martes, 30 de marzo de 2010

La Primavera (El Financiero 1996)

Cuando la órbita elíptica de la tierra intersecta el Ecuador se producen los equinoccios, que son dos: el de otoño y el de primavera. Esta información --que no debiera interesarle ni a la madre de Galileo-- adquiere un sentido diferente cuando se evalúan las consecuencias que dicho evento astronómico tiene en la conducta de los seres humanos... Especialmente de los mexicanos.

En primer lugar están los calóricos; ese grupo de compatriotas que, por alguna razón que tiene que ver con la germinación de su alma, se visten como profesores de gimnasia (en el mejor de los casos) o como lo hacía el señor de los Tepanecas (en el peor). Los calóricos son como frijolitos en flor y consideran --probablemente basados en evidencia ancestral-- que el asunto sólo tendrá sentido si se trepan a una pirámide para luego sentarse empleando una contorsión de acróbata. La mirada que aplican es equivalente a lo que los especialistas tipifican como de "ausencia sicótica".

Otra opción es probar la técnica del sahumerio, que consiste básicamente en pararse enfrente de un señor que tiene en la mano una copa en la que arde alguna sustancia sicotrópica y dejarse ahumar. El aspecto final del iniciado es el mismo que el de un pescado a la plancha.

En realidad el único daño que generan estas conductas de equinoccio es el que sufren nuestros monumentos históricos que, año con año, se enfrentan a hordas de gente en turbante que son la principal fuente de cascajo prehispánico en el país. Pensándolo bien hay otro riesgo; que algún calórico pierda la vertical y se desmadre como la Coyolxauhqui al pie de una pirámide mirando al sol de primavera.

La segunda derivación de la entrada de la primavera se da en el campo educativo, concretamente en los jardines de infantes. Supongo que algún día una vieja chota decidió que era una idea espléndida la de festejar el 21 de marzo disfrazando niños. De manera sorpresiva la idea fue aceptada unánimamente --y digo sorpresiva porque es una idiotez--.

A los pobres niños hay que vestirlos con algún disfraz alusivo a las circunstancias y entonces las abnegadas madres se pasan tres noches tronándose los dedos ante la duda de cuál será la mejor opción. Las imagino paseando nerviosas mientras piensan "¿de pajarito? ¿mariposita quizá?" Luego toman una determinación que no puede ser sino dolorosa para el infante, ya que le confeccionan un atuendo digno hijo de su pinche madre y lo mandan a la escuela en su triciclo con globitos a desfilar. El niño no se entera de nada, pero los padres llegan jubilosos, toman fotos y filman las escenas que luego serán usadas como pruebas documentales de algún acto de parricidio. Aún recuerdo entre escalofríos el traje de mariposa de mi hermana Diana; seguramente el asunto la marcó y determinó que fuera socióloga.

Cosas de la primavera.

La última derivación perversa de nuestras fiestas calendáricas se inició en la sierra de Ixtlán el 21 de marzo de 1806. Ese día nació Pablo Benito Juárez García en San Pablo Guelatao. La historia, generosa, no ha contado cómo el pastorcito perdió una oveja y del puro susto se fue a la ciudad de Oaxaca; pero ése es otro asunto. En realidad el notable tino del Benemérito consistió en nacer el día de la primavera, asunto que aún lo agradecen los burócratas que no trabajan y hacen puente para irse a chupar o ver la jornada doble del futbol. Sin embargo, otras opciones igualmente estremecedoras se presentan en los ámbitos escolares donde los niños hacen la representación escolar alusiva y acaban matando franceses en el simulacro de la batalla de Puebla.

La otra opción la representan las huestes liberales. Los grandes maestros de las logias masónicas gastan doscientos pesos en arreglos, y se van muy pachuchos al hemiciclo donde Juárez y la patria los contemplan mientras se dedican a dar discursos incendiarios en los que señalan que deben salvar al país y a las instituciones de los curas y otros demonios... Cosas de la primavera.