jueves, 4 de noviembre de 2010

De consultas (El Financiero 2008)

La costumbre de preguntarle a la gente lo que quiere por parte de la clase política está predestinada al fracaso en un país como el nuestro ya que resulta infinitamente acreditable nuestra enorme incapacidad para ponernos de acuerdo en absolutamente nada.
Imagine usted, querido lector, que un señor con iniciativa decide construir un edificio en algún lugar de esta ciudad, los trámites serán largos y exasperantes y es probable que algún funcionario le pida algún donativo para agilizarlo todo. Una vez que se encuentra con los papeles en regla viene un grupo de vecinos que: a) puede ser una nube de viejas chotas b) un señor que es vividor y tiene la capacidad de agitar las aguas o c) los tataranientos de don Vicente R. Gómez que sospecha que en el predio se encuentran los restos de su antepasado y piden la intervención del INAH. Es en ese momento que algún funcionario perspicaz habla de “realizar una consulta y transparentar las decisiones”, se prepara un salón, llega el grupo que está a favor seguido por la turba de viejas chotas, en diez minutos ya se están mentando la madre, mientras el inversionista ve con lágrimas en los ojos que acaba de perder un negocio.
En esta ciudad es prácticamente imposible realizar nada sin que alguien se oponga y ello –sospecho- se debe a lo redituable que resulta oponerse, normalmente las gentes que se amotinan reciben al final del proceso desde un desagravio hasta un préstamo para una vivienda de interés social. No importa si los motivos son delirantes, las autoridades temen a la masa lo mismo que los maoríes a los aviones.
Alguna vez cuando era burócrata y me encontraba en mi oficina llegó un grupo de gente menesterosa y gangsteril con el saludable propósito de “tener una audiencia”, le dije a mi secretaria que como no, que con todo gusto, nomás que hicieran una cita ya que a mí me enseñaron en mi casa que uno no se presenta sin previo aviso ya que eso es de muy mala educación. El líder de la turba dijo a su vez que estaba muy bien, que si no los recibía en ese preciso instante bloquearían la calle Constituyentes, me conmovió tanto como el cuento de la caperucita y los vi marcharse muy decididos. Efectivamente a los quince minutos la calle estaba bloqueada y la nube de claxonazos era infernal. Recibí en ese momento una llamada de los responsables del orden en la ciudad, no para advertirme que iba en camino un grupo de apoyo para desalojar a esta gente –que es lo que uno esperaría- sino para darme la instrucción de que los recibiera de inmediato “porque no querían desmadre”.
Las lecciones fueron varias; la primera es que yo era un pelagatos que tenía que recibir a cualquiera que cerrara una calle, la segunda fue didáctica, cada que este grupo, comandado por un señor tan honrado como Stalin quería algo, amagaban con el cierre y les era concedido su deseo.
Este primer factor (oponerse es redituable) se complementa con uno segundo que se puede resumir en algo que dijo la señorita Barrales hace poco “el pueblo no es tonto y debe opinar”. Pues bien no estoy de acuerdo ya que considero que una enorme mayoría de mis conciudadanos son ejemplarmente imbéciles, que les importa un pito lo que pase y que no están ni medianamente calificados para emitir opiniones en asuntos que no conocen. Lo que pasa es que decir una cosa así es terriblemente incorrecto y debemos recordar que vivimos en tiempos de corrección total.
Me cuentan que algunos funcionarios del DF fueron obligados a volantear mientras se preguntaban si para eso fueron a la universidad, otros recibieron la consigna de ir a votar a huevo y no por gusto (aunque supongo que nadie va a votar con gusto). Ignoro si lo anterior es verdad pero si lo es, me parece una barbaridad irremediable.
Una última y necesaria aclaración es que esta colaboración en nada pretende abonarle terreno a los panistas, que por otro lado me parecen peores. Es simplemente el exabrupto de un ciudadano que no entiende las consultas, ni su razón de ser.