martes, 16 de noviembre de 2010

Los idiomas (El Financiero 1996)

"Mery livs en Coyacán aviniu", así empezaba la frase con la que una maestra dotada del mismo nivel de comprensión de un burro de planchar, trataba de enseñarnos inglés a un grupo de infantes que la veíamos con los ojos como platos tratando de entender de qué carajos nos serviría saber la vida y andanzas de Mery, que además de vivir en la avenida Coyoacán, tenía "ten yiers old", un "fader" que se llamaba "Yon" y una moder "Alis". Si la pinche niña compraba un perrito, rájale,nos enterábamos ¿Que Mery iba a una fiesta muy divertida? Pues venga, a compartirlo grupalmente. La maestra (a la cual teníamos que llamar Miss algo), se quedó calva ante el esfuerzo y nunca logró de nosotros el más mínimo asomo de comprensión, ello quizá motivado no sólo por Mery, sino por una estrategia didáctica muy mamona basada en poner sellitos con animales; una abejita para los aplicados, un burro para los que no hacían la tarea y un oso comiendo miel para los huevones.

Está claro que el idioma que se hable en cualquier lugar es consecuencia del nivel de dominio. En España nadie habla huehuenche ni en Francia tungamanga (que debe ser un dialecto camerunés). Anteriormente se consideraba de muy buen gusto que las señoritas decentes tudiaran francés. Sin embargo, tal costumbre --que no servía más que para que los padres presumieran a sus retoños como se presume a un perro-- se ha venido abajo y lo que hoy se estila es aprender inglés, que es el idioma que rifa.

Como no es lo mismo andar atrás que en ancas, la necesidad de aprender inglés es compartida por un niño que nace en Oklahoma y por el dueño de una palapita de porquería en Puerto Escondido, porque, si no, el gringo no entiende nada y se va con sus dólares a algún lugar donde lo traten mejor. Ello y la globalización económica ha determinado que la necesidad de aprender inglés sea equivalente a la de casarse o mantener una vida sexual plena. El que no habla inglés está (para todo fin práctico) jodido.

¿Cómo hemos enfrentado esta carencia? Pues de mil modos. En primer lugar están las famosas academias de idiomas en las que la gente se inscribe con la esperanza de no hacer el ridículo en el próximo viaje a Disneylandia. Una notabilidad de estas academias es que los interesados son reunidos en grupos independientemente de sus características personales, y entonces sucede que la agrupación de intermedios de las tres de la tarde mantiene el siguiente perfil: un niño de doce años, una secretaria desempleada, un joven ejecutivo bancario, una señora fodonga que no tiene nada que hacer y uno que es un taradazo. La sesiones entonces implican que la gente se cuente su vida cotidiana y de esa manera los estudiantes se enteran de la tarea de Luisito, de los retos de la taquimecanografía, de la estrategia correcta para llenar una ficha de depósito o de la receta del pescado empapelado (el taradazo nunca dirá nada). Luego vienen los exámenes y todo mundo pasa al siguiente nivel (casi siempre son quince niveles). Al graduarse el estudiante, dada su formación, es comisionado para una empresa que ponga a prueba sus nuevas capacidades (ir por un gringo al aeropuerto, por ejemplo) y el desastre se manifiesta cuando el gringo entiende algo así como que en México somos masturbadores compulsivos y todo debido a que el estudiante confundió un tiempo verbal.

La otra alternativa es irse a vivir a algún lugar donde se hable inglés. Para lograr este saludable propósito hay de tres aguas: a) ser nombrado embajador; b) obtener una beca para estudiar acerca de la aceleración de partículas subatómicas, o c) irse de bracero. Dado que las opciones a y b están prácticamente clausuradas para todos nosotros, parecería que la única opción terrenal es salir rumbo a la pizca del tomate. Miento, otra opción es estudiar en una escuela bilingüe donde los estudiantes se sientan noruegos y empezar la historia de Mery, pero (lo juro) ésta tampoco es solución ya que recientemente me enfrenté a un chino sin que pudiéramos articular alguna idea concreta, por lo que para finalizar con cierta dignidad nuestro diálogo le tuve que preguntar: "¿Juat taim is it?"... qué vergüenza.