viernes, 9 de julio de 2010

La lengua española (El Financiero 1999)

Hablar del congreso de la lengua española en estos días, habla también de mi falta de sentido de la oportunidad periodística, pero dado que el tema me parece fascinante es que lo abordo el día de hoy, ofreciendo anticipadas disculpas para los que no estén de acuerdo y que luego mandan correos electrónicos plagados de peladeces como uno que yo conozco.
Asumo en primer lugar que al congreso asistieron una nube de viejitos pelones que representaban la posición conceptual de mi maestra de español que, a base de madrazos, nos imbuyó la idea de que hay que hablar y escribir correctamente. Para ello los estudiantes éramos obligados a distinguir entre la vaca (un mamífero rumiante que da leche) y el burro (otro mamífero que se destaca por características que no mencionaré por miedo a que mis críticos permanentes insistan en mi vulgaridad). El caso es que había que diferenciar y entonces los escuintles decíamos “vaca” trepando el labio inferior al maxilar superior en un gesto equivalente al de los huachinangos de la Comercial Mexicana, ese gesto, por cierto nadie lo usa hoy y los que lo hacen dan un mal aspecto terrible. Para decir “burro” la recomendación gestual era la de mandarle un beso al éter, so pena de recibir un reglazo. Venían luego los zapatos y las zanahorias, enfrentados a los sopes y los sacos, pasando por las ciruelas y las cerbatanas. Como en todos los casos la primera letra sonaba igual, uno suponía en su ingenuidad infantil que se tendrían que escribir de la misma manera; ¡cuán equivocados estábamos! Pero peor estaba la maestra que creyó, en su ingenuidad adulta, que bastaba que nos explicara para enmendar el asunto. Las sesiones escolares a las doce del día eran tan animadas como un velorio. Ahí estábamos treinta niños con un calor de la chingada y en medio de una nube de moscas, repitiendo que zapato se escribe con “z” para proceder en el examen a escribirlo con “s”, incapacidad conceptual que determinó la caída del cabello de la profesora Baltazar.
Más tarde en mi vida descubrí a otro grupo de gentes clonadas con la misma tijera y que invierten la mitad de su vida en andar jodiendo a sus semejantes con obsesiones tales como que “lapso de tiempo” es redundante o que “evento” no se debe aplicar para una peda entre cuates, etcétera. A mí francamente la imagen que me inspiran estos sacerdotes del culto al idioma es la misma que me producen los sacerdotes de cualquier culto. Los imagino con una vestimenta específica (que puede ser una túnica con un gorrito ridículo) sentados alrededor de una mesa y jalándose los pelos por las tonterías que los mortales dicen o escriben y pensando en estrategias correctivas que tiene su base invariablemente en el regaño. Ay que hueva.
Bien, pues el hecho de que esa nube de viejitos represente una posición del congreso ya me da razones para desconfiar. Sin embargo hay otros elementos desconcertantes, como encontrarme a figurones de la televisión metidos en las discusiones ¿qué habrán dicho? ¿a quién defenderían? Lo ignoro, a lo mejor respaldaron la posición de Capulina en su frase inmortal (“me ache achí”), que por cierto no criticaría por su sintaxis, sino por las terribles implicaciones de que una persona que usa bigote hable como tarado.
En la inaguración Gabriel García Márquez se paró enfrente del rey y del presidente y dijo cosas que sólo se pueden decir enfrente del rey y del presidente cuando se es García Márquez, el punto en realidad es que estoy de acuerdo plenamente con su posición, asunto que ya había manifestado por escrito en esta columna, pero como soy un pelagatos nadie me tiró un lazo, ojalá que ahora que lo dice nada menos que el Premio Nobel sirva de algo.
En fin, supongo que como en todo congreso respetable, los invitados bebieron y chuparon de gorra, algunos se pusieron incróspitos y fueron correteados por los perros de la madrugada zacatecana y otros llegaron a la cama acompañados por gentes que no eran sus parientes.
¿Qué deja el congreso? Seguramente a una empresa organizadora de eventos millonaria, muchas sillas vencidas por el peso de las ideas de sus ocupantes y una que otra estrategia para distinguir a los indistinguibles burros de las vacas. Que así sea.