sábado, 29 de mayo de 2010

Diario de un extraterrestre I/3 (El Financiero 2004)

Escribo estas líneas sobre una mesa que alguna vez fue tabla de surf mientras me tomo una cerveza y miro al tercera base de los yanquis tirar a segunda para sacar holgadamente a un gordo –rápido como un caracol- que se llama Bengie Molina y juega para los ángeles de California. La escena que describo transcurre en el aeropuerto de Los Ángeles mientras espero el avión que me llevará de regreso a la muy noble y leal ciudad de México ¿cómo llegué aquí? Permítame compartirlo con usted querido lector.
Esta historia inició hace años cuando por un insondable misterio cerebral decidí que era momento de que mis hijos (la niña María y el niño frijol) conocieran a Mickey, Donald, Pluto y el resto de la fauna disneylándica. A partir de ese momento inició una batalla argumental entre mi prole y un servidor; ellos insistiendo en la necesidad imperativa de visitar Disneylandia, mientras yo insistía, a mi vez, en hacerme pendejo. Sin embargo, este año agoté mis alternativas y cedí resignado (igual que se resigna un natural de Florida al huracán por venir).
Una pertinente aclaración, querido lector; mi resistencia a visitar estos lares nada tiene que ver con pretensiones intelectuales, ni con la sensación de ser sometido por las garras del imperio. Nunca se me ha ocurrido formar a mis hijos en la onda alternativa que ubica a Disney como uno de los cuatro jinetes del Apocalipsis cuya principal misión es dejar a la gente imbécil. No, mi resistencia se basaba en razones de orden práctico; meterme en un lugar de 500 hectáreas a una temperatura de cuarenta grados arreando niños y con la inapreciable compañía del osito Pooh se me antojaba tanto como una patada en los testículos (dicho sea con todo respeto).
Existe un factor agravante que con el paso de los años se ha convertido en un lastre de proporciones inconmensurables que arrastro como Pedro Infante arrastraba la negrura de su señora madre en “Angelitos negros”. Usted no está para saberlo pero yo (siento el escalofrío del que confiesa un crímen) fui a Disneylandia con Chabelo, el amigo de todos los niños allá por el cretácico. ¿Por qué razón? Misterio
Recuerdo que el vieja fue escalofriante y plagado de niños malhora que la mitad del tiempo se dedicó a chingarse entre sí y la otra mitad a chingar a una viejita que iba en el tour y que era el clon de la mamá parapléjica de Pepe el Toro. El hecho es que mi recuerdo de aquel periplo me improntó y decidí que solo a rastras iría de nuevo... y a rastras fui.
Si usted, querido lector, andaba por avenida Churubusco el sábado 14 de agosto a las 5 de la mañana, seguramente fue testigo de que un coche verde transportaba a una familia en estado de coma con rumbo al aeropuerto; éramos nosotros mentando madres ya que nunca he entendido la razón por la que uno tiene que tomar vuelos al alba “para aprovechar el día”. El caso es que llegamos al aeropuerto con anticipación suficiente no solo para tomar el avión, sino para escribir La guerra y la paz, si de eso se hubiera tratado. Hicimos una cola kilométrica y una señorita diligente nos informó que nuestro vuelo hacía escala en Mazatlán lo que supuso dos chingas: la primera, visitar el aeropuerto de tan bello destino y la segunda, enfilar a la salida nacional que se encontraba a tres kilómetros.
El avión despegó y exactamente a la altura de la carretera a Toluca pegó un brinco que me hizo envejecer veinte años y que a mis hijos les pareció muy divertido. Luego sirvieron la comida que podía ser identificada como tal porque venía en platos y acompañada de cubiertos, pero era una mierda. Aterrizamos en Mazatlán y perdimos nítidamente el tiempo durante una hora. Luego volvimos a subir al avión del que acabábamos de bajar y nos dirigimos a San Diego porque mi legítima exponía algo indescifrable en un congreso de bioquímica. Llegamos con la novedad de que a nadie se le había ocurrido obtener la dirección ni el teléfono del hotel por lo que su búsqueda nos tomó el mismo tiempo que al doctor Livingstone hallar a los nativos... pero ya le contaré.