lunes, 12 de abril de 2010

Regreso a La Universidad (El Financiero 2004)

Mi paso por la UNAM dejó varias huellas, sin duda la más conspicua se encuentra en una estructura llamada crípticamente “el puente” donde la sombra de mis nalgas debe perdurar ya que ahí pasé sentado horas y horas de mi vida dedicado a la dulce tarea de no hace nada. Sobreviví por algún milagro a diversos embates académicos, enfrenté a maestros que eran pura lumbrera y a otros varios que eran pendejos perdidos (como el que creía en el origen extraterrestre del maíz) y al final salí para nunca más volver cargando un archivo con más penas que glorias..
Este estado de las cosas fue modificado por la invitación de un buen amigo –maestro universitario- que tomó dos iniciativas sorprendentes; la primera fue asestarles a sus jóvenes estudiantes un libro de su servidor para que lo leyeran (cosa que dudo que haya ocurrido), la segunda fue invitarme a comentar el texto con ellos. Acepté porque es mi amigo y porque hace años no volvía a la UNAM, maldito si tenía idea de que hablar con un puñado de estudiantes que seguramente miran fijamente y creen en la intelectualidad.
La cita fue inequívoca; el 7 de diciembre a las 19:45 en el salón B-209 de la Facultad de Ciencias Políticas. Hasta ahí todo bien, por supuesto no contaba con mi aditiva capacidad para el desastre que todo lo que toca lo convierte en fiasco.
Arribé a la UNAM con tiempo suficiente pero sin tener la menor idea del paradero de la citada Facultad. Un señor de bigotito me explicó y acabé en el Metro por lo que volví a preguntar esta vez la diligencia tuvo más éxito y me llevó triunfante al estacionamiento donde me pidieron mi credencial. Saqué la única que tengo que es una que me identifica como condómino de una unidad habitacional de interés social y el portero me explicó que necesitaba la de la UNAM. Supuse con terror que el hecho de que hubiera estudiantes de mi edad no era una cosa anómala y entonces le expliqué el motivo de mi visita, me indicó que fuera al estacionamiento de profesores y ahí finalmente pude entrar a lo más parecido a una cueva de lobos que he visto en mi vida.
Caminé por unas vereditas entre gente fajando y llegué a una gran plaza en la que los jóvenes se dedicaban –veinte años después- al mismo dulce arte de no hacer nada. Solo un imbécil se hubiera perdido dado que la enorme “B” del edificio ondeaba en todo lo alto de una estructura de ladrillo. Subí las escaleras con ciertos trabajos y llegué triunfante exactamente a las 19:50 a un salón que suponía lleno ante el entusiasmo de mis obras completas y en el que únicamente había un joven dormitando. Al lado y en la puerta me miraba una cabeza del Che Guevara de tamaño colosal. Decidí que había cometido un error (cosa absolutamente natural en mí) y entonces pensé: ¿será que escuche “B” y en realidad era “P” o “E”? Bajé corriendo a buscar tales edificios que al parecer existen solo en mi imaginación. Entonces tuve la idea de ir a la administración y preguntar ¿qué días daba clase el profesor fulanito de tal? “martes y jueves de 19 a 21” fue la respuesta en el salón B-209. Supuse –con razón- que había valido madre y que algún misterio generó ese fiasco. Acostumbrado, como estoy, a este tipo de percances volví a la boca del lobo y salí de ahí rumbo a mi casa reflexionando en lo que les hubiera dicho a los estudiantes y que se resume en lo siguiente.
Cualquier persona puede escribir un libro, un ensayo, una novela. En realidad
ése es el paso más simple del proceso. Algunos lo podrán publicar y muy pocos serán leídos. La respuesta de las masas será la que la calidad de la obra determine y de eso se trata todo. Parece un proceso muy complejo pero en realidad es de una simpleza ejemplar. ¿Quieren ser escritores? Escriban y nada más...
Es probable que esta colaboración desencadene una llamada de mi amigo. Si es usted amante de los misterios, querido lector, y quiere saber en qué paró todo, le prometo platicárselo próximamente.