lunes, 29 de agosto de 2011

Interceptores (El Financiero 1995)

La primera evidencia que tuve respecto a las consecuencias de que un acto privado se convirtiera en público se manifestó a través de la presencia del niño José Antonio Villegas (a) “El Tololón” ante mí: “que andas diciendo que soy bien pendejo” --gritó. Yo -que efectivamente ( y con muchos fundamentos) había formulado la aseveración- negué todo vergonzosamente. Entonces fui furioso con el niño culpable de la indiscreción y ante mi reclamo contestó: “Psí, pero es que es bien pendejo”.
Cosas de la privacía.
La voracidad de los nuevos comunicófagos (cuando escribo comunicófago, pienso en una gorda con las patas en una palangana con agua caliente leyendo el Hola) ha producido respuestas un tanto cuanto perversas de reporteros y fotógrafos que se trepan a malacates, compran cámaras capaces de enfocar el escroto de una rana a tres kilómetros o se disfrazan de meseros para fotografiarle las nalgas a una princesa o retratarla en el momento que se deja querer por un hombre que no es su esposo (pero que sí la quiere). Al respecto, Julio Scherer en su libro Estos años advierte: “Me parece que hay alevosía en el periodismo que fotografió desnudas a Jaqueline Kennedy y a la princesa Diana, pero ése también es nuestro oficio. Hombres y mujeres con ascendencia en su tiempo, atraídas multitudes por su personalidad deslumbrante, son dueños de una influencia decisiva sobre millones de personas y han de atenerse a reglas tácitas o exponerse a violentas contrariedades. Si una mujer como Jaqueline, que dictó la moda a la élite de la mitad del mundo, quiere broncearse en el jardín de su casas, que se tienda en bikini o se atenga al riesgo de la fotografía a gran distancia”. Hasta aquí la cita de Scherer. Con el debido respeto (o sin él) me parece que don Julio está profundamente equivocado; si ése es el oficio periodístico, pues vaya oficio de porquería. ¿O resulta que es correcto espiar con fines periodísticos pero no con fines policíacos? La verdad es que no lo sé, pero ¿qué le queda a un personaje público si no es caminar encuerado en su casa comiéndose un galleta de animalitos o llamar a quien le dé la gana y pendejearlo si le da la gana?
Este rollo tiene que ver, por supuesto, con la reciente transmisión televisiva de la grabación de una charla telefónica entre José Antonio García y un señor que es funcionario de los Gallos Blancos, un equipo de futbol que con ese nombre merece ser lo malo que es. Al parecer hubo leperadas terribles (“qué boquita”, comentó institucional la madre superiora Paty Chapoy en su gustado programa Ventaneando). Los argumentos de Televisión Azteca han resultado patéticos; comparar el hecho de un tipo hablando por teléfono (eso sí, con majaderías) con el asesinato público de campesinos en Aguas Blancas es la obra de un idiota, pero en fin, entre idiotas te veas. Sin embargo, los ejercicios espirituales a los que me he sometido recientemente y la lectura del método Silva de Control Mental me indican que en este asunto, como en todos, puedo estar equivocado, es por ello que ofrezco una serie de sugerencias para los espías de la intimidad ¡úsenlas! Nada pasará.
-- Retratar a José Ramón Fernández en el baño de su casa.
-- Exponer a algún funcionario de Televisión Azteca involucrado en prácticas sexuales sadomasoquistas.
-- Poner un micrófono en la Secretaría de Gobernación (machetazo a caballo de espadas) y denunciar si algún funcionario emite la palabra cabrón para referirse a sus cuates.
-- Poner una cámara fija en la revista Proceso y determinar si alguno de sus destacados articulistas se hurga entre los dedos de los pies cuando nadie lo ve..
Por supuesto, esta no es una defensa pública de José Antonio García, después de todo, el tipo me parece nefastísimo. Se trata en realidad de sacar la cara por algunos derechos que cada día se diluyen más en beneficio de viejas y viejos fodongos que encuentran en el Hola y en Paty Chapoy a sus paradigmas informativos, lo que aquí entre nos, es una pena..

viernes, 19 de agosto de 2011

De títulos y profesiones (El Financiero 1998)

El otro día estaba yo muy sentadito y en estado de coma oyendo una plática en un lugar público cuando escuché algo que me regresó a este mundo: de cada mil estudiantes que ingresan a la primaria, sólo doce obtienen un título profesional. ¿Por qué? Supongo que hay respuestas obvias como la de que muchos estudiantes no pueden continuar por la necesidad imperativa de encontrar trabajo. Sin embargo, no estoy pensando en ellos al escribir este artículo, sino en todos los que logran acabar la carrera y nunca se titulan. En esos casos -descartando por supuesto a los que son huevones legítimos- el asunto es de procedimiento. Veamos un ejemplo concretito.
Cuando acabé la carrera emprendí un viaje de juventud en el que además de conocer mundo, el suceso más notable fue el de un negro que intentó besarme en la noche de Navidad. A mi regreso me embarqué en la aventura de la (pinche) tesis, evento del que todavía no me repongo.
Dos eran las variables que hicieron el asunto diabólico; la primera es que yo era un muchacho bastante huevón que pasaba las tardes lamentándose de no avanzar en su trabajo, la segunda variable era mi asesor: un señor que no tenía pelos en la lengua y era más estricto que el señor Scrooge. Yo le entregaba cada solsticio una versión y el me la devolvía llena de rayones que me deprimían un mes. Una vez me lo encontré en el cine y me escondí atrás de una butaca para no darle la cara.
Finalmente terminé y entonces inicié los trámites administrativos que son tan sencillos como el funcionamiento del motor stearling. Lo primero era agarrar a cinco incautos que: a) quisieran leer la tesis; b) la corrigieran; c) firmaran 214 copias y d) tuvieran el suficiente humor para ir al examen. Desde luego no fue fácil pero finalmente lo logré. El siguiente paso era que las autoridades universitarias hicieran mi revisión de estudios. Por algún misterio que debe tener que ver con el sindicato, el trámite duraba dos meses... y dos meses duró. En la constancia mi nombre estaba incorrectamente escrito por lo que hubo que esperar otros veinte días a que el estúpido que creía que me llamaba Pedro, pusiera una F en lugar de la P.
Luego se les perdió la foto de mi certificado de secundaria, en consecuencia tuve que regresar a la escuela, saludar a los maestros que yo había visto jovenazos y ya eran unos viejitos llenos de recuerdos, como el del día que el maestro de Radio se tragó un diente, y llevar una fotografía reciente por lo que en el documento oficial resultante se hizo constar que terminé la secundaria a los quince años y como prueba de ello se agregó la imagen de un hombre de bigote y pelón.
El siguiente trámite fue más sencillo, simplemente tenía que ir a las bibliotecas, central y de mi facultad, a pedir un vale de no adeudo de libros. Digo que era sencillo porque la única vez que visité ambos recintos fue para pedir dichos documentos.
Luego, hubo que mandar a imprimir la tesis. Fui a República del Salvador que era más barato y encargué veinte ejemplares, de los cuales hubo que entregar uno a cada sinodal, uno a las bibliotecas y uno a todo aquel inocente que se dejara. Era muy divertido encontrar a la gente en la calle y preguntar ¿qué te pareció la tesis?.
El último trago amargo fue el examen al que se presentaron los sinodales, me hicieron preguntas que ellos consideraban interesantes y yo causales de infarto. Tiré la pantalla donde proyectaba mis transparencias y me fui a mi casa a festejar.
¿Que se titulan doce estudiantes de cada mil? Pues el asunto no cambiará si los criterios universitarios no entienden que los egresados van por un papelito y no a ganar la batalla de Guadalcanal. He dicho (por segunda vez).

martes, 16 de agosto de 2011

Memorias de un automovilista (El Financiero 2002)

Aprendí a manejar en una especie de batimovil que poseía el autor de mis días y cuya palanca de velocidades se encontraba pegada al volante. Cuando se avizoraba una vuelta, era necesario empezar a virar a mitad de la cuadra para que la maniobra surtiera efecto. Un día el joven Fabián se trepó en el cofre mientras yo avanzaba lentamente. Este es el momento de advertir que mi amigo pesaba lo mismo que el coche y es por esta razón que su volumen obstruyó mi visión lo que provocó que me diera de frente con un auto que había dado la vuelta. Fabián salió volando como una especie de acróbata gordo con el limpiador en la mano y cayó al piso en una escena que solo he vuelto a observar en Sea World cuando los cachalotes salían de la piscina. Fue mi primer accidente.
Con el paso del tiempo me di cuenta que no bastaba con aprender a manejar competentemente si uno ejercía esta actividad en esta muy noble y leal ciudad de México. No, en realidad se trataba de adquirir las mañas chilangas ya que un automovilista respetuoso de las normas viales es tan común en esta ciudad como el pulque en Reykiavik y en muchos de los casos pasa por idiota o ingenuo. Pongamos un ejemplo, todos los días para llegar a mi trabajo debo detenerme en el semáforo que se encuentra en el inicio de Constituyentes y el circuito interior, enfrente de unos puestos de flores y de la estatua de un señor que contempla impasible la nada. Por algún misterio la gente considera muy normal pasarse este alto si no vienen coches por la otra calle asunto que a mí me pone muy nervioso porque por la zona circulan unos camionsotes así de grandes. En todos los casos decido respetar la luz roja y esperar que me corresponda pasar, lo que sigue es que todos los conductores que tuvieron la mala pata de ponerse detrás de mí decidan mentarme la madre, metan reversa, pasen a mi lado y griten cosas como: “pendejo, estorbo o baboso”. Un servidor, curtido en el insulto nomás se queda pensando en quién nos enseña estas mañas a los chilangos y en general al pueblo mexicano.
Mi segundo ejemplo lo vivo al dejar el trabajo en la misma calle de Constituyentes. Cada tarde salgo por una puerta que da a esta avenida mientras los autos que la atraviesan pasan algo así como hechos la chingada hasta que se pone la luz roja de un semáforo. Los coches empiezan a frenar hasta que no tienen más remedio que bloquear mi acceso, por supuesto a nadie se le ocurre frenar para que yo pueda cruzar la avenida. Ello me ha llevado a la terrible disyuntiva diaria de tener que echar lámina para abrirme paso. No sé si la gente es imbécil y no advierte que ellos ya no pueden seguir adelante o si piensan que dejarme pasar es un acto que los convierte en más imbéciles porque al realizar la maniobra vuelvo a recibir una carretada de insultos.
Otra variante de estas disfunciones ciudadanas tiene que ver con las colas de autos que esperan salir de una gran avenida. Normalmente en este caso lo que ocurre es que queda un hueco en un carril que avanza inexorablemente hacia algún obstáculo por lo que nadie utiliza esa vía hasta que un taxista cabrón la utiliza para ganar tiempo y meterse a huevo en la línea de los que estaban esperando. Todas estas experiencias se aderezan por la nube de idiotas que consideran el claxon como una forma de incrementar la velocidad vial, de los microbuseros que manejan sus unidades por toda la ciudad como Atila manejaba a los hunos, por los guaruras que echan lámina y fusca en el peor de los casos para que uno los deje pasar. En fin, no parece haber ningún remedio para resolver estas psicopatías por lo que hay que entrenar a los infantes para que salgan a la calle preparados como el mariscal Montgomery para la batalla de El Alamein, hay que enseñarlos a gritar peladeces, hacer señas y no dejarse de nadie ya que con este sencillo principio no parecerán mutantes en una ciudad de locos.

viernes, 5 de agosto de 2011

De intelectuales (El Financiero 2000)

Me imagino que los servicios diplomáticos de todos los países del mundo tienen un librito o un manual en el que se explican las costumbres planetarias y que recomiendan cosas como ver a los ojos de una princesa de Bora Bora que trae los pectorales de fuera, o usar el cuchillo correcto en el baile de los reyes de Bélgica. Me imagino también que en el caso de México hay un apartado así de grande en el que se advierte a reyes, presidentes o primeros ministros que todo aquel que llegue a estas nuestras nacionales tierras, se enfrentará a una serie de ritos ignotos que pueden poner su vida en peligro.
El primero y más conspicuo consiste en calarle al ilustre visitante un sombrero de mariachi ¿para qué? Lo ignoro, como ignoro el destino que tendrá tal atuendo al regreso. El manual debe ilustrar también sobre los niños que van en bola con la banderita visitante, así como de las visitas que se hacen a los sitios menos visitables del mundo, como una fábrica de latas o de mofles de motocicleta. Me imagino, también que el librito de marras advierte sobre la necesidad de usar tapones en los oídos ya que un matracazo a traición es estímulo suficiente para desgraciarle la trompa de Eustaquio al más pintado. Cuando el visitante regresa a su avión se tiene previsto el suero y un destino turístico para reponerse de la faena.
Sin embargo, y aunque usted no lo crea querido lector, el tema de esta semana no es el de las visitas presidenciales, sino de una parte del rito que siempre ha llamado mi atención por bizarro; el de la cita del visitante con los intelectuales. Alguna vez mi padre viajó a Argentina, lo mismo que un centenar de gorrones invitados por el presidente Echeverría, todos ellos tenían un común denominador: eran “intelectuales” (lo pongo así, entre comillas, porque ignoro el significado del término). La mayoría de estos señores, entre los que se contaban varias glorias nacionales hicieron lo que la lógica obligaba y vivieron en completo estado de ebriedad varios días y de regreso se pararon a fayuquear todo lo que pudieron. Digo que era lógico porque yo hubiera hecho lo mismo. Después de todo, ¿qué se esperaba de estos señores? ¿Qué escribieran sonetos o esculpieran estatuas de jueves a domingo? ¿Qué entendieran las relaciones culturales entre ambos pueblos? Lo dicho: pura gorra. El único saldo palpable de tal visita no es una escuela en Buenos Aires que se llame Benito Juárez o un programa establecido de intercambio cultural, sino una televisión portátil que se descompuso quince años después y que le vendimos al ropavejero.
Pero, perdone usted, este tampoco es el tema, lo que quiero discutir es una pregunta simple pero perturbadora: ¿qué carajos es un intelectual? Lo que uno s e imagina de inmediato es que por tal término debe entenderse a un señor que se las sabe de todas todas y que ha destacado en alguna rama artística ¿por qué rama artística? Misterio de nuevo. Dos problemas percibo, el primero es que nadie se describe a sí mismo como “intelectual” ya que no solo suena inmodesto, sino ridículo. La paradoja es que son tan brutos que les encanta que los demás sí los describan de ésa manera. El segundo problema se encuentra en el sistema de acreditación; ¿quién es el que califica al resto dentro de la categoría de “intelectual”? Absolutamente nadie, parecería que tal mérito se obtiene con el paso de los años por lo que nuestra grey del intelecto debe sumar más años que la era Cenozoica, asunto con el que no tengo nada en contra aunque no comparta la idea de que la vejez implica mérito alguno, como no lo implica ser adolescente o de Michoacán.
En fin, propongo que en el siguiente desayuno de intelectuales, nos presentemos, en una acto de sabotaje, todos los que podamos con el fin de obligar a alguien a explicarnos porque los que se están comiendo medio kilo de machaca caben en la definición y nosotros no... Sería buenísimo.