viernes, 29 de abril de 2011

El mexicano al volante (El Financiero 1995)

Hace algunos días subí a un taxi. El chofer se veía muy amable y me hizo la pregunta de rutina: ¿ ya a descansar, joven? Cuando iniciaba mi respuesta, el taxista, una especie de mister Hyde al volante, se transformó en el doctor Jekyll y gritó con cierta vulgaridad: ¡ Pus pásale, vieja guanga! El destino de su insulto, una viejita en vocho que no se enteró de nada, nos rebasó. El chofer volteó hacia mí, emprendió un guiño de complicidad y dijo: "Pinches viejas". La experiencia anterior me dejó reflexionando sobre la posible razón que explique por qué se nos desmadran las entendederas de manera tal.

Los capitalinos conducimos muy diversos tipos de vehículos: cochesotes, cochecitos, taxis y camiones. Los tripulantes pueden ser viejitas (como la guanga), burócratas que van al trabajo, o pithencatropus en peseros; todos sin ninguna excepción tenemos la perdularia tendencia a enloquecer detrás del volante. Por alguna razón, que seguramente tiene que ver con la humillación sufrida por nuestros antepasados tenochcas, pensamos que el que se deja rebasar es puto, que aquel que cede el paso se ha vuelto loco o que el que se detiene para dejar pasar un poliomielítico merece un bocinazo con mentada de madre. ¿ Quién lo entiende? Ensayemos un análisis de la fauna automovilística y las mañas que la determinan.

Los oligarcas jóvenes.-- Los tristemente célebres júnior son jóvenes muy jóvenes que manejan sus coches a velocidades supersónicas; cuando se enojan manejan más rápido y son tan brutos que no se han dado cuenta que en nuestra ciudad el promedio de velocidad es de 20 kph. De todas maneras le recortan la suspensión a los coches, usan guantes y utilizan la palanca de velocidades como Thor usaba su martillo. Consideran que la distancia adecuada para tomar el volante es de dos metros y esto determina que para dar una vuelta necesiten hacer una contorsión de circo. Cuando chocan le hablan a su papá.

Los oligarcas viejitos.-- Les encanta leer el periódico, así no se dan cuenta de las atrocidades cometidas por su chofer. A veces les da por hacer llamadas telefónicas (¿ Jaime?... estoy aquí en el Periférico), y cuando reciben un soplo de juventud se compran un Corvette y salen a pasear con cachuchita.

Los peseros.-- Ya muchos zoólogos se han encargado de tratar de descifrar el comportamiento de estos animales. Les gusta jugar carreras por el carril de en medio; algunos especialistas han reportado que pueden cerrarse sobre un coche en menos de un segundo y que si chocan les vale madre. Consideran el concepto « atrás » como un espacio en el que siempre hay lugar, y se asume que los trastornos conductuales que sufren son consecuencia de la música que oyen.

Las tías.-- Todo mundo tiene una tía que maneja. Se trepa al coche, sume la nariz en el parabrisas y trata de enfocar el camino con sus lentes de fondo de botella. Cuando va a dar vuelta a la derecha saca la mano a la izquierda. Por algún misterio del azar su coche (un Plymouth 59) se mantiene intacto, mientras detrás de ella queda una cauda de desastres.

El lumpen degenerativo.-- Son los que con una bailarina encuerada en el retrovisor y la virgencita de Guadalupe en la parte de atrás se dejan ir como Lanzarote del Lago. Andan en grupo y frecuentemente llevan un objeto que disminuye su visibilidad, como un excusado o kilo y medio de varilla. Tienen la costumbre de negar cualquier responsabilidad ante un incidente en la vía pública.

Los materialistas.-- El problema con los camioneros es que seguramente nadie les ha explicado que, de acuerdo con la segunda ley de Newton, un vehículo que desplaza tres toneladas necesita cien metros para dar un frenazo. Lo averiguan cuando dejan como charamusca el coche de algún incauto. Entonces bajan todos los tripulantes (los que van en la caja suelen ir desnudos) y le echan montón a la víctima. Ni modo.

Lo único bueno del asunto es que nuestra imbecilidad para manejar es democrática y esto determina la posibilidad de encuentros entre las clases sociales... en la esquina de Copilco y Universidad.

domingo, 24 de abril de 2011

La Pera (cuento inédito)

¿Qué haces en el hospital? me preguntó Verónica Ducoing
Mi respuesta la desconcertó, le dije que estaba allí por destino laboral, y es cierto, estoy aquí con fracturas múltiples de piernas y brazos y la mandíbula al revés por mi pinche destino...
Nunca pude entender por qué no encontraba trabajos como los de toda la gente. Mi familia siempre se distinguió por su ortodoxia profesional; hay doctores, ingenieros y contadores. Sin embargo yo tomé la decisión de estudiar una carrera que es tan útil como un pelapapas en el Ártico y nunca pasé de perico perro. En Fertimex, por ejemplo, entré recomendado y me colocaron en la Subgerencia de Adquisiciones, allí tenía yo que dar seguimiento a los pedidos de la empresa, desde clips hasta sosa cáustica. Pasaba las horas y los días telefoneando a proveedores que se hacían pendejos y me decían ingeniero. Yo hacía voz de persona importante y preguntaba muy enojado “¿dónde quedó el ácido sulfúrico que la empresa adquirió?” Asunto que no podía sino valerme madres, y como a los proveedores el hecho de que un pelagatos los presionara les valía lo mismo, simplemente colgaban el teléfono.
El ambiente de la oficina era notable; jugábamos ligazos con cáscaras de naranja, un compañero perdió la visión en el ojo derecho a consecuencia de un naranjazo bien dado. A las once de la mañana salíamos en expedición a comer tacos de arroz con huevo a una lonchería cercana. Cada quincena había rifa y tanda y llegaban unas señoras con tapetes en los que traían las joyas de la corona, nomás que para burócratas.. Los viernes todo mundo llevaba sus mejores galas para embriagarse en el bar de Sanborns. Exactamente al año de trabajo presente mi renuncia (me di el taco de poner que era irrevocable) porque no me subían el sueldo. El gerente se puso furioso y dijo que me iba como las sirvientas, adjetivo laboral que nunca comprendí.
Entré entonces como maestro al Instituto Educativo Olinca, que era una escuela de niños caguengues. Allí duré un poco más y hasta me mandaron de gorra a Oregon para que cuidara a unos infantes en viaje de intercambio en el que, por cierto, uno de ellos rodó treinta metros en la nieve. Mis grupos eran de cuarenta escuincles llevados de la mala, muchos de ellos psicópatas en potencia que se creían noruegos y sangraban de la boca si decían “tortilla”.
A los tres años me corrieron por incompetente ("no vamos a necesitar sus servicios" eufemizaron) y consistentes con su esquema mercantil, basado conceptualmente en influencias porfiristas, me ofrecieron la mitad de lo que correspondía por ley, estipendio que acepté porque no era cosa de ponerse a discutir. Entré luego de mesero a una crepería, la dueña era idéntica a Scarlet O' Hara, no en lo buenota, sino por sus valores relativos a la esclavitud, mi fracaso en el medio restaurantero se debió a los cuates, que eran unos patanes y vivían haciendo papelazos en el restaurante.
Cuando todo parecía indicar que iba a terminar mis días demostrando Amway, se presentó el primo Rafa y me convenció de aceptar un empleo en la Escuela de manejo Del Valle. No lo dudé ni un instante y me presenté a las pruebas.
En el examen de admisión me preguntaron cosas como: ¿qué hace usted cuando ve la luz amarilla? o ¿Cuál es la velocidad permitida en zona escolar? a) 80 km/h; b) 90 km/h; c) 15 km/h.
El primer día de trabajo aún lo recuerdo entre escalofríos. Había que sentarse en la parte derecha de un Chevelle del precámbrico y esperar a que el cliente (generalmente un adolescente oligofrénico) se subiera al coche para empezar la instrucción. Mi única defensa era un pedal de freno que desgasté en los primeros diez minutos de lección. Decidí llevar a mis pupilos al estacionamiento del Estadio Olímpico. La primera clase terminó cuando atropellamos un señor que estaba lavando su carro y que gracias al impacto en el hueso ilíaco no pudo corretearnos. Por supuesto presenté mi renuncia en el momento que regresamos a la escuela, pero fui lo suficientemente estúpido para dejarme convencer. Allí sellé mi suerte.
Empecé a perder pelo, los párpados me temblaban y bajé diez kilos. Uno de mis alumnos se metió a Gabriel Mancera en sentido contrario y no nos llevó un camión por obra y gracia del Santo Niño de la Suerte, del que me hice fiel devoto. Un día llegó el Sr. Hernández y dijo:
Guillén, le toca una especial y se fue muerto de risa.
La especial era una broma macabra que consistía en sacar a carretera a los estudiantes más aventajados. Ante mi natural recelo me explicaron que en carretera era mucho más fácil manejar, que no había carros, etcétera.
Mi alumna se llamaba Elvirita y tenía 77 años:
¿No está nervioso maestro? preguntó
Debí haber dicho que me estaba cagando, que esa pregunta la debía hacer yo y muchas cosas más, sin embargo ni siquiera le contesté.
Enfilamos hacia la carretera a Cuernavaca. Elvirita platicando y yo en estado cataléptico. Por el monumento a Morelos sugerí tímidamente que regresáramos.
¡De ninguna manera!-- contestó Elvirita, le prometí a mi esposo que le iba a traer tierrita de Cuernavaca.
Cuando íbamos bajando hacia La Pera, Elvirita decidió frenar con motor que era lo que le habían enseñado en la escuela. El problema es que por un incomprensible misterio didáctico nadie le explicó que dicha maniobra no puede realizarse en carros con velocidades automáticas por lo que al jalar la palanca hizo mierda la caja que empezó a traquetear horrible.
Probablemente debido a los nervios producidos por el ruido o a la alteración que le provocaron mis gritos, Elvirita decidió jalar el freno de mano que por supuesto se hizo pedazos. Cuando probé a frenar con mi pedal el carro siguió avanzando.
Toda mi vida transcurrió en un instante ante mis ojos, me arrepentí de lo cometido, de lo que no y encomendé mi alma a la gracia del Creador, Elvirita empezó a gritar de una forma horrible y cerró los ojos en el preciso momento que entrábamos a la Pera a 140 kilómetros por hora. El impacto con la barda nos mandó hacia la parte lateral de la carretera, donde nos clavamos en un monte de tierrita de Cuernavaca que estaba allí para construir no sé que mierdas. Lo último que alcancé a ver es a Elvirita preguntándome si no estaba lastimado.
Llevo tres semanas tomando la comida en popote y haciendo pipí en un pato que trae una enfermera que me pregunta si tengo lleno mi riñoncito. El cuarto está lleno de flores que mandó Elvirita.
Lo dicho... destino laboral.

jueves, 14 de abril de 2011

De editores (El Financiero, 1998)

"Nada es más sencillo que publicar un libro" me dijo una vez el queridísimo Tito Monterroso mientras yo comía unos huevos motuleños en el Sanborn's de San Angel. Recuerdo que asentí cortesmente pero por dentro me quedé pensando que la perspectiva de un escritor reconocido no es desde luego la misma que la de un pelagatos.
Y el pelagatos era yo.
El primer paso en la publicación de un libro es probablemente el más fácil; el aspirante a escritor se sienta frente a su computadora (si es tonto dirá que él sólo puede escribir con pluma negra) y se enfrentará a la hoja en blanco (si es tonto dirá que la sensación le produce angustia). Acto seguido empleará ocho meses de su tiempo en producir su primera obra. Este es un momento peligroso ya que todos los familiares y amigos del literato tendrán que soplarse la lectura de veinte cuartillas por sesión, asunto que determina la desacreditación social del autor el cuál se convierte en una especie de apestado al que la gente le huye como se le huye al tifo.
El siguiente paso consiste en tomar el texto y llevarlo a una editorial para ver si les interesa publicarlo. Este es un proceso canijo ya que si uno no es el Balzac mexicano o cuate del editor o autor de consejos de superación para pendejos la cosa va a estar en chino.
También existen accidentes a los que yo llamaría coyunturales. Una vez, por ejemplo, me dirigí a la editorial Joaquín Mortíz a dejar un texto, la editora, una joven muy simpática recibió mi libro mientras me veía con una mirada muy rara. Salí francamente mosqueado y me fui a ver en el espejo del baño. Traía un mocazo en el bigote; "este moco" pensé "arruinará mi carrera literaria".
La oficina de un editor siempre es amplia y confortable, su atuendo nos revela que es dueño de grandes responsabilidades y de ninguna manera un burócrata-lee-libros. El procedimiento a seguir es invariable: el editor agradece al escritor que haya elegido esa casa editorial, ofrece un café y promete una respuesta pronta. Al salir de la oficina el escritor se siente William Faulkner y se va a celebrar.
Y empieza el calvario.
Por algún misterio que tiene que ver con el don de la ubicuidad, el editor -una persona que siempre estaba en su oficina en las horas en que la gente normal está en la oficina- no aparece por ningún lado. O no regresa de comer o fue a presentar un libro o está en la Martinica o no le da la gana contestar el teléfono. Esta última explicación la infiere el escritor después de cuatro meses y cuando ya le da vergüenza estar enchinchando a la secretaria del editor.
El siguiente paso lo anticiparía un idiota; la respuesta del editor, cuando alguien pueda localizarlo, debería ser: "tu propuesta es interesante pero por el momento no tenemos presupuesto, quizá después". Pues bien, aunque parezca increíble, el editor (quizá porque es gente sádica o su mamá le pegaba de chiquito o simplemente le da vergüenza decir que no) anuncia que el texto se publicará (nomás que no dicen cuando). El escritor se vuelve a sentir William Faulkner y se va a celebrar por segunda vez.
Y pasan los años.
Desde el momento en que Tito Monterroso me dijo lo que me dijo y el día de hoy han pasado más de tres años. La única evidencia de que el par de libros que escribí serán publicados (como ofrecieron sus editores hace tres años) se encuentra en la Catedral Metropolitana en la forma de una veladora que le puse al Santo Niño Tarcisio... A ver si pega.
Solo quedan dos explicaciones o Tito Monterroso estaba equivocado o soy un bodrio. Por pura autoestima prefiero pensar en la primera opción. Sin embargo no todo es tan malo; el jueves firmé un contrato editorial y la editora prometió que por lo menos contestará el teléfono cuando la llame... Qué ya es decir.

sábado, 9 de abril de 2011

Diario de viaje

Para ir a El Paso, Texas hay que tener un motivo y yo lo tenía, así que salí de la oficina y tomé rumbo al aeropuerto. Por supuesto, el vuelo demorado, lo que me permitió observar zoológicamente a la gente que va y viene por los pasillos. Lo primero que queda claro es que los toques de elegancia asociados con los viajeros antiguos se han perdido en lo inmenso de la modernidad. El viajero antiguo, se preparaba para subir al avión como se prepararía un noble para recibir la orden del baño. Ahora, con un poco de suerte se pueden ver adolescentes semidesnudos cargando tablas de surf, señoras en brasier y tipos que a juzgar por su aspecto sólo pueden ser considerados idiotas.
El vuelo es como todos; con azafatas buenísimas que en su esfuerzo bilingüe preguntan ¿quiere un pollitou? El avión llega a Dallas, ciudad con cierto renombre gracias a (el orden es estricto) sus Vaqueros, un albur pendejísimo y John Fitzgerald Kennedy, que murió asesinado en una de sus calles. La sala de American Airlines es un monumento a la megalomanía gringa. Desembarco en la puerta 12 y debo tomar el avión de conexión en la 37. Bien, la distancia entre ambos accesos es equivalente a la que recorren los del maratón del Usumacinta. La caminata se adereza con la necesidad de concentrar los sentidos para evitar ser atropellado por unos cochecitos piloteados por negros que van gritando “pííí-pííí”. Por fin en la puerta 37 y el estoconazo; donde debe decir El Paso, se lee Baltimore. Pregunto y resulta que el vuelo está demorado. Es el momento destinado a una cerveza corona que cuesta la terrenal suma de $ 3. 50 dls.
Trepo al nuevo avión en el que, por cierto, hay teléfonos de AT&T en el respaldo de los asientos. En el preciso momento que elevo mis pensamientos al creador reflexionando sobre la imbecilidad del hecho, observo a una vieja gorda que lee acetatos y descuelga el auricular.
Dios mío.
La llegada a El Paso inicia con terribles augurios, al llamar al hotel por medio de una línea directa, me encuentro con que no saben quien soy, no tengo reservación y lo que es peor... les vale madre. Me recomiendan que espere a la camioneta del hotel y eso hago. Misma pregunta, misma respuesta. Soy buscado por todas las posibles derivaciones de mi apellido. También ensayamos con Pedro y Cedro (esta última iniciativa de la recepcionista). Finalmente aparezco bajo el nombre de Carrrlos.
El cuarto es amplio y tiene una tele de 40 canales lo que representa el paraíso para un teleadicto como yo. Observo A David Letterman pitorrearse de Wesley Snipes y luego leo un buen trozo de Cabrera Infante. Después de todo ¿No estoy en las entrañas del monstruo capitalista?
En el desayuno conozco a los que serán mis compañeros durante un par de días para discutir asuntos de la frontera norte. Pido un jugo de naranja en el preciso instante que se discute acerca de la federalización mexicana y mejor me callo la boca porque de esas cosas no sé. La reunión será en el Parque Nacional de el Chamizal, situado exactamente frente al Río Bravo. En el parque hay un museo que relata -creo que objetivamente- las putizas infinitas que se dieron nuestros compatriotas con los gringos por la posesión de esa zona. No discutiré aquí los detalles de las pláticas. Lo que si diré es que en el momento que un señor de 4 metros llamado Bill Sontag iniciaba su discurso, se manifestó la furia de los elementos en la forma de un vientazo al que el Servicio Meteorológico Estadounidense le puso nombre más tarde. Cuando salimos a comer ya la ciudad se había convertido en el epicentro de una tormenta de arena cuyos vientos alcanzaron 120 kph que tumbaron casas y mató a cuatro gentes. La empanizada que nos dimos fue soberbia. Al abrir la boca se tragaba arena y los bomberos que había en la calle quedaron como cucarachas de panadería. Antes de que se declarara la emergencia llegamos a un restaurante (mexicano por supuesto) y este es el momento de decir que además de dichos establecimientos, El Paso tiene lotes de carros y tintorerías lo que lo ubica íntegramente dentro de la categoría de ciudad horrible.
Después de comer al hotel que por algún misterio que tiene que ver con la ley de Ohm era el único lugar del estado de Texas que no tenía luz. El lobby parecía una barraca de refugiados con velas y gente en el piso. Todos los vuelos se habían cancelado. Intenté llamar a México pero la operadora y yo rompimos el puente de la comunicación entre los pueblos cuando ella dijo algo que interpreté como “su llamada a Tegucigalpa está lista”.
Fuimos a un bar, en la barra una prostituta que podría concursar limpiamente en señorita México, revisaba el lugar con cara de fastidio. Tomó un teléfono celular y luego salió a buscar amores en medio de la tormenta ante la mirada babeante de los parroquianos. Los bares gringos son todos iguales: una televisión de 6 metros, un cantinero chistosón y juegos de pinball para borrachos.
Al día siguiente y después de la reunión recorrimos el parque, es bonito tiene un buen museo y un “tiatrote” en palabras de nuestra guía. Casi todo está destinado a explicar la chinga implícita en trazar la frontera utilizando el Río Bravo como marcador ya que de pronto el río desviaba su curso y dejaba en calzones a algún compatriota. El arreglo consistió en marcar su curso con concreto y firmar un tratado en 1963 que nos devolvió una pequeñísima parte del territorio tomado por los gringos en el siglo pasado.
Por la noche a Ciudad Juárez. El paso por la frontera es catorce veces más simple que el de la caseta de Atlacomulco. La ciudad es diferente a su vecina norteamericana; se respira un ambiente de desmadre muy nacional. Entramos a un restaurante y tuve el raro privilegio de observar como la mejor sociedad juarense canta canciones rancheras mientras besa a los mariachis. Por supuesto la referencia musical inmediata es la de Juan Gabriel, lo que determina que ensayemos varias canciones entre las que destaca el controvertido tema “todas las mañanas entra por mi ventana el señor sol...”. Después de cuatro kilos de cervezas me quedo pensando que aquí a los gringos no se les ve con recelo lo que no deja de ser un prodigio.
El regreso a El Paso tampoco entraña ningún riesgo (pensé que iba a ser poseído por un perro huele drogas) y la salida a México al día siguiente se lleva a cabo como todas las salidas que se respeten. esto es, a las cinco de la mañana con un frío de los mil demonios.
Al llegar al D.F. me encuentro con una contingencia ambiental a la que modestamente colaboro con la tierra que traigo en las orejas y que -según se me explica- saldrá el día que vaya a ver el otorrinolaringologo...
Evento que nunca ocurrirá.

sábado, 2 de abril de 2011

Cumpleaños (El Financiero 1998)

Durante trescientos sesenta y cuatro días del año, la gente se comporta normalmente. Si se es barrendero se barre la calle, si se es policía hay que robar a los transeúntes y si se es diputado no se hace nada. Sin embargo, llega el día del cumpleaños y todo se altera. Entonces se pone uno sus mejores galas, recibe llamadas de felicitación a partir de las cinco de la mañana de gente que sólo llama ese día y no tiene nada mejor que hacer. Al llegar a la oficina los compañeros cantan el japi berdey tu yu y por la noche se organiza una pachanga con tacos de guisado y cubas libres.
Los ritos asociados al onomástico me parecen una fuente de misterios inescrutables: ¿Quién carajos es el Rey David? ¿Qué demonios hace en "Las mañanitas"? ¿Por qué la gente se pone gorritos? ¿A quién se le ocurrió meter cañas y limas en una piñata?...
La verdad es que no lo sé.
El primer cumpleaños del que tengo memoria terminó muy mal; un servidor (que era el festejado) fue colocado exactamente abajo de la piñata con una venda chapucera que permitía ver absolutamente todo. Los que maniobraban al pajarote (no es una indecencia, esa era la forma de la piñata) quisieron tener una deferencia conmigo y colocaron la piñata en mis narices, le aticé con toda mi alma y logré que un pedazo de olla me diera en la cabeza, cuando me repuse, ya mis amistades, que eran como musarañas, habían acaparado todos los dulces. Mas tarde, el padre de uno de mis amiguitos hizo un papelón terrible al ponerse a recitar "Por qué me quite del vicio" en completo estado de ebriedad. La fiesta terminó cuando estimulado por un incomprensible espíritu científico, me dediqué a fabricar "el gas del huevo podrido", es decir ácido sulfhídrico. Utilicé un juego de química que me habían regalado. Ocupé una hora en rociar la mezcla que había producido sobre todos mis invitados hasta que me estrellé contra una puerta que Luis Javier Manrique había cerrado en su huída. Ese día escupí cachos de lengua.
La gente celebra los cumpleaños de sus hijos de muy diversas maneras; hay los que contratan un mago. El pobre infeliz dedica una hora de su existencia a tratar con un puñado de niños oligofrénicos que le quieren patear los nalgas o descubrirle el truco. Luego viene el pastel y las velitas. Como un signo inequívoco de la estupidez que impera en estos tiempos, se ha adoptado la costumbre de que el festejado le de una mordida al pastel mientras algún bromista le hunde la cabeza, el resultado es que los invitados tienen que comer trozos babeados o con pelos... guácala.
Hay quien decide organizar la fiesta en un parque, para cumplir tal propósito se acordona un area específica con globos y la ruta se llena de indicaciones del tipo "al cumpleaños de Jorgito". La fiesta invariablemente adquiere personalidad cuando el niño Coque rueda por una pendiente de veinticinco metros y termina descalabrado.
Otra variante es la de los salones de fiesta, que normalmente tienen nombres como "Cangurín" o "Chispitas". En ellos, los infantes se meten a albercas llenas de pelotas en las que se suenan entre sí, mientras el resto se suena los mocos con las cortinas.
Las fiestas de adultos son iguales a las de los niños nomás que generalmente los asistentes terminan madreados por el alcohol y no por juegos de química o pendientes endemoniadas. Las bromas que se hacen son invariables: "¿cuántos cumples?", "no van a alcanzar las velas", "tienes (aquí un número de años) de no bañarte" o "uyy, ya no soplas".
En fin, la gente sigue y seguirá festejando los cumpleaños de mil maneras, con velas que no se apagan o con regalos de roperazo. Habrá que aceptarlo o parecer un desadaptado. Es por ello que hoy, día de mi nacimiento, me pondré un gorrito, cantaré como un idiota y seguramente fabricaré el gas del huevo podrido para obtener una venganza largamente esperada