viernes, 30 de diciembre de 2011

Antología e intelectuales (El Financiero 2008)

Hace ya varios años Malú Huacuja me mandó un correo en el que me pedía la autorización para publicar un texto de mi autoría en una página que ella había desarrollado y se llamaba “antilibros”. Seguramente, querido lector, usted se ha de estar preguntado ¿y eso a mí qué me importa? Sin embargo el asunto viene a cuento porque aquel artículo daba cuenta de una polémica que yo no entendía entre un señor que es crítico y se llama Christopher Domínguez y otro que no lo es, pero estaba muy molesto de nombre Víctor Manuel Mendiola.
Dado que no tengo el gusto de conocer a ninguno de los dos, gocé de envidiable neutralidad para cronicar la madriza que se pusieron a resultas de algo que Domínguez había publicado y que a Mendiola no le agradó. Hace unos días, en un ejercicio muy similar al del cometa Halley, la polémica regresó intacta y la he observado con cierta fascinación ya que me parece ilustra mucho del vodevil intelectual mexicano.
Los escritores en México tienen una cierta alma de prima donnas que los convierte en seres muy sensibles a los chingadazos y muy entusiastas ante los elogios. Andan en grupos y se les puede reconocer porque comen en cantinas, siempre traen un libro bajo el brazo, usan barba y se ríen de cosas que solo ellos entienden como: “¿Viste que le negaron al beca a fulanito…es un escritor muy menor, jaja”. Los escritores mexicanos viven marginalmente de lo que escriben y sustantivamente de alguna chamba editorial, una beca oportuna o un hueso en el gobierno corrigiendo discursos de políticos imbéciles. Se identifican a sí mismos por generaciones “pertenezco a la generación XXX” lo cuál es una pendejada ya que yo, por ejemplo soy de la generación del 59 y no se me ocurre andarlo repitiendo.
Otra característica distintiva de este noble gremio y que es la que destaco en esta colaboración, se relaciona con su tendencia a agruparse en clanes que son enemigos y se viven mentando la madre. El hecho de que hace años ya se haya gestado una disputa, que los argumentos sean más o menos idénticos y que los protagonistas sean los mismos, da cuenta de este peculiar fenómeno.
Veamos, todo empieza porque Mendiola le manda decir a Domínguez desde el periódico El Universal que su trabajo “Diccionario crítico de la literatura mexicana 1955-2005” no sirve para nada, que puso a puros cuates y desechó a otros de más valía, que el Fondo de Cultura Económica metió la pata y puso en tela de juicio su prestigio etcétera. Acto seguido Guillermo Samperio publica en las páginas de El Financiero una carta a la directora del Fondo en la que acusa a Domínguez de muchas cosas y argumenta, palabras más palabras menos, que si el texto se hubiera publicado en Alemania, Inglaterra o Austria (¿Austria?) a Domínguez “lo hubieran metido a la cárcel o lo hubieran expulsado del país” (imaginar a Domínguez expulsado del país.
El crítico defenesatrado sale en su propia defensa y responde que en principio el publicó a los autores que le gustan, es decir, los que le dan la gana y que ello no tiene nada de malo, como tampoco lo es que vuelva a usar textos ya utilizados. Además dice que el número de páginas dedicadas a cada autor no son sinónimos de su valía lo que por lo menos para mí no es tan claro.
La coda de este interesantísimo fenómeno la aporta la señorita Eve Gil, que descarga otro cañonazo hacia Domínguez mandándole decir que se deje de asumir como la “máxima autoridad de las letras del siglo XX” (imaginar, en este caso, a Domínguez en su papel de máxima autoridad) y la cosa sigue.
Sobre todo el desmadre anterior debo decir que estoy confuso pero, paradójicamente, cada vez entiendo más. Como en este país nadie está nunca contento (muy particularmente los escritores) sugiero una antología total de la literatura mexicana en donde quepa hasta yo. Habrá quien diga que es un ejercicio poco riguroso y seguramente las quejas serán de las glorias que no quieren verse al lado de pelagatos, pero seguramente evitaría la tinta invertida en estos menesteres….que es mucha tinta.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Arre borriquito (El Financiero 1996)

En el momento que usted, querido lector, revise estas líneas, seguramente estará envolviendo un triciclo, sacándole las tripas al pavo, a través de una operación que me parece repugnante, o poniéndose una almohada en la barriga y barbas sintéticas para espantar a los niños en la noche. Efectivamente, la Navidad es una fecha en la que se toman iniciativas inéditas y en la que se nos desordenan las entendederas de una manera escalofriante (como el día que un invitado de mi padre se orinó en la azaleas del jardín). La ortodoxia sugiere reunirse con la familia alrededor de una mesa, cantar la letanía, comer uvas y tragarse las semillas además de brindar por todo lo bueno que este año ha traído, asunto que me parece perfecto. Sin embargo, los días navideños tienen algunos componentes definitivamente execrables que son los que quisiera revisar en esta columna de Nochebuena.

Una de las primeras perversiones navideñas es la de salir a comprar regalos; nuestro ánimo obsequioso sale a flote y entonces nos metemos a tiendas que huelen a cloaca de pollo de tanta gente que las visita. Las empleadas están con un humor que se mastica y los visitantes metiéndose a madrazos en el elevador o echándole el coche a la viejitas en el estacionamiento para evitar las colas. Ahí es menester decidir el regalo ad hoc para cada uno de nuestros seres queridos, y entonces empiezan los problemas, porque la posibilidad de atinarle al presente correcto es prácticamente nula: ¿que el tío Pancho es tan bruto que nunca ha leído un libro?, pues la Divina Comedia, que servirá para nivelar una mesa, o como martillo en casos extremos; ¿que Juanito tiene alma científica?: un juego de química que tendrá el efecto de dejarlo sin tres dedos el día que quiera fabricar el gas del huevo podrido; la tía Paca será alérgica al suéter de Chiconcuac, y el disco de gaita asturiana para el primo Enrique será escuchado por primera vez cuando un antropólogo del 2057 lo rescate de un armario.

Otra malignidad de estas fiestas consiste en la quema de cohetes; darle cohetes a un niño refleja no sólo que el papá sea un idiota, sino entraña los mismos riesgos que ofrecerle un negocito a Raúl Salinas ya que los infantes seguramente encontrarán divertido atar al perro y destriparlo con una paloma de cuatro pesos, o aventarle cohetes en las nalgas a la gente que va pasando por la calle. El ejemplo más notable de esta manía tuve el privilegio de observarlo en la casa de unos amigos, cuando el árbol de Navidad ardió en llamas en una suerte de mini-incendio forestal.

El tercer problema se centra en los abrazos: uno da más abrazos que el líder del PRI en gira. Ahí va uno por la vida estrechando a la gente que le cae gorda como si uno la quisiera mucho y diciendo frases como "hermano, lo mejor para ti y para los tuyos". El riesgo es encontrarse a tipos que creen que si aprietan más fuerte será mejor, y entonces uno tiene que apretar las corvas y tensar los huesos (igual que en el excusado) para evitar que le desvíen la cuarta lumbar. Horrible.

La última gran perversión se centra en la música: por alguna razón que no acierto a comprender los compositores de música navideña manejan en su universo lírico conceptos como burritos, pastorcitos, pesebres y vírgenes lavándose. Ello --que ya representa un problema-- se agrava si consideramos que la programación musical de los centros comerciales, de los coros de capita y pandereta de los niños en edad escolar, no cuentan con más opciones por lo que después de dos días uno quiere que los pinches peces no beban en el río y que los reyes magos lleguen de una buena vez a Belén.

En fin, me hago cargo de que toda estas derivaciones de la Navidad no dejarán de ocurrir sólo porque a un servidor le parezcan lo que le parecen. Es por ello que más que andar regañando a la gente simplemente deseo que todo salga como debe salir y que usted no se embriague vergonzosamente esa noche. Felicidades.