martes, 20 de abril de 2010

Rutinas (El Financiero 1999)

No sé (ni me importa) quien dijo alguna vez que el hombre es un animal de costumbres pero tenía razón. Los que vivimos en este milenio que agoniza (nótese mi vena lírica que se acentúa día con día) estamos llenos de ritos, mañas y rutinas que son indescifrables en su funcionalidad pero que cumplimos como los diez mandamientos de la ley de Dios. ¿Por qué? No tengo la mínima idea, pero siempre me ha resultado fascinante el asunto y es por ello que lo pongo hoy a su consideración.
Un día –como demostró alguien que tampoco me importa- tiene veinticuatro horas y éstas son utilizadas de la siguiente manera:
Ocho de la mañana.- Uno se despierta con muy mala cara, los ojos hinchados, el pelo de escobeta y una especie de sustancia petrificada en las comisuras de los labios. Las estrategias para salir del reino de los sueños son varias; la más ortodoxa es el reloj despertador que haya que apagar hasta por cuatro veces. Si se tiene hijos pequeños, ellos cumplirán la función o (como es mi caso) el vecino que se dedica a la limpieza de muebles con máquinas que podrían despertar al señor de los cielos de su sueño eterno. Cuando uno más o menos ya calibra, se dirige al baño, mira su mala cara en el espejo y entonces viene un regaderazo que se supone es una fuente de vitalidad. Generalmente hay que ser un experto en tornillos micrométricos ya que si el agua no está a la temperatura correcta, un movimiento en falso de cualquier palanquita, puede determinar una quemadura de tercer grado en las partes nobles.
Nueve de la mañana.- Ya vestido y después de untarse productos que tienen como función que uno no huela a lo que huele, viene el desayuno. Se recomienda jugo y huevos o fruta ¿por qué? No lo sé ¿quién afirma que es mejor un jugo de naranja que un wisqui en las rocas? ¿O que es la hora adecuada para los huevos motuleños pero no para unos canelones? Costumbres.
Nueve y media.- Hay que salir al trabajo, que en esta ciudad implica un trayecto de una hora. Generalmente cuando el ciudadano arriba a su espacio laboral viene ya madreadón porque le metieron mano en el pesero o inhaló chicharrón prensado en una estación de Metro. El siguiente paso es sentarse y hacerse güey de la mejor manera posible (echando plática, leyendo el periódico, hablando a una hot line) hasta que den las tres que es la hora (otro misterio) en la que todo mundo come.
Tres de la tarde.- Para comer se recomienda un orden especial: sopa, guisado, postre café y un cigarro. Probablemente la combinación anterior sea cancerígena pero es la buena y entonces uno se mete al cuerpo todo lo anterior en media hora y regresa con la lengua de fuera al trabajo presa de una especie de sopor que determina una siestecita en el mejor de los casos o un desnucamiento al cabecear en el peor.
Seis de la tarde.- La oficina ha terminado, se regresa a casa y la costumbre recomienda sentarse en un sillón a ver la tele. Esta actividad es la primera que se cumple al llegar al hogar, pero también la última; entre miradas de mujer, muñecos de peluche y un comercial donde sale un señor gordo y semidesnudo se pasan las horas. Si los niños tienen tarea, la resuelven frente a la tele, lo que determina que sus metáforas estén llenas de alusiones a lo buenota que está la niñera o lo bien que baila Fey.
Nueve de la noche.- La cena, consistente en pan de dulce y chocolate, (misterio again) está servida; es el momento de sentarse en la mesa y callarse la boca o hablar mal del prójimo. El siguiente paso es dar las buenas noches, quitarse la ropa y aventarla en un cesto que huele a nabos y ponerse algún atuendo nocturno (que puede ser una playera en jirones y unas bermudas guangotas). Se programa el despertador, da uno las buenas noches y se duerme hasta el día siguiente mientras empieza s sufrir las metamorfósis que determinará el pelo de escobeta, los párpados hinchados y la sustancia petrificada en la comisura de los labios... Y así hasta morir