jueves, 15 de abril de 2010

De fotografía (El Financiero 1999)

No crean que ignoro que en estas mismas páginas escribe un experto en fotografía. En realidad no quiero referirme hoy a esas imágenes en las que sale un señora buenísima con cara lánguida sentada en una ventana y con algo como un mofle que le brota del vientre, sino a las fotos (“instantáneas”, las llaman los mamones) que usted y yo nos tomamos con diversos fines.
Retratarse (a menos que uno sea a José Luis Cuevas cuya pasión por sí mismo da para una foto diaria) es un acto que emprendemos los mortales de cuando en cuando y que obedece en general a la necesidad. Si se trata, por ejemplo, de algún documento oficial, se pasa por un trance que de doloroso se convierte en una tragedia cuando vemos la foto que nos tomó el señor que a eso se dedica. En general a uno lo sientan en un banquito con una cortina detrás, el tipo pide que miremos fijamente a la cámara y que no cerremos los ojos. En el momento que concluye la frase nos agarra a traición y dispara. A los cinco minutos se recibe un enmicado que pueder traer cualquiera de las siguientes alternativas: a) la imagen de un asesino serial; b) la expresión de un hombre que acaba de ser atropellado por un minibus; c) un hombre con los párpados en la misma posición que los de alguien en trance hipnótico y la cara que Master y Johnson definen en su capítulo de orgasmo. Como ni modo de andar reclamando uno se lleva la identificación y la guarda en lo más profundo de su cartera hasta que alguien la descubre y pregunta: “¿por qué saliste con cara de pendejo?”.
Otra alternativa fotográfica es la de las imágenes que se utilizan para los diplomas universitarios; por algún misterio estético, el reglamento universitario demanda de la víctima que ésta aparezca en la foto con una cara que no es la suya: pelo para atrás, orejas libres, sin barba ni bigote y con corbata. El día que regresé de la fotografía en esas fachas, mi sobrina dio un grito histérico cuando me vio entrar a la casa pensando que era el señor del costal. Sólo hay una cosa más idiota que las fotos de título y es el idiota que cuelga el título en una pared y permite que el resto de nosotros nos demos cuenta cómo le ha pasado el tiempo encima.
La tercer opción es la de las fotos del Metro. La gente que toma esta alternativa por lo general se siente obligada a entrar en manada a la cabinita y hacer cosas extrañísimas como reírse sin razón, sacar la lengua o poner cara de huachinango. Otros utilizan este adelanto tecnológico como un recurso desesperado ante la necesidad, cuando se toma esta opción uno puede estar seguro que, además de cuatro fotografías, se obtendrá un diagnóstico médico ya que las imágenes pueden revelar un tumor en la oreja, pelos enterrados o calvicie que uno no conocía. En los casos anteriores es mejor tirar el producto a la basura e ir con un viejito oriental que tiene su estudio en la lateral del Periférico; uno llega, saluda se sienta y el viejito toma la foto, todo en un idioma recién descubierto por él. El único riesgo es que las fotos credencial invariablemente las corta tamaño mignon.
Una más es la de las fotos en las bodas; invariablemente hay un señor de patillas de taquero y pelo engominado que le pide a la gente que se junte y sonría, la gente lo hace e inmediatamente después se pone peda. A la una de la mañana llega el taquero con las fotos metidas en una cartulina que dice “boda de Arturo y Chachis”. En general las fotos tienen siempre algún problema: a la mujer de allá se le salió una chichi, el señor estaba besando a una que no era su esposa o a aquel de allá le cuelga une excrecencia de la barba. Sin embargo, dada la hora y el estado de los invitados, todo mundo compra la foto y al día siguiente ya crudos la tiran echa pedacitos por el excusado.
Es por todo lo anterior, querido lector, que le recomiendo se retrate sólo cuando la vida se lo exija y por favor: no meta la barriga.