lunes, 25 de enero de 2010

Documentar el desastre (Etcétera 2007)

La televisión y sus noticias son predecibles como un meteorito y en muchos casos tienen un componente estacional. No entiendo nada relacionado al “interés noticioso” y es por ello que siempre me quedo pensando que los monzones asiáticos, los tornados norteamericanos y los terremotos en Sudamérica son asuntos muy lamentables que me agobian mucho pero ante los que nada puedo hacer y en consecuencia ocupan un lugar bastante marginal en mi interés. Esta sensación –que puede ser considerada un acto de egoísmo- se apuntala debido al componente de reiteración con que los medios nos asestan imágenes y notas. Uno puede ver a un señor en medio de un río, a un niño llorando o a perros rescatistas husmeando entre escombros hasta la saciedad y entonces viene la abulia. Supongo que una noticia lo es en la medida que se aparta de una norma, es decir en función de su nivel de excepcionalidad y en este caso no veo este criterio por ningún lado. También me imagino que si un programa dura tres horas hay que llenarlo a huevo y con lo que caiga, a pesar de que sean cosas como: “Isabel Wemhemhofer de la región de Bavaria, se convirtió en la primera mujer en comerse una tarta de manzana por las fosas nasales” o entrevistas hechas por idiotas en las que se le pregunta a un determinado Secretario: “Disculpe señor Secretario ¿que opina de la iniciativa presidencial fulanita de tal?” Por supuesto el interpelado, a menos que sea imbécil, dirá que es una maravilla, que el país la necesita y ése es el preciso momento en que yo empiezo a bostezar y cambio de canal. Esto lo entendí una madrugada en la que me desperté ante la advertencia de que me iba a hablar el “señor Gutiérrez Vivó” para que le explicara un programa de canje de árboles. El problema es que la entrevista se pactó a las 5:50 a.m. hora en la que yo estaba en la cama y en coma, con la misma cara de la mamá del muerto estudiando unas notas. A las 6:30 a.m.. recibí una llamada: “estamos muy colgados”…a las 7 ya nomás me pidieron una disculpa y entendí que lo mío no era noticia.
Recientemente llegó un huracán a México, mi hijo el niño Frijol me explicó que en su clase le habían pedido que describiera de manera general el fenómeno por lo que nos metimos a la computadora y descubrimos que ahí venía Dean -digámoslo elegantemente- hecho la chingada. Con eso tuvimos, imprimimos un mapita y explicamos lo que había que explicar. Hasta ahí hubiera quedado todo de no ser por la cobertura mediática que recibió el meteoro (“meteoro” es un nombre mamarracho).
En ese momento toda la logística con la que cuenta Televisa y también con la que no, se puso al servicio de la ciudadanía para ofrecernos el seguimiento del huracán con el mayor detalle que registra la historia. La imagen más común era la de un señor con micrófono y un gabán muy parecido a la lona con la que se tapan los escombros en un camión de volteo, que se enfrentaba a la cámara y a la furia de la naturaleza. Para lograr un efecto más dramático (supongo) no se limpiaba el lente por lo que uno podía ver al periodista detrás de unas gotas como de estornudo de viejito mientras que a su espalda las palmeras se mecían borrachas de viento.
Luego venías los partes que eran desmoralizantes y aquí quiero describir la paradoja; parecería que la nota era buena solo en la medida que un perro hubiera salido volando ante una racha de viento o los damnificados se quedaron en aislamiento total en una situación extrema. Sin embargo, pasó poco y ello aparentemente le quitó impacto al interés noticioso; nadie puede pasar ocho horas viendo llover y no cambiarle de canal. Es por ello que la cobertura que en su inició era poderosa, total y completa, se diluyó hasta dejar a un pobre corresponsal mojándose en el bello Estado de Hidalgo y si se me admite, por último, una analogía mamoncísima, los medios pasaron de una categoría cuatro a una mera depresión tropical…tiempos de huracanes.