miércoles, 23 de mayo de 2012

El amor (Reforma 2001)

Constantemente uno recibe expresiones del prójimo que rápidamente encuentran un lugar en el catálogo taxonómico de nuestro juicio. Bajo este principio es que frecuentemente me he encontrado pensando en mis ganas de fusilar a diversas personas. Entre mis candidatos favoritos al pelotón, ocupa un muy destacado lugar el autor (anónimo para mí) de una canción que alguna vez escuché en medio de estremecimientos varios y que decía a la letra: "el amor es un chico pequeño, travieso y risueño, amargo y gruñón". Evidentemente, la estrofa representa las capacidades de un badulaque, pero, ¿qué pasa si buscamos mayor respetabilidad? Los resultados son igualmente desalentadores: "Amor: emoción explorada en filosofía, religión y literatura; se puede tratar del amor romántico, el fraternal o el amor a Dios", dice un texto al que acudo en busca de ayuda y que me deja en las mismas. Desde luego una acción desesperada nos puede remitir a una tarjeta de Sanborn´s o (si queremos navegar en el río de la modernidad) a una felicitación virtual, pero el resultado será el mismo, el amor es "entregarlo todo por el que se ama" (Hallmark dixit). Ese es el problema de las definiciones y su acartonamiento: que no son otra cosa que el cumplimiento de nuestra obsesiva necesidad por establecer límites, por acotar con cercas de alambre al mundo que nos rodea. Sin embargo, es obvio que hay diferencias. Si se nos pide definir una silla, tendríamos que sufrir alguna forma benigna de retardo mental o poseer una capacidad intelectual equivalente a la del badulaque inicial, para no expresar con toda claridad que tal artefacto es un invento humano que permite a la gente doblar las rodillas y recargar los glúteos sobre un cuerpo sólido que cuenta con un respaldo con el fin de descansar, que las hay de diversos materiales y tamaños y que su invento se remonta al siglo fulanito de tal. Pero, ¿y el amor? Se me ha solicitado explorar la relación entre el amor y la ciencia. Parto de una paradoja sin aparente solución; una premisa científica básica es la de precisar inequívocamente el objeto de estudio. "Vamos a estudiar la estructura del ADN", se propusieron Watson y Crick allá por los años 50 y a ello dedicaron su muy valioso tiempo. Sin embargo, al introducir estas líneas he tratado de explicar el berenjenal que significa definir el sentimiento amoroso. Es por ello que el problema adquiere una dimensión que pudiéramos calificar como canija. De cualquier manera considero que algo se puede decir sobre el tema, así es que avanzo procurando no aburrirlo con esta renuncia anticipada. La ciencia, desde el Renacimiento, se propuso una meta y varias formas para alcanzarla. La meta era el progreso entendido como la búsqueda del bienestar común. Las formas son una serie de métodos que se han refinado con los años hasta alcanzar la consistencia de una armadura de tungsteno: medir, repetir, verificar y demostrar en la búsqueda de un concepto enormemente jabonoso: la verdad. Es obvio que este dique tiene flancos; la verdad es una construcción social que se modifica con el paso del tiempo y la adquisición de nuevas convenciones depende en gran medida de un contexto que permita su expresión. Lo que es válido en un momento (aceptar que a Sir Gawain se lo comió un dragón) deja de serlo en la medida que el mundo cambia (la evidencia zoológica de que los dragones no existen y en realidad son el producto de la costumbre de inhalar volátiles por parte de los antiguos). En este sentido, el concepto amoroso ha sufrido modificaciones diametrales desde que el maestro Platón disertó sobre el tema a través de un diálogo cuyo protagonista es Fedro, el único tocayo que conozco. En el Medioevo se crearon leyendas amorosas que idealizaban el adulterio, como la del Rey Arturo, ornamentado por su amigo Lanzarote, y Shakespeare nos legó tragediones que harían palidecer los casos de la vida real que nos ofrece cotidianamente la señora Pinal. Los filósofos también han cortado tela y han definido al amor como una carencia, también como un proceso que se enfrenta dialécticamente con el odio y como una posibilidad sublime de expresar sentimientos hacia otros. Ante estos procesos los hombres de ciencia han guardado siempre un prudente silencio. La aproximación de menor riesgo con la que los científicos han enfrentado al amor es evidentemente paramétrica y basada en indicadores medibles. Los psicólogos reconocen tres emociones básicas: el amor, el miedo y el enojo, y las definen como reacciones ante diversos estímulos que se manifiestan en la forma de cambios fisiológicos, como el aumento de la frecuencia cardiaca, sudoración o alteraciones en la temperatura. Este acercamiento tiene riesgos; en la búsqueda de causalidad, los trabajos científicos modernos han tratado de establecer correlaciones entre variables aparentemente sin conexión alguna. Los anestesistas, por ejemplo, sufren menos ataques cardiacos que el resto de los médicos, según un estudio reciente. De la misma manera se puede hacer una encuesta en un hospital y preguntar a todos los que salen vivos de una peritonitis si están enamorados y, en caso de que la respuesta sea negativa, concluir que un antídoto contra la enfermedad es no dejarse llevar por los tañidos del amor. Asimismo, se puede buscar la zona límbica responsable del amor (que puede ser del tamaño de un chícharo) y tratar de manipularla con el fin de curar lo que los clásicos como Cuco Sánchez llaman "el mal de amores". (Imaginar en este momento a Marco Antonio plagado por electrodos que se conectan a una terminal mientras besa a Cleopatra). Lo mismo que ninguna ciencia puede anticipar el lado de una moneda que quedará sobre el piso al lanzarla debido a la carga multifactorial de este evento, sería muy poco razonable pretender que el amor se explicara debido a razones binarias o simples de aislar. Se vuelve obvio entonces que estamos rozando los límites de lo absurdo, pero ¡atención! El hecho de que neguemos una aproximación de rata de laboratorio hacia los efluvios amorosos no quiere decir que éstos no existan. No se me ocurre que ningún científico razonable niegue el hecho de que el amor está presente en nuestras vidas simplemente porque no se puede aproximar metódicamente a él. De hecho, creo que debemos agradecer estos límites que nos muestran que la ciencia -esa gran dictadora- tiene cotos, y que esos límites nos permiten suponer, para nuestra ventura, que los procesos culturales se pueden imponer a una suerte de determinismo en el cual las cartas por repartir están marcadas. Sería lamentabilísimo tener conciencia de que al nacer seremos evaluados por una robusta enfermera que, después de aplicarnos un proceso de sonda cerebral, concluya que nuestra capacidad de amar será de 0.8, mientras que la de nuestro vecino de cuna es 1.2 y que nada de lo que hagamos por revertir tal destino tendrá resultado (tan grave como asumir que nuestra carga genética nos marca un principio de agresión del cual es imposible sustraernos y es por ello que peleamos en guerras y guerrillas a pesar de nuestros esfuerzos políticamente correctos por alcanzar la paz). El amor ha producido suicidios, guerras, poemas, canciones, esculturas, películas, obras sinfónicas, ensayos, edificios, leyendas, adulterios, crímenes, incestos, locuras y traiciones, pero no a un científico que se aproxime hacia este sentimiento y logre escudriñar en él de tal manera que nos lo muestre tal y como es, lo que no puede sino parecerme perfecto. ¿O no?