarte" o "uyy, ya no soplas".
En fin, la gente sigue y seguirá festejando los cumpleaños de mil maneras, con velas que no se apagan o con regalos de roperazo. Habrá que aceptarlo o parecer un desadaptado. Es por ello que hoy, día de mi nacimiento, me pondré un gorrito, cantaré como un idiota y seguramente fabricaré el gas del huevo podrido para obtener una venganza largamente esperada

lunes, 13 de mayo de 2013

De intelectuales (El Financiero 2000)

Me imagino que los servicios diplomáticos de todos los países del mundo tienen un librito o un manual en el que se explican las costumbres planetarias y que recomiendan cosas como ver a los ojos de una princesa de Bora Bora que trae los pectorales de fuera, o usar el cuchillo correcto en el baile de los reyes de Bélgica. Me imagino también que en el caso de México hay un apartado así de grande en el que se advierte a reyes, presidentes o primeros ministros que todo aquel que llegue a estas nuestras nacionales tierras, se enfrentará a una serie de ritos ignotos que pueden poner su vida en peligro.
El primero y más conspicuo consiste en calarle al ilustre visitante un sombrero de mariachi ¿para qué? Lo ignoro, como ignoro el destino que tendrá tal atuendo al regreso. El manual debe ilustrar también sobre los niños que van en bola con la banderita visitante, así como de las visitas que se hacen a los sitios menos visitables del mundo, como una fábrica de latas o de mofles de motocicleta. Me imagino, también que el librito de marras advierte sobre la necesidad de usar tapones en los oídos ya que un matracazo a traición es estímulo suficiente para desgraciarle la trompa de Eustaquio al más pintado. Cuando el visitante regresa a su avión se tiene previsto el suero y un destino turístico para reponerse de la faena.
Sin embargo, y aunque usted no lo crea querido lector, el tema de esta semana no es el de las visitas presidenciales, sino de una parte del rito que siempre ha llamado mi atención por bizarro; el de la cita del visitante con los intelectuales. Alguna vez mi padre viajó a Argentina, lo mismo que un centenar de gorrones invitados por el presidente Echeverría, todos ellos tenían un común denominador: eran “intelectuales” (lo pongo así, entre comillas, porque ignoro el significado del término). La mayoría de estos señores, entre los que se contaban varias glorias nacionales hicieron lo que la lógica obligaba y vivieron en completo estado de ebriedad varios días y de regreso se pararon a fayuquear todo lo que pudieron. Digo que era lógico porque yo hubiera hecho lo mismo. Después de todo, ¿qué se esperaba de estos señores? ¿Qué escribieran sonetos o esculpieran estatuas de jueves a domingo? ¿Qué entendieran las relaciones culturales entre ambos pueblos? Lo dicho: pura gorra. El único saldo palpable de tal visita no es una escuela en Buenos Aires que se llame Benito Juárez o un programa establecido de intercambio cultural, sino una televisión portátil que se descompuso quince años después y que le vendimos al ropavejero.
Pero, perdone usted, este tampoco es el tema, lo que quiero discutir es una pregunta simple pero perturbadora: ¿qué carajos es un intelectual? Lo que uno s e imagina de inmediato es que por tal término debe entenderse a un señor que se las sabe de todas todas y que ha destacado en alguna rama artística ¿por qué rama artística? Misterio de nuevo. Dos problemas percibo, el primero es que nadie se describe a sí mismo como “intelectual” ya que no solo suena inmodesto, sino ridículo. La paradoja es que son tan brutos que les encanta que los demás sí los describan de ésa manera. El segundo problema se encuentra en el sistema de acreditación; ¿quién es el que califica al resto dentro de la categoría de “intelectual”? Absolutamente nadie, parecería que tal mérito se obtiene con el paso de los años por lo que nuestra grey del intelecto debe sumar más años que la era Cenozoica, asunto con el que no tengo nada en contra aunque no comparta la idea de que la vejez implica mérito alguno, como no lo implica ser adolescente o de Michoacán.
En fin, propongo que en el siguiente desayuno de intelectuales, nos presentemos, en una acto de sabotaje, todos los que podamos con el fin de obligar a alguien a explicarnos porque los que se están comiendo medio kilo de machaca caben en la definición y nosotros no... Sería buenísimo.

viernes, 10 de mayo de 2013

Madrecitas mexicanas (El Financiero 2003)

Una de las ideas más estremecedoras que se me ocurre es la de quedar embarazado; la sola sensación de que hay algo dentro de mí que va creciendo no me parece romántica ni bella y más bien evoca películas como Alien, en la cual un señor que está cenando cereal se tira en la mesa mientras le da un supiritaco para que, acto seguido, le salga una criatura dientona de en medio de la barriga que pega una carrera para luego merendarse a los tripulantes de la nave uno a uno y como en la canción de los perritos. Los problemas asociados al embarazo no acaban ahí, a las señoras les sale un mostacho como de Pancho Villa y adquieren un humor equivalente al de Atila el Huno, ya en los momentos finales del embarazo las futuras madres empiezan a levitar con la misma gracia que lo hacía el Hindenburg y luego “se les rompe la fuente” anuncio que preludia la salida por un espacio menor al indicado de una nueva criaturita. Solamente por el proceso anterior considero que después de cada parto habría que levantarle un monumento a la pobre infeliz que pasa por ese trance. Lo escalofriante es que ahí no acaba la cosa porque lo que sigue es que a la señora le salgan estrías y que lo senos le rebosen de leche que hay que darle a cada rato al niño. Luego hay que cambiarlo en un acto que haría vomitar a un buitre y dormir tres horas los siguientes cuatro meses cantando cosas como a la ro ro niño. Esos momentos son de paranoias múltiples ya que si el niño entrecierra los ojos se sospecha de epilepsia, si se pone morado de llorar los padres tenderán a pensar lo peor y no hay salida que valga, hasta que se asiste con un pediatra con cara de aburrimiento que nos da palmaditas en la espalda. Se asume, no sé por qué (en realidad si sé) que el papel histórico de la madre es el de cuidar la casa mientras el papá sale a conseguir el sustento, es por ello que la señora durante años además de cocinar chilaquiles, tender camas y lavar los baños, debe hacerse cargo de que los infantes -que para ese momento ya alcanzaron una conducta monstruosa-hagan la tarea o asistan a las actividades que los padres que no saben qué hacer con ellos han diseñado expresamente, como el karate, la natación o la clase de baile típico. Por supuesto cuando la señora llega a los cuarenta años se encuentra en calidad de trapo y muy fregada por el trato recibido. Ese es el momento en que el huevón de su marido se enamora de una jovencita babeante y disuelve el lazo conyugal de la peor manera dejando todo “para buscar una nueva vida”. A mí me causa un enorme asombro que estas historias sean reales y que sigan ocurriendo en pleno siglo XXI y por supuesto me ruboriza la idea de los festejos del 10 de mayo que son la cosa más cursi que conozco aparte de las colecciones de cucharas. A pesar de todos los agravios históricos e histéricos, padres, hijos y esposos se unen el día de la madre para expresar su reconocimiento con formas variadas y anómalas como una comida que se convierte en tumulto en la que ponen a cocinar a la festejada o llegando a las cuatro de la mañana completamente pedos y con mariáchis para dar fe de que madre solo hay una. Luego están los idiotas que dicen que a las madres hay que festejarlas todo el año y otros más idiotas aún que lo que se les ocurre es hacer reportajes acerca de las madres de gente famosa, normalmente viejitas con muy mala pinta que se expresan con mucha dificultad y dicen cosas como “me siento muy orgullosa, fulanito es muy buen hijo”. Lo único que me consuela de esta celebración ocurrió el sábado cuando en un arrebato lírico y juguetón les propuse a mis hijos que uniéramos las manos para felicitar a su madre, el ser que les dio la vida y María frunció el ceño mientras me decía “ay papá no seas cursi”. Respuesta que me pareció perfecta y muy acorde con los nuevos tiempos que vivimos, que en algo tenían que ser mejores ¿no?

miércoles, 8 de mayo de 2013

Manifestaciones (Milenio 2008)

La primera (y desde luego, la última) vez que asistí a una manifestación estaba yo en la facultad y mi nivel de confusión cerebral era tal que no tengo la menor idea de lo que se manifestaba ni qué carajo hacía yo ahí. Éramos un grupo lamentable caminando por las calles de la gran ciudad con cartulinas decoradas con plumón y gritando cosas como “¡Fulanito de tal…amigo, el pueblo está contigo!” o “¡No pasarán!” (lo anterior en función al motivo de la manifestación que podría haber sido la liberación de un señor o el alto a las cuotas, pero como ya expliqué, no lo recuerdo). Los que vivimos en esta muy noble y leal ciudad de México somos seres curtidos en el arte de enfrentar las manifestaciones como los antiguos enfrentaban las siete plagas bíblicas. Va uno muy tranquilo sobre eje central cuando de pronto se aparece una turba comandada por algún luchador social que se interpone entre el auto y su destino mientras empieza a arengar a los manifestantes que normalmente son gente que no tiene la menor idea de lo que hace ahí pero sí la conciencia de que le conviene asistir so pena de perder una lana, una torta o el crédito de una casa. Tengo la impresión de que los motivos de los marchantes han perdido vigor ya que bastan veinte señores y señoras que están muy molestos porque se instalará una gasolinera o porque en su escuela la directora es una arpía para bloquear la lateral de periférico y exigir una solución. El libro de procedimientos gubernamentales es previsible como un meteorito y consiste en pedirle a los quejosos que formen una comisión que dialogará con la autoridad para “analizar el caso”, lo que sigue es una muestra de capote por parte del funcionario correspondiente, una nube de gente insolándose, policías observando el evento con cara de nada y cientos de automovilistas mentando madres.< Las reacciones también son predecibles y de una hueva infinita. Los legisladores dicen que “hay que regular las marchas” y no regulan (seamos castizos) una chingada, los líderes de opinión edulcorados argumentan que “las manifestaciones no deben violar los derechos de terceros” y los resguardatarios de derechos humanos exclaman que “hay que respetar el derecho a la libre manifestación”. El resultado es tan productivo como un encuentro intelectual con Capulina y las manifestaciones se multiplican como los panes, día con día.
Dentro de la tipologías de manifestantes se encuentran varias categorías. Los hay efectistas que arrastran reses hasta una secretaría de Estado para luego sacrificarlas, otros bloquean carreteras, algunos portan machetes y unos más tiene una capacidad logística digna de los boy scout que les permite en diez minutos llegar al zócalo instalar un camping, poner anafres, orinarse en los arriates y pernoctar durante semanas volviéndose parte del paisaje urbano, lo mismo que un pirul. Sin embargo los que me parecen insuperables son los señores y señoras de los cuatrocientos pueblos que comparten costumbres con Wanda Seux, esto es, encuerarse porque pasó la mosca. El espectáculo es notable, porque notable debe ser que uno vaya caminado por avenida de la Reforma a cambiar un cheque cuando al doblar la esquina y de la nada le salga un señor desnudo que quiere la justicia social.
Hace poco el doctor Mondragón y Kalb dijo lo que pensaba y que se resume en la siguiente frase “si de mí dependiera los sacaba a patadas”. De inmediato se produjo la mexicanísima reacción en cadena. “Que se disculpe” dijeron los políticamente correctos “tiene razón” pensaron los políticamente incorrectos y lo que vino después fue el papelón ese de salir al paso y decir cosas como “se me interpretó mal”, que es francamente una salida muy poco digna. El caso es que en esta ciudad vivimos las manifestaciones como un rasgo cotidiano y distintivo. Como no le veo remedio sugiero que nuestras autoridades de turismo, incorporen en sus planitos y rutas el tema de los marchantes explicando que esa gente encuerada, o la que trae machetes, o la que le mienta la madre a las injusticias de la vida, es parte de nuestros usos y costumbres y en consecuencia patrimonio capitalino. De esta manera creo que evitaremos frustraciones ¿o no?

lunes, 6 de mayo de 2013

Memorias futbolísticas (El Financiero 1994)

Cualquier insinuación de que el futbol es un deporte donde veintidós idiotas corretean una pelota, la rechazo enfáticamente ya que implicaría que soy más idiota dado mi gusto por dicho deporte. Desde luego, alucino las alegorías infumables de los psicólogos que sugieren un acto copulatorio entre el delantero y la portería cuya culminación --léase orgasmo-- es el gol. Detesto también, las interpretaciones sociológicas trasnochadas. En una ocasión escuché a un argentino bastante pendejón que me explicó lo siguiente: "en el futbol, el arbitro simboliza la presencia imperialista, los jugadores son las clases explotadas y un enfrentamiento, no es otra cosa que la división de los pueblos latinoamericanos". Luego vino un momento embarazoso porque el anfitrión le preguntó si no creía que el aguador simbolizaba las lágrimas del niñito Jesús y el argentino se enojó. "No hay respeto" dijo. La afición futbolística de nuestro país no deja de sorprenderme por su abnegación; parecería un suicidio que el deporte que más nos apasiona, el que nos vuelve locos, sea el futbol, en el que nuestro país es tan incompetente. El cura Hidalgo, Morelos, los Niños Héroes y Pancho Villa, son héroes mexicanos... todos ellos derrotados. No debemos olvidar que la historia mundialista mexicana está también plagada de desgracias; México recibió el primer gol en la historia de las copas del mundo en 1930. En 1962 un español --al que todo mundo llamó gachupín jijo de la tiznada-- nos anotó en el último minuto. En 1966, don Fernando Marcos se quejó ante el Ser Supremo de nuestro destino manifiesto cuando un tiro mexicano pegó en el poste. En 1978 Túnez (¡ Túnez!) nos aporreó. Quirarte y Servín fallaron en la serie penal contra Alemania en 1986 y luego, en el más glorioso estilo nacional, fuimos castigados por hacer chapuzas en 1990. Después de un empate decepcionante ante Colombia que provocó abucheos y mentadas de madre para nuestra selección, la afición mexicana (cual Marga López perdonando a Arturo de Córdova) se dio cita recientemente para apoyar a México en su juego contra el Ajax. La transmisión resultó fascinante, veamos: El primer hecho insólito consistió en implantar un récord Guinness; un joven explicó que México era un país del que nos debíamos sentir orgullosos ya que poseía cuatro récords y luego puso un ejemplo patético (en Veracrúz, se cocinó un filete de pescado de ochenta metros). Luego al grito de ¡ uno, dos tres! todo mundo sacó sus banderitas y así nomás entramos a la memoria Guinness. Más tarde, un señor que le dicen el burro (ignoro por qué) y su cuate Esteban aparecieron en escena. Este último hizo un chiste lamentable acerca de cuál grupo de aficionados tenía más dinero, apareció el gordo pelón de la cámara "in fraganti" y empezó el juego. El primer tiempo, fatal, las cien mil banderitas se fueron al demonio cuando Petersen nos metió gol. Medio tiempo, los anuncios: sale un caballo jugando futbol. Eduardo Palomo dándole un agarrón a una joven bastante potable mientras come chicles. Una colonia anuncia a los "verdaderos hombres" que son aquellos que se desnudan cuando van a soplarle al carburador. Segundo tiempo. Hermosillo salva al equipo de un abucheo con su gol pero el resultado no convence a nadie. Pasa una semana, esta vez el rival es Estados Unidos, un país que en futbol tiene una potencia equivalente a la de Togo. Para sorpresa de todos, incluidos seguramente los propios gringos, recibimos un contundente uno a cero que determina reacciones encontradas: desde el "son unos inútiles" de mi cónyuge, hasta el huevazo que recibió el chofer del camión que conduce a la selección. Esta sección, que seguirá con atención las incidencias de la copa del Mundo, propone (muy a tiempo) al secretario Serra Puche, que se suspenda la venta de huevos durante un mes. Las gallinas y los jugadores, se lo agradecerán. Palabra.

lunes, 29 de abril de 2013

Los insultos (El Financiero 2002)

La modernidad ha traído enormes cambios en el lenguaje, las palabras que antes eran de uso corriente se han ido difuminando por adjetivos menos sutiles e inequívocos que expresen a cabalidad la ira creciente de los capitalinos. Recuerdo, por ejemplo al Corsario Negro que cuando se enojaba decía cosas como: “voto a bríos” o le asestaba a sus adversarios términos como “insolente” o “miserable” para luego encajarlos con su espadota. También recuerdo las polémicas de nuestros hombres de letras que trataban de lucir muy elegantes cuando en realidad lo que querían era mandar a la tiznada a su interlocutor. Términos como “mequetrefe”, “ganapán” o “perdulario” han perdido el vigor de antaño y habría que reconocer que si alguien los utilizara provocarían pitorreo en el remoto caso del que los recibe entendiera su significado. Lo anterior, desde luego, puede ser entendido como un indicador de la creciente pobreza de recursos lingüísticos en el mundo pero esta idea solo puede ser defendida por el que vive con la permanente impresión de que todo tiempo pasado fue mejor, en lo personal creo que en la medida que una lengua expresa mejor lo que uno quiere expresar sin duda se puede decir que evoluciona y contra ello no puede ni debe haber antídoto. Si alguien por ejemplo quiere expresar su opinión sobre las capacidades del prójimo y le dice “tonto” no provocará más que ternura ya que el insulto en cuestión es hay que decirlo, de salva. En esos casos lo mejor es usar el sólido y moderno “pendejo” que se ha vuelto la forma más natural de adjetivar al que nos da un cerrón o a una nube de personajes públicos que día con día nos dan prueba de su lucidez. Recuerdo que cuando era niño leí un poema de Ernesto Cardenal en el que hablaba de “perros, putas y poetas” y me quedé con una impresión terrible de que palabras tan gordas se pudieran poner en letras de imprenta y más aún que gente respetable las empleara. Por supuesto mi visión estaba troquelada por años d educación, maestras de catecismo y yerbas similares que lo único que lograron fue que entendiera las cosas de la vida tardíamente. Por supuesto hay excepciones a esta nueva oleada de franqueza verbal, la más conspicua es la de la gente que se ha sumado a la ola de lo políticamente correcto que consiste esencialmente en matizar la crudeza de una palabra por medio de otras que evocan lo mismo pero suenan mejor a nuestros modernos oídos. En este caso se trata de no agraviar a gremios selectos por medio de florituras que parten del supuesto de que los nombres originales (por ejemplo “enano”) eran insultos, cosa que es absurda por donde se le quiera ver. En estos tiempos el lenguaje se ha hecho infinitamente más descarnado y crudo cosa que por supuesto no me preocupa en lo más mínimo, siempre he considerado que es un poco idiota que la gente hable de formas diferentes de acuerdo a las circunstancias y que un gran paso se daría si en lugar de querer quedar bien en todo momento, nos ocupáramos de decir las cosas como son. Esto siempre suscita temores, hay buenas conciencias que consideran que esta apertura generará catástrofes varias en las nuevas generaciones (imaginar a mis hijos María y el frijol hablando como hablaban Chaf y Queli), sin embargo esto es pura paranoia asociada a la idea, imbécil en sí misma, de que la calidad de una persona se mide por su parquedad y corrección en el uso del lenguaje. Mentira, hay gente con un uso del lenguaje inapelable que no vale nada y otros como el maestro Juan, carpintero de la colonia donde yo nací que hilvanaba carretadas de peladeces por segundo y era una de las mejores personas que he conocido en mi vida. El caso es que las restricciones no se han ido del todo y como constancia de ello tengo a una señora que comenta la vida de las artistas y que dijo textualmente en su programa de radio: “Fulanita de tal se opero las bubis y las pompas y le quedaron muy en su lugar”. En ese momento sufrí un desmayo del que me repongo ahora para escribir este artículo y mandarle a la dama un diccionario para que comprenda el significado de la castiza palabra “nalgas”.