miércoles, 1 de febrero de 2012

Los Hombres quer dispersó la danza (El Financiero 1990)

Hace poco fue menester que, por razones que no vienen a cuento, reviviera yo los inolvidables momentos de los bailables escolares. Mi sorpresa no fue que recordara lo aprendido, sino que en las escuelas del siglo XXI se siga practicando una costumbre que no puede ser sino execrable.
En la escuela bailábamos porque pasaba la mosca ¿10 de mayo? a bailar ¿15 de septiembre? unos pasitos, y de esa manera registrábamos todas las efemérides del calendario escolar ensayando algo que en aquel momento se veía muy chistoso, pero que ahora descubro era una gran mamadencia.
La maestra de baile era una señora que se sentía Sonia Amelio, para pasar sus cursos había de dos sopas: inscribirse en el bailable que tocara según la fecha, o describir de manera escrita la complejidades del jarabe tapatío. Los más huevones tomábamos la primera ruta, que era la del escarnio, y nos quedábamos después de clase a ensayo. Como la proporción de sexos se sesgaba invariablemente, a las tres compañeras más chaparras les pintaban patilla y bigotes y las ponían a bailar con los hombres. El ensayo se realizaba en la sala de música y era acompañado por una señora que movía el trasero cuando tocaba el piano y que jamás logró que lo que tocaba se pareciera a lo que se supone deberíamos bailar, por lo que fue despedida y cambiamos a discos que hacían tjzzzz al ser reproducidos.
El primer baile de mi vida fue uno que tenía una letra muy extraña: “salió tortuga del arenal, salió preñada de don Pascual”. Varias enseñanzas se desprendían de la letra; la primera, es que el autor desconocía el uso de los artículos ortográficos para escribir, la segunda, es que poseía ciertas dotes zoofílicas que hacían imaginarse a don Pascual haciendo quien sabe que marranadas con una caguama.
El ritmo era cadencioso y los varones salíamos ondeando unos pañuelitos y dando los mismos pasos que uno utiliza cuando se está orinando, el chiste del bailable era mover la cabeza primera hacia atrás y luego despegarla de los hombros como se supone hacen las tortugas... parecíamos pendejos. Los más aventajados pelaban los ojos, el niño Tololón (que pesaba ochenta kilos) al jalar la cabeza mostraba una papada que parecía falda de res, los más brutos simplemente caminábamos. El baile resultó un sonado fracaso y sin embargo, esto no determinó -como se podía haber esperado- el fin de Sonia Amelio; de ninguna manera, terca que era se le ocurrió poner el Huki Lau, una suerte de danza polinesia que ahora sospecho era una broma macabra.
A las niñas las vistieron como hay que vestirse en estos casos, es decir como Olga Breeskin, con unas faldas de tiras y un brasier de florecitas. Para los varones, en cambio, se escogió una indumentaria que la Convención de Ginebra prohibe en su artículo catorce: primero un traje de baño y sobre él un paliacate de florecitas anudado en la cintura. Luego nos pusieron unas coronas de huele de noche y en la oreja algo que no recuerdo si era un clavel o una margarita. Al finalizar nuestro aspecto era similar al de alguien que siente un gran desprecio por el qué dirán.
La trama era simple: éramos unos pescadores que buscábamos el sol y una casa en el horizonte. Para explicar algo tan elemental tuvimos que brincar unos encima de otros, mover las caderas como la princesa Lea y sepultar nuestro ya precario prestigio entre el resto de nuestros compañeros que nunca pasaron un mejor rato.
La experiencia fue tan traumática que tomé la dolorosa decisión de no volver a bailar, cosa que más o menos he cumplido. Es por ello que cuando en una fiesta tocan algo popular y se para la gente impulsada por el resorte de su experiencia estudiantil siento sudores fríos y me escondo debajo de una mesa. Porque no me negará, querido lector que ver bailar a alguien el tilingo lingo es una experiencia perfectamente prescindible en la vida de todo ser humano.
Sin embargo, ese no es el punto, sino que descubrí que en las escuelas todavía existen los bailables, por lo que desde esta humilde tribuna mando mi solidaridad para todos aquellos que en este instante traen un clavel entre los dientes y la mirada perdida.