jueves, 28 de enero de 2010

Fomento a la lectura (El Financiero 2001)

Con la reciente noticia de que existe la intención de gravar con un impuesto a los libros se han alzado un montón de voces de protesta ofreciendo todo tipo de argumentos que se ubican en el espectro de que ésas son chingaderas, hasta reacciones más elegantes de nuestra grey intelectual que ya observaron que la medida es equívoca.
De toda la serie de argumentos que se ofrecen el que más ha llamado mi atención es que el pueblo mexicano leerá menos y el asunto se plantea como una calamidad. Al respecto hay que decir varias cosas: la primera, es que si nos atenemos a las estadísticas parece que los mexicanos leemos algo así como menos de un libro al año en promedio y ello parece manifestar un indicador que nos ubica como peor que perros en los referentes de la cultura mundial. Una pregunta inmediata es ¿quién es el culpable de esta catástrofe? (en el caso que demos por buena la idea de que esto significa una catástrofe y tiene culpables) Del gobierno, dirán algunos, que no ofrece la educación suficiente ni genera el fomento a la lectura. El asunto es parcialmente cierto ya que en las escuelas se les obliga a los niños a leer a huevo y a veces asuntos tan fuertes como obras de Carlos Fuentes. El procedimiento consiste en que los infantes reciban una instrucción (como se recibe un cáncer) acerca del título a leer (que normalmente es el Lazarillo de Tormes), que se dirijan a una librería, adquieran el libro y se dediquen a leerlo para luego contestar un examen con preguntas del tipo: ¿cómo se llamaba el autor? O ¿qué opinas de la actitud del Lazarillo? Evidentemente la respuesta no solo le vale madre al alumno, sino al profesor y al honrado pueblo de Tormes, por lo que entonces se logra el prodigio de que el pobre niño no vuelva a leer en su vida.
Una segunda carga de culpas se le asigna a la televisión ya que, se argumenta, que los niños pasan más horas frente a un aparato que las que invierten en la escuela o en leer libros. Sobre este punto hay que decir que lo menos que puede hacer uno es entender a los niños; la televisión demanda tanto esfuerzo intelectual como tostar un pan, uno se sienta enfrente y recibe a lo puro güey mensajes disímbolos como Chabelo o las chicas supere noséquemadres que están bien buenas y luchan contra el mal. La alternativa escolar normalmente implica ir a rastras a un lugar en el que se pasan las horas resolviendo ejercicios o hasta leyendo el Lazarillo de Tormes.
La lectura no parece en este caso, una alternativa competitiva; hace poco me fijé en mi hija María que se está iniciando en la lectura. La pobre leyó una hoja del libro en el mismo tiempo que Ortiz de Pinedo realizo catorce mamarrachadas. Desde luego se aburrió.
Una última explicación tiene que ver con el vértigo moderno; que uno dedique una tarde entera a la lectura parece una ociosidad en estos tiempos en que time is money y en los que si uno en lugar de estar mojando adobes se acuesta a mirar al techo le cae una carga de culpa que amerita el paredón.
Finalmente se me ocurre que si la gente no lee mucho, será porque no le da la gana y eso no tiene el menor remedio. La lectura es un hábito al que si uno no se acerca con plena libertad se vuelve una monserga. Los que se rasgan las vestiduras por el descenso en nuestros índices lectores no han ofrecido una alternativa plausible o razonable para atacar este problema y que sea suficientemente convincente para que una persona abandone la controvertida revista “Sensacionales del terror" a cambio de Goethe. De hecho no me queda claro si alguien debería decidir qué se debe leer y qué no, ya que para los gustos se inventaron los colores y creo que en el asunto de la lectura cada quien debe hacer de su capa un sayo.
Por todo lo anterior es que no parece argumento el de los intelectuales respecto a la desincentivación de la lectura a través de los impuesto. Lo que no quiere decir que uno no se deba oponer a esta visión recaudatoria que está terrible ¿o no?