domingo, 14 de noviembre de 2010

Antónimo de anfibología (El Financiero 1996)

Leo, con cierto sobresalto, que 260 mil estudiantes están presentando un examen en el momento que yo redacto estas líneas. ¿Qué les irán a preguntar? ¿Cuántos de ellos llevarán un acordeón? ¿Cuántos una estampita de San Carlos Borromeo? ¿Quiénes le habrán pedido al primo que se las sabe de todas todas que resuelva las preguntas clandestinamente? La verdad es que no lo sé. Lo que sí recuerdo de estos exámenes se remonta al cretácico, cuando yo mismo fui uno de esos estudiantes nerviosos que llegaron con su lápiz del dos esperando un milagro de la guadalupana. La experiencia la puedo catalogar como siniestra y transformadora. Aún no puedo resolver un examen y mucho menos aplicarlo.

Las preguntas que nos hicieron eran extrañísimas y parecían redactadas por alguien que inhalaba tíner o era de plano idiota perdido. Había unas facilísimas, categoría en la que cabía el antónimo de blanco, y otras que no hubiera contestado Von Braun. Recuerdo por ejemplo que una de matemáticas decía más o menos así: "Hay una cubeta con nueve litros de agua de chía; Juan llega primero y se toma dos terceras partes, luego Federico toma un octavo y Luisito, que llegó al último, solamente toma un noveno. ¿Cuánto líquido queda en la cubeta?" Al recibir la pregunta puse los ojos en blanco y me quedé pensando en Juan, en Luisito y en la chingada madre del autor de la idea. Luego descubrí que la única proporción que me sabía era la de 1/4, que era la probabilidad de acertar la respuesta al tin marín... aún no sé el resultado y así me fuera la vida en ello (por ejemplo que Demi Moore ofreciera establecer comercio carnal a cambio de la respuesta) no sabría qué contestar.

Exámenes.

Otro momento alucinante ocurrió durante las preguntas de historia. En muchas de ellas se trataba de establecer cronologías y entonces había que decir qué fue primero si la conquista o la reforma. Supongamos (sin conceder) que el asunto no tenía chiste, pero ¿qué pasaba si entre las etapas históricas alguien con muy mala leche o muy mala madre introducía el término "segundo imperio", que fue exactamente lo que ocurrió? Yo, que me enteré esa mañana de dicho concepto, estuve tentado de escribir Napoleón Bonaparte, y volví al tin marín. Cuándo le expliqué más tarde a mi señora madre --que compartía todos mis méritos académicos-- el asunto y ella me explicó a su vez que la pregunta se refería a Maximiliano, me di un tope en la cabeza y sentí que la vida no valía nada.

En biología la cosa no estuvo nada fácil. Se preguntaba, por ejemplo: de las siguientes opciones ¿cuál representa a una dicotiledónea? y luego se enlistaban: las fanerógamas, los frijoles, las cucurbitáceas y las melastomatáceas. En ese caso opté (correctamente) por la única respuesta que me sonaba familiar, que era la de los frijoles. Y santo remedio.

Al momento de terminar el examen con mi lápiz del dos, decidí que si me aceptaban sería sólo porque Dios sí existía y durante los dos meses que tardaron en llegar los resultados sufrí una seria transformación espiritual. En esos tiempos era de todos conocido que si el resultado llegaba en un sobre gigante, el asunto había valido madre y si, en cambio, venía en un sobrecito no podrían ser otra cosa que buenas noticias. Al final llegó un sobre de tamaño normal en el que se me anunciaba que había sido aceptado. Mi regocijo se vino abajo ante el ácido comentario de alguien que hoy quiero mucho, que dijo: "Pues sí, siempre hay gente más pendeja que uno".

Francamente espero que los pobres 260 mil estudiantes no pasen ese trago amargo. Que se haya decidido que hay cosas más importantes en la vida que el agua de chía y las cucurbitáceas, y que el señor que hacía los exámenes se haya muerto. Vaya pues mi simpatía para los que estudiaron, para los que no estudiaron y para los que van a volar. En ese caso, la mejor estrategia es buscar a alguien que tenga peor cara y sentirse satisfecho a cambio del dolor ajeno.

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