sábado, 18 de septiembre de 2010

El Grito (El Financiero 2001)

Entre el momento que el cura Hidalgo tomó una decisión y salió a matar gachupines y el día de hoy ha pasado mucho tiempo. Sin embargo su gesta se recuerda año con año a través de un ritual profundamente barroco siguiendo la tan mexicana maña de festejar lo que sea (hace unos días los cadetes del Colegio Militar recrearon la batalla del 13 de septiembre y no me imagino cómo le hicieron para salir derrotados, ni cuáles cadetes representaban a los gringos).
“¿Qué si no vas a ir al Grito?” Me preguntaron el lunes. Sonreí cortésmente y entonces, como en una avalancha, llegó a mí una cascada de recuerdos (nótese que sigo poético, que chingao) que me dejaron con una sensación de amargura que aún conservo.
El último Grito de Independencia al que asistí tuvo verificativo la noche de un 15 de septiembre de hace siete años; en la expedición iba mi hermana Diana, su esposo –un hombre de tres metros- mi legítima y un servidor enfundado en una camiseta de color verde como la esperanza. Todo inició muy mal: el lugar más cercano al zócalo de Coyoacán se hallaba a una distancia equivalente a la que existe entre Lindavista y la central de abastos, por lo que fue necesario emprender una caminata que me hizo envejecer veinte años. Por las calles nos rodeó una nube de compatriotas vestidos como sólo se vestiría alguien que tiene ausencia cerebral; unos llevaban su sombrerote de tres metros y un jorongo con leyendas alusivas como: “viva México cabrones” o “tu mamá me ama”. Cuando llegamos a la plaza y vi a la gente me acordé de una película en la que sale John Wayne con los ojos de alcancía y dirigiendo a una nube de mongoles (entre los que se contaba Pedro Armendáriz, también con ojos de alcancía). Sin embargo, el vértigo producido ante la cantidad de compatriotas no fue una advertencia suficiente y nos metimos a la bola a lo puro güey.
Fue horrible...
Como no había referentes cardinales precisos uno iba caminando por medio de fuerzas de carácter newtoniano hasta que se daba en la cabeza con un puesto de algo que aparecía de la nada. Se vendían unos bigotes que olían a pápaloquelite, elotes, buñuelos y hot cakes en los que con dos gotitas de masa salían las chichis de alguna encuerada. En dos ocasiones fue menester que pateara a un infante que había decidido morderme las nalgas. Luego vinieron los cohetes, que iban a explotar en cuatro segundos porque alrededor de la zona donde caían se abría un claro lleno de gente pendeja que se reía de que le tronaran entre las patas. Si daba la casualidad que uno fuera el centro del claro el asunto estaba concluido. A las once salió una figurita miriñáquica que me dijeron era el Delegado, dio el Grito y se metió a cenar. El resto de la gente inició en ese momento una batalla memorable a través de armas contundentes. Como no había piedras se decidió que los elotes eran adecuados para tal fin. En el momento que yo me empezaba a preocupar el destino me dio la razón y se manifestó en forma de un elotazo en la nuca que me borró para siempre el nombre de mis abuelos. Todavía hoy me pregunto como es que no le apuntaron a mi cuñado que, como ya expliqué, era un blanco más conspicuo.
Eso fue todo: decidí que lo mejor era huir a toda prisa, el pedo es que como en cualquier campaña de guerra el movimiento era envolvente por lo que para caminar en dirección contraria tuve que sortear un cohete, recargarme en el seno de una señora embarazada y besar a uno de bigote. El rumbo hacia el coche fue igual de pausado que la salida de los franceses de Rusia. Al llegar al auto y tratar de ver los estragos de la noche en mi cara lo único que vi fue el hoyo dónde estaba el espejo que se habían robado.
Terminamos en mi casa jugando dominó, ellos riéndose y yo con un humor de los mil diablos.
Por eso cuándo me preguntan sonrío cortésmente sin que nadie sepa que por dentro estoy mentando madres.