lunes, 31 de mayo de 2010

Diario de un extraterrestre 2/3 (El Financiero 2004)

Le contaba la semana pasada, querido lector, de mi periplo disneylándico en compañía de los míos, y la escena se situaba en el preciso momento de llegar a San Diego ignorando la dirección del hotel ni su teléfono lo que se convirtió en un problema medianamente complejo que pudimos resolver en la digna compañía de un señor que era taxista, proveniente de un lejano país africano y que nos cobró tan solo 25 dólares por el logro.
Sin embargo, lo primero que llamó mi atención no fue el chofer negro, ni nuestra imbecilidad y falta de previsión, sino la asepsia gringa contra el dañino hábito del cigarro. Cuando llegué al aeropuerto de San Diego, llevaba ya algo así como 5 horas sin fumarme uno y como se sabe perfectamente los adictos somos personas peligrosas cuando se nos sustrae del vicio. Es por ello que al arribar y pasar la aduana, salí como alma que lleva el diablo a la primera puerta a la calle que encontré y leí el siguiente letrero: “Prohibido fumar a una distancia menor a veinte pies de la puerta de este aeropuerto, el cigarro daña la salud y es fuente de la miseria humana” (este último es un agregado editorial de un servidor que le da más fuerza a la idea). Por supuesto el asunto representaba problemas, el primero tiene que ver con que los hijos del sistema métrico decimal no poseemos una tabla mental que nos indique qué carajo es un pie. Suponiendo, sin conceder, que tres pies representen un metro, el asunto estaba de la chingada, porque si uno se alejaba en dirección lateral se llegaba a otra puerta con la misma leyenda y si se elegía la línea recta se podía fumar finalmente pero con el riesgo de un autobús lleno de turistas me llevara a la chingada porque la distancia llegaba a la mitad del arroyo vehicular.
Lo anterior es una muestra de la hostilidad manifiesta que se tiene hacia personas como yo que somos débiles y viciosos. Es la guerra abierta y deliberada contra un grupo de gente notablemente inocua (nunca he conocido a un fumador que se suba a un coche después de fumarse siete cigarros y atropelle a la gente como los borrachos) y que además paga una cantidad estúpida de impuestos asociados a la compra de tabaco.
Como soy un optimista irredento (o probablemente un imbécil) quise pensar que la escena del aeropuerto era una excepción pero no la regla y llegué al hotel solo para confirmar que el asunto era el mismo y que la cruzada en contra nuestra se extendía por todo el bellísimo estado de California. Se me advirtió que fumar en el cuarto (mi cuarto) o en cualquier lugar cerrado era sujeto de una sanción, que había una especie de máquinas inteligentes que detectaban violaciones a la norma y que la consecuencia de violarla sería no solo el papelón, sino una multa que me dejaría ciego. Lo anterior supuso que un hombre devastado por su día de paseo (ya le contaré) llegara a su cuarto a las 11 de la noche se sirviera un wisqui, sacara una novela y tuviera que salir en calzones y al frío de la madrugada para fumarse un cigarro que no podía retener en los dedos porque temblaba de frío.
En lugares como Disneylandia (¿puede haber un espacio más abierto que ése?) se asignaban áreas específicas para fumar; eran tres en quinientas hectáreas. Una especie de cuartos de leprosos donde la gente se metía a fumar compulsivamente. La fauna que vi en esos espacios (hay que decirlo) no se componía de gringas buenotas, ni de señores atléticos. No, era puro gordo de barba y con facha de desecho de guerra. Uno de ellos me dijo que era veterano que tenía un amigo en el bote y ya no pudo seguir la charla porque salí pitando mientras pensaba “soy un desadaptado social”. Probablemente esta desadaptación tenga alguna carga genética ya que en la noche y antes de salir a mi terraza (donde había una gringa chupando de una botella envuelta en papel de estraza) escuché que María mi hija le decía al niño frijol: “¡Fedro, no te hagas pipí en la tina!” y entonces me quedé más tranquilo ante nuestra enorme fuerza de rebelión.