domingo, 24 de abril de 2011

La Pera (cuento inédito)

¿Qué haces en el hospital? me preguntó Verónica Ducoing
Mi respuesta la desconcertó, le dije que estaba allí por destino laboral, y es cierto, estoy aquí con fracturas múltiples de piernas y brazos y la mandíbula al revés por mi pinche destino...
Nunca pude entender por qué no encontraba trabajos como los de toda la gente. Mi familia siempre se distinguió por su ortodoxia profesional; hay doctores, ingenieros y contadores. Sin embargo yo tomé la decisión de estudiar una carrera que es tan útil como un pelapapas en el Ártico y nunca pasé de perico perro. En Fertimex, por ejemplo, entré recomendado y me colocaron en la Subgerencia de Adquisiciones, allí tenía yo que dar seguimiento a los pedidos de la empresa, desde clips hasta sosa cáustica. Pasaba las horas y los días telefoneando a proveedores que se hacían pendejos y me decían ingeniero. Yo hacía voz de persona importante y preguntaba muy enojado “¿dónde quedó el ácido sulfúrico que la empresa adquirió?” Asunto que no podía sino valerme madres, y como a los proveedores el hecho de que un pelagatos los presionara les valía lo mismo, simplemente colgaban el teléfono.
El ambiente de la oficina era notable; jugábamos ligazos con cáscaras de naranja, un compañero perdió la visión en el ojo derecho a consecuencia de un naranjazo bien dado. A las once de la mañana salíamos en expedición a comer tacos de arroz con huevo a una lonchería cercana. Cada quincena había rifa y tanda y llegaban unas señoras con tapetes en los que traían las joyas de la corona, nomás que para burócratas.. Los viernes todo mundo llevaba sus mejores galas para embriagarse en el bar de Sanborns. Exactamente al año de trabajo presente mi renuncia (me di el taco de poner que era irrevocable) porque no me subían el sueldo. El gerente se puso furioso y dijo que me iba como las sirvientas, adjetivo laboral que nunca comprendí.
Entré entonces como maestro al Instituto Educativo Olinca, que era una escuela de niños caguengues. Allí duré un poco más y hasta me mandaron de gorra a Oregon para que cuidara a unos infantes en viaje de intercambio en el que, por cierto, uno de ellos rodó treinta metros en la nieve. Mis grupos eran de cuarenta escuincles llevados de la mala, muchos de ellos psicópatas en potencia que se creían noruegos y sangraban de la boca si decían “tortilla”.
A los tres años me corrieron por incompetente ("no vamos a necesitar sus servicios" eufemizaron) y consistentes con su esquema mercantil, basado conceptualmente en influencias porfiristas, me ofrecieron la mitad de lo que correspondía por ley, estipendio que acepté porque no era cosa de ponerse a discutir. Entré luego de mesero a una crepería, la dueña era idéntica a Scarlet O' Hara, no en lo buenota, sino por sus valores relativos a la esclavitud, mi fracaso en el medio restaurantero se debió a los cuates, que eran unos patanes y vivían haciendo papelazos en el restaurante.
Cuando todo parecía indicar que iba a terminar mis días demostrando Amway, se presentó el primo Rafa y me convenció de aceptar un empleo en la Escuela de manejo Del Valle. No lo dudé ni un instante y me presenté a las pruebas.
En el examen de admisión me preguntaron cosas como: ¿qué hace usted cuando ve la luz amarilla? o ¿Cuál es la velocidad permitida en zona escolar? a) 80 km/h; b) 90 km/h; c) 15 km/h.
El primer día de trabajo aún lo recuerdo entre escalofríos. Había que sentarse en la parte derecha de un Chevelle del precámbrico y esperar a que el cliente (generalmente un adolescente oligofrénico) se subiera al coche para empezar la instrucción. Mi única defensa era un pedal de freno que desgasté en los primeros diez minutos de lección. Decidí llevar a mis pupilos al estacionamiento del Estadio Olímpico. La primera clase terminó cuando atropellamos un señor que estaba lavando su carro y que gracias al impacto en el hueso ilíaco no pudo corretearnos. Por supuesto presenté mi renuncia en el momento que regresamos a la escuela, pero fui lo suficientemente estúpido para dejarme convencer. Allí sellé mi suerte.
Empecé a perder pelo, los párpados me temblaban y bajé diez kilos. Uno de mis alumnos se metió a Gabriel Mancera en sentido contrario y no nos llevó un camión por obra y gracia del Santo Niño de la Suerte, del que me hice fiel devoto. Un día llegó el Sr. Hernández y dijo:
Guillén, le toca una especial y se fue muerto de risa.
La especial era una broma macabra que consistía en sacar a carretera a los estudiantes más aventajados. Ante mi natural recelo me explicaron que en carretera era mucho más fácil manejar, que no había carros, etcétera.
Mi alumna se llamaba Elvirita y tenía 77 años:
¿No está nervioso maestro? preguntó
Debí haber dicho que me estaba cagando, que esa pregunta la debía hacer yo y muchas cosas más, sin embargo ni siquiera le contesté.
Enfilamos hacia la carretera a Cuernavaca. Elvirita platicando y yo en estado cataléptico. Por el monumento a Morelos sugerí tímidamente que regresáramos.
¡De ninguna manera!-- contestó Elvirita, le prometí a mi esposo que le iba a traer tierrita de Cuernavaca.
Cuando íbamos bajando hacia La Pera, Elvirita decidió frenar con motor que era lo que le habían enseñado en la escuela. El problema es que por un incomprensible misterio didáctico nadie le explicó que dicha maniobra no puede realizarse en carros con velocidades automáticas por lo que al jalar la palanca hizo mierda la caja que empezó a traquetear horrible.
Probablemente debido a los nervios producidos por el ruido o a la alteración que le provocaron mis gritos, Elvirita decidió jalar el freno de mano que por supuesto se hizo pedazos. Cuando probé a frenar con mi pedal el carro siguió avanzando.
Toda mi vida transcurrió en un instante ante mis ojos, me arrepentí de lo cometido, de lo que no y encomendé mi alma a la gracia del Creador, Elvirita empezó a gritar de una forma horrible y cerró los ojos en el preciso momento que entrábamos a la Pera a 140 kilómetros por hora. El impacto con la barda nos mandó hacia la parte lateral de la carretera, donde nos clavamos en un monte de tierrita de Cuernavaca que estaba allí para construir no sé que mierdas. Lo último que alcancé a ver es a Elvirita preguntándome si no estaba lastimado.
Llevo tres semanas tomando la comida en popote y haciendo pipí en un pato que trae una enfermera que me pregunta si tengo lleno mi riñoncito. El cuarto está lleno de flores que mandó Elvirita.
Lo dicho... destino laboral.