viernes, 25 de febrero de 2011

Crónica de mi fraude a la Nación (Nexos 1994)

Todo empezó con el viaje a Cuba. “No es tan caro”, decíamos, “cosa de tomarse una semana”. Nuestros amigos libertarios hablaban de “acercarse a la Revolución, conocer la realidad cubana”, etc. Hasta allí todo bien, sin embargo había un pero... mi cartilla.
A los dieciocho terminé la preparatoria y mi amigo Paco Rodríguez, que se iba a Europa, me invitó a viajar con él. Como no tenía cartilla, hice lo que todo joven de mi edad y posibilidades hacía: la obtuve chueca. El trámite fue truculento y se hizo por medio de un amigo de Paulina Lara apodado “el Pulga”.
–No te preocupes –decía el día anterior a la salida, cuando el único documento oficial que tenía era mi certificado de primaria.
Por uno de esos milagros que siembran dudas espirituales, todo se arregló y pude irme. Pero allí no paró la cosa, ya que la cartilla hay que resellarla (visar dicen los militares) cada diez años. Por supuesto, dado el procedimiento irregular que había seguido, decidí qué solo un arrebato de idiotez temprana me llevaría a cumplir el trámite. Hice algunos viajes y, en el último, al pasar por migración me pidieron el resello.
–No sale joven –dijo el funcionario de bigotito.
Cabe aclarar que iba yo cuidando siete niños de diez años con rumbo a Oregon y que quince minutos antes me había despedido de sus padres diciéndoles que todo iba a salir bien.
Me hinqué en el cajón del inspector, lloré y lo jalé de los pantalones. Finalmente se compadeció y me dejó pasar, pero advirtió:
–Reselle su cartilla.
Ahora, con la perspectiva cubana, las palabras del de bigotito retumbaban en mis oídos. Como yo había decidido no pasar nunca por un trago tan amargo otra vez, hice de tripas corazón y fui a la Defensa Nacional en un acto evidente de idiotez temprana. Recuerdo que al ver mi cartilla el militar encargado levantó la mirada y movió la cabeza de un lado a otro, “Listo”, pensé, “ya valió madre”. Pedí permiso para hablar por teléfono, le avisé a mi esposa y cuando regresé fui escoltado por dos soldados hasta un galerón donde el Sargento X me dijo que la cartilla era falsa, que ya ni chingaba, que eso era muy grave, etc. Acepté inmediatamente mi culpa, lo que tuvo un efecto positivo: “Lo felicito por su valor civil, no lo vuelva a repetir”, dijo mientras rompía la hojita de la liberación. “Vaya en febrero a reclutamiento y no se preocupe, a su edad ya no marcha”, añadió.
Cuando les conté a mis amigos la noticia, pasaron del desternillamiento a las palmaditas en el lomo, lo que francamente me dejó muy preocupado.
Luego entendí por qué.
En febrero me presenté en la alberca olímpica a recibir el estoconazo; tenía que estar el primer sábado de marzo en el Campo Militar número uno a las siete de la mañana con pantalón azul, zapato negro y camiseta blanca. La víspera no pude dormir pensando que formaba parte del 28 regimiento blindado.
Ahí estaba yo, con mis treinta años a cuestas, en medio de dos mil reclutas, cantando el himno nacional a las 7:15 de la mañana con un frío de pastorela, maldiciendo con toda mi alma el viaje a Cuba. Regresamos al regimiento y nos repartieron boinas verdes con una falta de tino envidiable. A nadie le quedaban, algunos se la encasquetaban hasta las sienes, parecían panaderos; otros eran tan cabezones que no lograban ajustar las cachuchas más allá de la coronilla, ésos recordaban a las colegialas de escuela de monjas.
Nos dividieron por escuadrones, los vejetes a la reserva. Aquí –dije para mis adentros– nos van a decir que podemos irnos y que regresemos en diciembre. Nada más equivocado. Liberaron a los anticipados que se fueron muertos de risa.
El resto del día fue una modesta prefiguración del infierno. Nos formaron para ins¬trucción, la cual se componía de tres modalidades, todas ellas con el sol a plomo:
a) El sargento explicaba qué es el honor, la lealtad o el patriotismo, conceptos que se fusilaba de un manual y que nos hacía repetir durante quince minutos:
–A ver tú, gordo, qué es el patriotismo.
–Entregarlo todo por nuestra patria –contestaba uno.
El sargento se daba por satisfecho y buscaba otro sustentante, le repetía la pregunta, se repetía la respuesta, etcétera.
b) Otro sargento nos formaba y nos instruía acerca del paso redoblado, el flanco derecho o la media vuelta. Como el campo era de tierra, al marchar levantábamos un terregal que nos dejaba escupiendo adobe.
c) La más diabólica de las tres opciones era la última, que con¬sistía en hacernos trotar a paso veloz durante media hora cantando canciones como hacen los gringos. Todo aquel que conozca el metabolismo humano sabe que correr y cantar son eventos incompatibles que al forzarse a convivir logran el prodigio de que se escupa la pleura a los tres kilómetros.
A las 10:30 y hasta las 11 se servían las tortas de queso de puerco sin rasurar, era el único momento en que nos podíamos sentar. A dos que se estaban aventando los llamaron al frente y los hicieron cachetearse, después del soplamocos, tenían que repetir: “Ja ja, no me dolió”.
Me deprimí.
Cuando llegué a mi casa tenía el aspecto de alguien que ha caminado desde Laredo sin parar.
Cada semana era terrible. A la altura del miércoles comenzaba la depresión, el viernes me ponía de un humor de los demonios y el sábado después de la milicia, que terminaba a la una, me iba a dormir y no despertaba hasta las 10 de la noche.
Dos factores contribuyeron a empeorar notablemente las cosas. Primero, el gobierno anunció a mediados de año que la cartilla no era ya necesaria para salir del país. El segundo factor fue de orden logístico, en junio nos repartieron unos mosquetes de 5 Kg. con los que había que marchar por los terregales. Cuando disparamos quedé sordo.
Había soldados razonablemente amigables, sin embargo otros eran estilo West Point, es decir, llevados de la mala vida, le hablaban a uno de cerca escupiendo en la cara o en la nuca y tenían una especial proclividad por las lagartijas, con la desventaja de que éramos los reclutas los encargados de ejecutarlas porque pasaba la mosca.
Aquello duró un año, al final nos llevaron al Campo Marte y a uno por uno nos repartieron las cartillas liberadas. Nunca he vuelto a ser tan feliz.
El 27 de diciembre salí para La Habana, en el avión iba yo recordando la canción del regimiento: “Mi mamá me lo decía, hijo no te hagas soldado, porque marchan noche y día”. Por supuesto, tenía razón.

jueves, 17 de febrero de 2011

Los talibanes sexuales (El Financiero 2001)

En mi cuadro de honor particular se encuentra Raúl Trejo Delarbre, un periodista que se ha encargado sistemáticamente de llamar nuestra atención sobre los vicios y excesos de los medios. Raúl -una de las plumas más equilibradas y lúcidas del periodismo nacional- es director de Etcétera, una revista que se especializa justamente en el análisis mediático y colaborador del periódico Crónica (que, por cierto, frecuentemente cae en los vicios que el propio Trejo ha señalado y que identifica al PRD como el causante de todos los males posibles y de otros que están por inventarse). Hace unos días Raúl escribió un artículo titulado “Los talibanes totonacas” donde da cuenta de las exigencias de un señor de nombre Guillermo Bustamante que evidentemente sufre una forma benigna de retardo mental y se ostenta como Presidente de la Unión Nacional de Padres de Familia, agrupación que ignoro a quién representa (yo soy padre de familia y ni inhalando volátiles solicitaría mi afiliación) pero que tiene la capacidad de cuando en cuando de hacer señalamientos que son en sí mismos lecciones de historia ya que nos remiten irremisiblemente a la alta edad media. En pocas palabras (o en muchas no lo sé) el señor Bustamante ha señalado que el libro de ciencias naturales de quinto grado de primaria es: “genitalista, reduccionista y promotor de conductas antinaturales”, además de que implica: “un lenguaje subliminal” para la promoción de “conductas homosexuales”. Desde luego Raúl –que es un caballero- simplemente expresa su rechazo a tales posturas pero yo –que no lo soy- quiero aportar mi visión de las cosas.
Lo primero que diré es que respiro por la herida; en 1993 fui uno de los autores del programa de ciencias naturales para la primaria que tanto molesta a don Guillermo y además, soy, como consta en la página legal, revisor del libro de marras. Recuerdo que cuando analicé el texto me pareció adecuado y pertinente y nunca se me ocurrió (porque no soy tonto) entrar en digresiones acerca de los “mensajes subliminales” ocultos por ahí. Una de las láminas que molestan al señor Bustamante se encuentra en la página 101 y muestra a dos chavos bañándose, en el pie de la ilustración se lee: “el niño de la izquierda tiene el pene circuncidado y el de la derecha no”. Me imagino que en ese momento el señor Bustamante entró en coma ya que en su diccionario personal (o en el de la Asociación que tan dignamente dirige) el pene debe llamarse: “vergüenza”, “parte noble” o de plano “pirinola”. Uno analiza la ilustración (horrorosa, por cierto) y, efectivamente el niño de la izquierda se está enjabonando la cabeza mientras que el de la derecha hace lo propio con su cuello. El primer punto es que a menos que la gente que se bañe en las mismas regaderas sea causalmente homosexual, no me imagino en qué estaría pensando el señor Bustamante mientras veía la ilustración (miento, sí me imagino).
En segundo lugar, nuestro buen amigo se dedicó con el tiempo y paciencia suficientes a contar que en todo el libro existen 25 referencias genitales. Si la vida me diera el mismo tiempo podría apostar que la palabra azúcar aparece 30 y ello no significa que los dueños de los ingenios quieran pervertir mentes infantiles para captar futuros consumidores. Los argumentos ofrecidos son de ese calibre y uno debería reírse de no ser por la escalofriante declaración de que el Secretario de Educación “fue muy receptivo”. Desde luego se entiende que un señor tan importante no puede decirle a un grupo de gentes que lo visitan que son un puñado de badulaques, pero sí puede y debe establecer una posición que permita intuir que tales demandas son tan sensatas como la de que los gringos nos devuelvan el Alta California.
Me parece señor Bustamante que ha equivocado el tiro; un libro que promoviera conductas antinaturales sería aquel que estimulara en los niños el deseo de trabajar con Pati Chapoy o que les permitiera disfrutar de Barney el dinosaurio que vive en nuestra mente o peor aún… que los orillara a ser miembros de la Asociación nacional de Padres de Familia, institución que en su propaganda podría expresar: nos respaldan diez siglos de experiencia cuidando a las familias del mundo.

jueves, 3 de febrero de 2011

Catálogo de terror (El Financiero 1996)

Hace algunas noches, estaba yo dormido como un bendito, cuando de pronto y sin preverlo, me desperté entre sudoraciones de tenor gordo y, después de un estremecimiento, me di cuenta que había soñado algo que me hizo buscar en la sección amarilla la palabra “psicoanalista”: mi evocación onírica se refería a un anuncio del chocolate Express en el que la protagonista era una ratita de nombre Cuqui. En el sueño yo era uno de los ratoncitos que formaban la prole de la rata y cantaba una canción. El asunto –además de dejarme ligeramente angustiado- me sirvió para recrear algunas escenas de las que he sido testigo y que considero pertenecen a una colección siniestra que hoy, como si fuera el día de muertos, compartiré con usted, queridísimo lector:
La primera escena negra es la siguiente: Julie Andrews, vestida como empleada de helados Holanda, se trepa a una montaña pegando de gritos y seguida por una turba de niños que, a juzgar por su canto, padecen de algún tipo de anencefalia. Ya en la cima, la señora Andrews se enfrenta con el padre de las criaturas (que por su conducta puede ser calificado como un baboso) situado en otra montaña y que también canta nomás que lo siguiente: De jils ar alaaaaiv wit de saund of miuuusic. En respuesta, la holandesa ríe y grita: ahhhhh, a a ahhhhh. Siempre que recuerdo la escena sufro un estremecimiento.
La segunda escena la presencié en el Metro; iba yo agarrado de un tubo observando fascinado a un tipo que escupió un kilo de cáscaras de pepita en la cifra récord de tres estaciones, cuándo atrás de mí, se oyó una voz con timbre parecido al de un globo rozando los rayos de una bicicleta. En el preciso instante que volteaba para identificar el origen del sonido, me encontré con un señor cuya cara estaba a diez centímetros de la mía y que tenía la notable característica física de carecer de nariz. Eso que los analistas llaman subconsciente gritó dentro de mí “¡ay cabrón!” y nomás pegué un brinquito. Sin embargo, el día de hoy cada que me acuerdo sufro un estremecimiento. ¿Sería leproso? ¿Habría perdido la nariz cuando estornudó al rasurarse el bigote? Nunca lo supe.
La tercera de la tarde es escolar y ocurrió un mediodía cuando este servidor y treinta y cinco estudiantes de la escuela secundaria nos encontrábamos muy sentados en clase de radio. Cómo llegué yo ahí me parece un misterio de la orientación vocacional ya que en la rotación para elegir taller mi única habilidad consistió en hacer una pantufla (no dos) de estambre a través del uso eficiente de una tabla con clavos que nos dio la maestra. La clase de radio me permitió la proeza notable de invertir tres años de mi vida dos veces por semana y salir del curso sabiendo tanto de radio como de la técnica para operar el abdomen agudo. El maestro era un chaparrito que llenaba de circuitos el pizarrón con una hueva interplanetaria y luego se dormía fumando mientras nosotros, sus alumnos, copiábamos los dibujos a lo puro güey. Bien, un día mientras El Bulbo –así le decíamos- escribía los ohms de alguna resistencia, se metió un camión al salón. La defensa llegó exactamente donde estaba los watts del sistema y al Bulbo y compañeros de la primera fila, hubo que llevarlos a la enfermería. Iban con los ojos en blanco y veinte años menos de vida.
La cuarta y última de esta sesión la presencié durante una noche en la que los estudiantes hacían gracias en un escenario; el titular de la anécdota era (¿es?) un muchacho que dadas sus proporciones era conocido como el Porky. Pues bien, su santa madre se emperró en que el escuintle bailara la danza del venado y ahí estaba el pobre, encuerado y con unos cuernos muy extraños que le salían de la coronilla, retorciéndose al ritmo de la danza. Cada pasito era un cimbrado de la duela. El momento siniestro fue alcanzado en el preciso momento que le tocaba morirse: el Porky puso tal empeño que al quedar tendido de lado dejó ver un testículo enorme que conmocionó a toda la audiencia. Ese día significó algo para mí el concepto de pena ajena.
Lo dicho, un catálogo del terror al que volveremos de vez en cuando