miércoles, 21 de abril de 2010

Juegos en la nieve (El Financiero 1998)

Dicen que en 1967 nevó en la ciudad de México; habré estado dormido porque francamente no me acuerdo. Supongo que los chilangos hicieron las misma idioteces que se recomiendan en estos casos, como sacar la tina de lavar ropa y aventarse por una pendiente, hacer muñecos y lanzarse bolas descerebrantes.
La primera vez que vi la nieve fue durante un viaje de juventud. Recuerdo que durante los primeros diez minutos fui igual de idiota: pegué brincos, inicié la construcción de un monigote e intenté descerebrar a mis congéneres por medio de bolas de quinientos gramos. Sin embargo, los siguientes tres meses fueron de mentar madres en medio de un frío de la tiznada que me provocó pérdida de la memoria.
En otras latitudes, existe gente que nace, crece se reproduce y muere viendo nevar. Supongo que en esas condiciones las opciones sociales son limitadas y que debido a ello podemos explicar que se pongan a hacer cosas muy extrañas del tipo de las que uno tiene oportunidad de presenciar en los Juegos Olímpicos de Invierno.
Lo primero que llama la atención es una vocación digamos estoica para salir a la calle (o a las pistas) cuando la temperatura es de diez bajo cero. Yo le pondría una medalla a quien se dejara, nomás por el gusto de verle la cara fruncida por el frío, pero estos superhombres (y supermujeres, que diablos) no tienen bastante y se lanzan por una rampota trepados en esquís y con riesgo de dejar a su señora madre en el camino. Otros se enfrentan a la furia de los elementos durante treinta kilómetros, llegan con los mocos congelados y un rifle de municiones en la espalda que hay que disparar de vez en vez.
Un deporte que llamó mi atención es el del (aquí entra la pausa de mi ignorancia) ¿bobslead? En el que el chiste es subirse a un cochecito que uno empuja en su etapa inicial y que baja, digámoslo castizamente, hecho la chingada. El señor que lo tripula va viendo al cielo, supongo que rezando una Magnífica. La nota en este caso la dio el equipo puertorriqueño (ser puertorriqueño y participar en los juegos de invierno es equivalente a ser la princesa Lea y vivir en un monasterio) porque en la bajada dejaron a un coequipero. Esta participación no nos debería de sorprender si consideramos que hay un equipo que representa a Jamaica y que seguramente entrena en una de las sucursales de La Michoacana, así como un compatriota que se llama (lo juro) Hubertus no-sé-que madres, que siempre nos representó y siempre llegó en último lugar.
Otra notabilidad de los juegos de invierno es la del hockey, en el que el chiste radica en que a uno no lo decapiten seis animales que juegan en el equipo contrario. Los porteros utilizan unas máscaras como las que se venden el 16 de septiembre, nomás que de plástico y las porterías son iguales a las de las coladeritas de la secundaria. En contraste está el patinaje artístico en el que las parejas realizan movimientos que bastarían para acabar en la octava delegación de policía si uno en lugar de estar en una pista de hielo estuviera en un volkswagen. Por algún misterio una vez que terminan su rutina los sientan en unas sillas preparadas ad hoc, les regalan unos crisantemos, los ponen a esperar sus calificaciones al lado de un señor o señora que no se sabe si es pariente o el entrenador, mientras son observados por seiscientos millones de personas. Luego aparecen los resultados que normalmente son incomprensibles y en los que invariablemente hay un juez que se nota que es llevado de la mala vida.
Los Juegos Olímpicos de Invierno han concluido. ¿Por qué despiertan tanto interés entre nosotros? Yo que soy un hijo de los climas tropicales ignoro la respuesta y desde esta humilde tribuna le anuncio a mi amigo Alfonso, que me ha invitado a ir de ascensión al Popocatepetl, que ahí estaré con mucho gusto... El mismo día que los gringos nos devuelvan la alta California.