viernes, 14 de mayo de 2010

De psicoanálisis (El Financiero 1996)

Cando era estudiante de preparatoria, hace ya algunos años, quiso mi destino académico que me enfrentara al profesor de psicología, un gordito que para explicar la terapia indicada por Master y Johnson para enfrentar el doloroso caso del síndrome de la eyaculación prematura, hacía modelos de plastilina que nos distribuía para practicar el método didáctico de la investigación-acción. La experiencia --considerando que los estudiantes éramos llevados de la mala vida-- se convertía en una suerte de humor carpero digno hijo del Flaco Ibáñez. Luego leíamos libros absolutamente fascinantes acerca de las experiencias de la señora W que un día se encontró a su esposo, el señor X, manifestándole sus bajas pasiones a la señorita J en la alfombra de su casa y que desde entonces no fue capaz de tener un orgasmo a menos que oyera una danza austrohúngara interpretada por la orquesta de cuerdas del emperador.

La siguiente etapa de mi formación escolar consistió en que aprendiéramos lo que era el yo, el ello y el aquello y con este conocimiento invaluable actualizáramos nuestras críticas a las mujeres que no accedían a satisfacer nuestras propias bajas pasiones argumentando que eran superyoicas, adjetivo que, por cierto, les valía madre. Cuando terminé mi curso de psicología me quedé con la vaga sensación de que los integrantes del gremio eran gente en la que uno no debía confiar, so pena de descubrir cosas terribles en nuestro pasado.

El psicoanálisis, lo mismo que los confesionarios, siempre me han inspirado mala espina; la idea de tumbarse en un diván (o en un reclinatorio) y contarle a un señor de mirada perdida que toma nota de todo mientras mueve la cabeza, asuntos tan íntimos como lo que uno siente al ver al perico no me resulta atractivo. Por otro lado me parece que las respuestas a las preguntas de los pacientes siempre son otras preguntas (¿usted cómo lo vive?); por ello no asisto a terapia. La segunda deficiencia que encuentro tiene que ver con los usuarios de la terapia psicoanalítica que son un gremio que en general me parece execrable; uno llega a la reunión y los de barbita y las tehuanas intercambian tips psicoanalíticos como se intercambiaban las estampitas del album de Bimbo ("lo que pasa es que tienes una contratransferencia"). La tercera crítica tiene que ver con asuntos de la economía liberal. En términos microeconómicos asistir a terapia significa gastar una cantidad equivalente a la que se necesita para cambiarle el motor a un coche o abrir un puesto de tamales, lo que deja fuera a los desposeídos de las bondades de la exploración de la mente (¿tendrán los tragafuegos Edipos mal resueltos?).

Otra sensación que siempre me acompaña es que cuando me encuentro ante un psicoanalista en una reunión social, es menester portarse a la altura de las circunstancias y no decir cosas como que uno se pasea encuerado enfrente de los niños o que la salsa verde nos produce una sensación de abandono espiritual. Por ello es que en el momento que me dicen "te presento al doctor fulano de tal" me callo la boca y no la vuelvo a abrir hasta que se empieza a hablar de futbol y, pese a todo, se habla de que es una experiencia catártica.

Esta colaboración corre el enorme riesgo de que los integrantes del gremio de los psicoanalistas me linchen en leña verde o manden cartitas enfurecidas al director del periódico, por lo que me parece (dada mi enorme cobardía) necesario matizar el asunto y decir que el psicoanálisis es algo equivalente a comer tacos de carnitas: habrá gente que llegue muerta de hambre y salga pletórica limpiándose la bocota, otros probablemente sufran disfunciones digestivas, y algunos más no comerán las carnitas porque les dan asco los pelos del cochino que se atoran en los dientes. En otras palabras: la terapia no es universal y depende del terapeado y el terapeador, dicho lo cual me permito saludar desde esta humilde tribuna a toda la parentela que dedica su vida a tomar nota mientras mueve la cabeza.