domingo, 13 de mayo de 2012

La popularidad (El Financiero 2001)

Existen profesiones intrínsecamente impopulares; no conozco a nadie, por ejemplo que le caigan bien los judiciales y guaruras (por cierto, tampoco conozco a nadie que le caiga bien Jorge G. Castañeda), ni los que permiten la entrada a lo que ahora los jóvenes llaman “antros” (“me fui a un antro” que idiotez). De cualquier manera supongo que en estos casos a los susodichos les importa un pepino lo que la gente opine de ellos lo que nos deja a todos contentos, sin embargo hay otros terrenos públicos en los que la necesidad de caer bien y convencer es el tesoro más preciado. Los plumajes de los políticos cruzan esos pantanos cada vez de manera más conspicua y el asunto entraña ciertos riesgos que me gustaría discutir con usted, querido lector. En el preciso momento en que los tomadores de decisiones tienen la obligación de ser populares en lugar de eficaces la cosa ya valió madre porque entonces de lo que se trata todo es de supeditarse a las encuestas que, como se sabe, reflejan la posición de los mexicanos. El problema es que estos mexicanos son una nube heterogénea entre la que seguramente se cuenta mucha gente imbécil lo que nos lleva a un dilema terrible que por cierto enfrenté hace días con una amiga y para el que, por supuesto no tengo respuesta: imaginemos que hay un señor que es político y dado que no es idiota se percató de que en estos tiempos la forma es el fondo, que una imagen vale más que mil palabras y que de lo que se trata es de tener aceptación pública. Ahora imaginemos a cuatro mexicanos, el primero (1) estudió en el ITAM y es de los que cree que hay que privatizar hasta las tasas de baño, que el gobierno no controla a los revoltosos y que la izquierda está formada por una nube de piojosos. El segundo mexicano (2) es egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y se ha vuelto globalifóbico, no toma Coca Cola y usa camisetas del “Sub”, es firmante activo de todos los desplegados posibles. La tercera mexicana (3) estudió en escuela de monjas, tiene a sus hijos en escuelas privadas (de monjas) y se dedica al tenis y al hogar, le da flojera la política por lo que su principal fuente documental es la revista “Hola”. El cuarto mexicano (4) dejó la escuela, trabaja en una fábrica, está casado con cuatro hijos y es consumidor activo de El libro Vaquero y de Coque Muñiz. Bien, ¿para cuál de estos grupos se gobierna? La respuesta ideal es que para todos, sin embargo esto es profundamente falso, la realidad es que cada acto de gobierno va dirigido a generar el mayor impacto posible. Si un gobernante logra atinarle a los cuatros grupos está del otro lado aunque esto es prácticamente imposible. Tomemos como ejemplo el beso de Fox al anillo del Papa; solo alguien que sea muy ingenuo no advertirá que tal muestra de respeto se planeo con el mismo cuidado que el desembarco en Normandía y que no fue un acto espontáneo. No entiendo el rito cristiano ni sé que significa que un hombre adulto se incline ante otro hombre adulto para besar un anillote de 24 kilates y de hecho es lo de menos (cada quien su vida). Sin embargo, me explican también que el presidente se abanicó en la constitución con tal homenaje. ¿Qué pasaría si llegara a México el líder supremo de una religión oriental al que para manifestarle respeto hay que darle un tope en la cabeza y decir “uca-uca”? ¿Lo haría el presidente? Seguramente no. Lo siguiente que reviso es que la popularidad de Fox subió como la espuma, es decir a la mayoría de los mexicanos (creo que a los grupos 1, 3 y 4 de mi lista anterior) les pareció trivial la demostración y sí muy “fresco y espontáneo” que el presidente no renuncie a sus creencias, lo que demuestra que la apuesta de popularidad fue correcta. Por supuesto los que nos oponemos a estos numeritos somos por lo visto minoría, lo que quiere decir en buen cristiano que estamos fuera de la jugada, el problema es que el asunto no se dirimirá con argumentos sino con el rating en la mano y ante ello anticipo mi rendición.