lunes, 26 de abril de 2010

Corrupción (El Financiero 2004)

El primer acto de corrupción que cometí en mi vida, consistió en sentarme en una silla enfrente de un examen, mientras que en el regazo mantenía abierto un libro con láminas de artrópodos (unos animales igualitos a Alien, nomás que no comían gente) cuyos nombres científicos ignoraba y que eran materia del cuestionario que yo enfrentaba. Era yo tan pendejo que no solo no copié un solo nombre, sino tampoco me percaté de que el maestro (un hombre igualito a Tsekub Baloyan) estaba parado detrás de mí lo que me generó uno de los papelazos más logrados de mi vida. La segunda (y última) corruptela salió todavía peor, ya que obtuve una cartilla militar más chueca que mis malos pensamientos que me permitió viajar por el mundo hasta que me cacharon a los 30 años y un teniente de bigotito rompió mi hoja de liberación en las oficinas de la Secretaría de la Defensa. Entonces se me abrieron dos opciones; no salir del país durante diez años o marchar un año en el campo militar número uno. En un alarde escandaloso de imbecilidad me incliné por la última opción y quedé troquelado para cumplir actividad física alguna por el resto de mis días ya que corrí entre terregales días enteros de mi vida, armado con un mosquete de don Porfirio. Desde entonces he sido recto como una vara.
La corrupción parecería un mal endémico de los mexicanos. Se asume siempre que la honestidad es una forma atenuada de estupidez y que solo los idiotas se comportan con rectitud. Siempre me he imaginado qué pasaría en este país si un día las leyes se cumplieran al pie de la letra y mi decepcionante conclusión es que se colapsaría.
No conozco ningún ámbito de la vida nacional en el que no se cuelen diversas formas de deshonestidad. Desde la vieja (o el viejo) huevón que se estacionan en triple fila porque les da pereza caminar para dejar a sus niños en la escuela, pasando por abarroteros que venden kilos de 900 gramos o editores que ofertan un premio a señores escritores previamente seleccionados, todos absolutamente todos son víctimas de este síndrome que ha generado el prodigio de que nos parezca muy normal que estas cosas pasen.
El otro día me quedé muy sorprendido viendo un partido de futbol en el que un señor que llevaba la pelota la alargó más allá de su propio alcance y al sentir la proximidad de un rival se tiró al piso sin que mediara contacto alguno. El árbitro no marcó nada (lo cual era correcto), la repetición dio cuenta cabal de que aquello era una farsa y sin embargo el farsante fingió un golpe inexistente, salió en camilla y cuando regresó tuvo la caradura de reclamar por la falta. En ese momento el comentarista dijo algo como que “le estaba poniendo experiencia y malicia” en lugar de mandar mentarle la madre por tramposo y estafador.
Tengo una conocencia al que califico como “cleptómano” su costumbre es robarse libros de grandes tiendas, por lo que usa un gabán temible en el que guarda el producto de sus robos. Es tan hábil que se podría volar una enciclopedia si le diera la gana. Un día en una reunión lo reconvení y me miró con ternura. Me explicó que era un acto de justicia social por “lo caros que eran los libros”. Lo sorpresivo no fue el argumento, sino que la mayoría de los asistentes lo secundó por lo que me quedé con la sensación de que era un huérfano y además un pinche metiche así que me callé la boca.
Así nomás no hay manera; los niños que estamos formando seguramente sufrirán severos brotes de esquizofrenia, porque uno se la vive jodiéndolos con la idea de que hay que ser honestos, mientras que las evidencias que perciben van exactamente en el sentido opuesto. Hace no mucho me percaté de que el niño Frijol después de haber sido conminado a lavarse las manos salió muy molesto. Regresó a los ocho segundos argumentando que ya lo había hecho y detecté entonces la primera mentira en su corta historia. Me quedé muy preocupado y decidí escribir este artículo como una forma de terapia familiar. Cosas de los padres.