martes, 5 de enero de 2010

Poseídos por el ritmo (El Financiero 2004)

La mayor evidencia de que los mexicanos somos gente adicta al baile se manifiesta en las bodas. Normalmente sucede que la nube de gorrones llega a un salón enorme en el que se habilitan mesas para diez personas que, si tienen suerte, se conocen y en caso contrario, entablan conversaciones ligeramente idiotas por la necesidad de convivir a huevo por lo que se buscan temas genéricos, como las lluvias, el desempeño de la selección o lo guapa que se ve la novia.
Entran los meseros bailando por medio de un rito incomprensible y se sirve una comida que normalmente está fría (imagino al cocinero enfrente de una olla industrial mentando madres) y luego se procede a pedirle a los novios que inauguren la pista para bailar una canción que ellos eligieron previamente y que puede ser el gustado tema “Castillos de hielo” (una mamada) o peor aún “Bailar pegados” una canción en la que el protagonista practica la zoofilia con los delfines. Acto seguido se pide a los padres de los novios (unos viejitos) que se incorporen, si ha habido divorcios la cosa se complica porque ya no queda claro quién debe bailar con quién. El caso es que a los tres minutos, la orquesta se arranca con diversos temas agrupados rítmicamente.
Un primero universo musical está representado por algo que a mí me causa mucho estupor ya que se trata de pasos dobles, señaladamente de los legendarios “Churumbeles de España”, en ese momento y si alcanzó el presupuesto se le reparten a los invitados unos gorritos que yo solo le he visto a Tiro Loco Mc Graw en los que salen unas bolitas del ala del sombrero. La gente inmediatamente se separa y empieza a aplaudir como gitano mientras da taconazos que desgracian el parquet. Es notable ver las evoluciones de el pie veterano que evidentemente ha bailado estas melodías desde el precámbrico y navega por la pista como los delfines del atraco zoofílico.
Luego viene una sección de rock nacional que también resulta notable, porque notable es ver a un señor de edad sudando la gota gorda y manipulando a su pareja como se manipula una pirinola de Apatzingan al ritmo de los Teen tops mientras pone los ojos en blanco. Las parejas más hábiles tienden a expandir su espacio vital lo que provoca pisotones de diversos calibres. Los más osados ensayan evoluciones acrobáticas que pueden acabar de mala manera si la señora no es cachada con oportunidad.
Están los bailes en grupo, donde los miembros de la orquesta se embarcan en un modesto tutorial y logran el prodigio de que 100 imbéciles se contorsionen simultáneamente con el baile del perrito o una mega madre texana que se debe bailar acompasadamente. En ese momento me asaltan varias dudas: ¿la gente no se da cuenta que está haciendo el ridículo tumultuariamente? ¿yo no me doy cuenta que nomás se divierten y soy un amargado? No lo sé, el caso es que todo me parece siniestro.
No solo en las bodas nuestros compatriotas se arrancan poseídos por el demonio del baile. Los mexicanos consideran que en el preciso momento que suene el primer trompetazo del mariachi, es menester (en el caso masculino) pasar los brazos por detrás del cuerpo, agarrarse las manos y pegar de brincos mientra se grita jay-ja-jay. Las mujeres deben tomar su falda de los olanes y levantar las piernas en una especie de tarantella, nomás que sin traje típico.
La última manifestación de esta vena dancística que se me ocurre son los quince años, donde para vergüenza de la humanidad. se pone a quince pobres diablos (los chambelanes) a ensayar aires de vals en honor del señor Strauss, sin que seguramente éste jamás tuviera la menor idea de que con su cánticos y ritmos iba a condenar a la picota a generaciones de adolescentes mexicanos que muy tiesos deben luchar con el peso de la quinceañera y evitar sacarse los ojos por las nubes de hielo seco que infestan la atmósfera.
Como seguramente podrá concluir, querido lector, un servidor ya no baila ni los ojos y en esta posición me mantendré hasta que se me demuestre que los hijos del ritmo tienen razón y yo estoy equivocado. Asunto que considero altamente improbable.