domingo, 26 de septiembre de 2010

Las dietas (El Financiero 2002)

Estaba yo el otro día hojeando “El país semanal” la revista española que acompaña la edición dominical del periódico del mismo nombre, cuando me encontré con el tema del sobrepeso. La fórmula para calcular los kilos de más, era elemental: “divida su peso entre su estatura”, lo hice y me quedé aterrado ya que de acuerdo a los cánones planteados, mi sobrepeso es el equivalente al de una ternera en pie y me salía de la tabla por varios órdenes de magnitud. Cuando traté de hacer las cuentas para averiguar cuántos kilos debería bajar para estar dentro de las estándares de salud internacionales, me encontré con que para llegar a la meta, debería coserme los labios tres meses y amputarme la pierna izquierda.
El asunto me dejó con una ligera depresión (parte de la terapia es contarle a usted, querido lector sobre estas maldiciones modernas) y con la vaga idea de que no hay nada que hacer sobre este tema. Si la estrategia de la revista era generar conciencia, en mi caso lo lograron de forma tan contundente y errónea que me tuve que cenar un pay helado de limón y mi torta de tamal, mientras pensaba que la vida simplemente no vale nada
La salud es el dictador de los tiempos modernos y paulatinamente hemos ido descubriendo que todo aquello que nos produce ciertos placeres está diseñado para aniquilarnos rápidamente. De acuerdo a los patrones modernos una persona sana no toma, no fuma y come lechugas todo el pinche día. Asimismo, no es bueno asolearse, respirar mucho en la calle, ni bañarse con agua fría. El problema es que el escenario anterior a mí me resulta una prefiguración del infierno y es por ello que desobedezco constantemente los consejos de aquellos que se han erigido en cruzados de las mejores causas sociales, que normalmente son gente insoportable.
Actualmente los que se dedican a que la humanidad se haga sana son los nuevos profetas y la masa sus seguidores que acuden en tropel para descubrir las nuevas fórmulas de la felicidad. Se han diseñado estrategias diversas para bajar de peso que se ubican en un espectro en el que todo cabe. Hay unos señores que diseñaron, por ejemplo un cinturón que vibra cuando la gente suelta la barriga. Esto me parece terrible ya que lo que menos se me antoja es legar a una cita con el señor fulanito de tal y encontrarme con que cuando me está explicando mis derechos le empieza a temblar la panza por medio de un motor de 3 watts. Otra opción consiste en ingerir unas fórmulas químicas que “encapsulan la grasa” y no quiero ni pensar dónde la mandan. Normalmente son polvitos que uno le pone a la comida y que solo alguien amante de la aventura se puede meter al cuerpo. La tercera opción son las dietas en las que el principio elemental se basa en que uno coma alimentos cuyo común denominador es que saben asqueroso y que producen imágenes de gente comiendo arroz al vapor con caras largas. Desde luego la última alternativa es entrar en la oligofrenia del ejercicio, comprarse el video de Jane Fonda y empezar a pegar de brincos como si la vida nos fuera en ello o inscribirse en un gimnasio en el que una buenota da de gritos para que todo mundo renuncie a la flacidez de la carne.
A nadie se le ha ocurrido que la forma más simple de salud consiste en estar contento y que esta felicidad puede venir de una buena copa de vino o de un cigarro que calme la ansiedad. Que hay pocos placeres que se comparen con llegar ladrando de hambre y hallarse ante un plato de tacos de chicharrón y que las carnes blandas no son motivo de escándalo ya que es más normal poseerlas que volverse miembros de la tribu de los espartanos. Es una traición de la modernidad que todos los adeptos a estas opciones tengamos que vivir con culpa y a escondidas y es por ello que me manifiesto abiertamente por una opción intermedia que medie entre la posibilidad de que los que quieran estar sanos y buenotes lo hagan y los que no, que no.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

De Paparrazzis (Etcétera 2007)

Nunca he sido correteado por una turba de paparazzis y ello se explica fácilmente dada mi condición de pelagatos. No es el caso de las celebridades que día con día sufren el acoso de esta nube de vividores con un trabajo que a mí me parece simplemente inexplicable. La escena es predecible como un meteorito; algún famoso o famosa sale de un lugar determinado que puede ser un restaurante, la sala de su casa o el Aurrerá de Mixcoac, la siguiente etapa depende del nivel de celebridad del susodicho. Si es un peso pesado irá acompañado de cuatro señores con cuerpo de ropero que van tirando madrazos a diestra y siniestra mientras intentan tapar los objetivos de las cámaras, para que al día siguiente en los noticieros se quejen los animadores de las agresiones a la prensa. En cambio, si se es de menor importancia habrá que lidiar en soledad con esta masa que ejerce el trabajo periodístico poniendo el obturador en los pómulos y el micrófono en las amígdalas.
Para entender este fenómeno hay que buscar varias aristas; en primerísimo lugar está el mercado generado por los consumidores –a quienes imagino idiotas y babeantes- que reclaman a gritos conocer el rostro del hijo de Luis Miguel o el beso que se dio una buenona con uno que no es su pareja. Convendrá conmigo –querido lector- que no se trata de asuntos de Estado y sin embargo, los tirajes de las revistas en que se exhiben estas miserias son muy superiores a los de aquellas que se dedican al análisis nacional. Un segundo elemento se vincula con la ausencia total de regulaciones en la materia. Frecuentemente se invoca sin ningún matiz sobre “el derecho a saber”. De acuerdo, los ciudadanos tenemos ese derecho, señaladamente en el caso de las decisiones públicas. Sin embargo si tal o cual ministro decide encuerarse en la privacidad de su hogar y ponerse una piel de oso encima para bailar la polka, el asunto pierde por completo tal interés público y en consecuencia los ciudadanos nuestro derecho a saberlo.
El asunto adquiere gravedad por los medios a través de los cuáles se obtiene esta información; telefotos, helicópteros, cámaras escondidas, motocicletas con un camarógrafo voraz y espionaje telefónico son solo algunas de las estrategias que se siguen para llevarle al noble pueblo mexicano instantáneas de la señora Bolocco desnuda (en la supuesta soledad de su hogar) o a la señorita Spears (que por cierto, no es precisamente una lumbrera) dejándose la cabeza como huevo de pascua. Hasta donde sé nunca ha prosperado en este país una demanda contra nadie y sí inmensos reparos de los medios de comunicación que de inmediato se quejan de atentados contra la libertad de prensa y el derecho de la gente a estar informado. De hecho en un acto inverosímil trasladan la responsabilidad sobre la gente acosada con un concepto que se podría resumir con la siguiente frase: “quién le manda a ser famoso, si no quiere que lo fotografíen que no salga de su casa”.
Un ingrediente aditivo tiene que ver con el valor de una nota; mientras más escandalosa es mejor, así, por ejemplo si una famosa se va a cenar a un restaurante y se logra una imagen en la que tiene un tenedor con lasaña, la fotografía será mucho menos costosa que aquella en la que la capten escupiendo dicha lasaña, estornudando en la cara de su interlocutor o regresando la sopa de cabellitos de elote. Este fenómeno propicia que a los paparazzis les convenga comercialmente que sus presas se intoxiquen con alcohol o que prescindan de ropa interior y en ello hay un mensaje simplemente lamentable.
Supongo que este es el signo de los tiempos y nada se puede hacer ante este fenómeno. Aparentemente nadie está dispuesto a legislar sobre la materia y el poder mediático es tan grande que difícilmente se podrá evitar este fisgoneo permanente. La gente tampoco cambiará y seguirá buscando con avidez notas obtenidas de mala manera pero que le permiten –aunque sea por un minuto- formar parte de la vida de los bellos y de los famosos, que, por cierto, es una forma pobre de vivir.

sábado, 18 de septiembre de 2010

El Grito (El Financiero 2001)

Entre el momento que el cura Hidalgo tomó una decisión y salió a matar gachupines y el día de hoy ha pasado mucho tiempo. Sin embargo su gesta se recuerda año con año a través de un ritual profundamente barroco siguiendo la tan mexicana maña de festejar lo que sea (hace unos días los cadetes del Colegio Militar recrearon la batalla del 13 de septiembre y no me imagino cómo le hicieron para salir derrotados, ni cuáles cadetes representaban a los gringos).
“¿Qué si no vas a ir al Grito?” Me preguntaron el lunes. Sonreí cortésmente y entonces, como en una avalancha, llegó a mí una cascada de recuerdos (nótese que sigo poético, que chingao) que me dejaron con una sensación de amargura que aún conservo.
El último Grito de Independencia al que asistí tuvo verificativo la noche de un 15 de septiembre de hace siete años; en la expedición iba mi hermana Diana, su esposo –un hombre de tres metros- mi legítima y un servidor enfundado en una camiseta de color verde como la esperanza. Todo inició muy mal: el lugar más cercano al zócalo de Coyoacán se hallaba a una distancia equivalente a la que existe entre Lindavista y la central de abastos, por lo que fue necesario emprender una caminata que me hizo envejecer veinte años. Por las calles nos rodeó una nube de compatriotas vestidos como sólo se vestiría alguien que tiene ausencia cerebral; unos llevaban su sombrerote de tres metros y un jorongo con leyendas alusivas como: “viva México cabrones” o “tu mamá me ama”. Cuando llegamos a la plaza y vi a la gente me acordé de una película en la que sale John Wayne con los ojos de alcancía y dirigiendo a una nube de mongoles (entre los que se contaba Pedro Armendáriz, también con ojos de alcancía). Sin embargo, el vértigo producido ante la cantidad de compatriotas no fue una advertencia suficiente y nos metimos a la bola a lo puro güey.
Fue horrible...
Como no había referentes cardinales precisos uno iba caminando por medio de fuerzas de carácter newtoniano hasta que se daba en la cabeza con un puesto de algo que aparecía de la nada. Se vendían unos bigotes que olían a pápaloquelite, elotes, buñuelos y hot cakes en los que con dos gotitas de masa salían las chichis de alguna encuerada. En dos ocasiones fue menester que pateara a un infante que había decidido morderme las nalgas. Luego vinieron los cohetes, que iban a explotar en cuatro segundos porque alrededor de la zona donde caían se abría un claro lleno de gente pendeja que se reía de que le tronaran entre las patas. Si daba la casualidad que uno fuera el centro del claro el asunto estaba concluido. A las once salió una figurita miriñáquica que me dijeron era el Delegado, dio el Grito y se metió a cenar. El resto de la gente inició en ese momento una batalla memorable a través de armas contundentes. Como no había piedras se decidió que los elotes eran adecuados para tal fin. En el momento que yo me empezaba a preocupar el destino me dio la razón y se manifestó en forma de un elotazo en la nuca que me borró para siempre el nombre de mis abuelos. Todavía hoy me pregunto como es que no le apuntaron a mi cuñado que, como ya expliqué, era un blanco más conspicuo.
Eso fue todo: decidí que lo mejor era huir a toda prisa, el pedo es que como en cualquier campaña de guerra el movimiento era envolvente por lo que para caminar en dirección contraria tuve que sortear un cohete, recargarme en el seno de una señora embarazada y besar a uno de bigote. El rumbo hacia el coche fue igual de pausado que la salida de los franceses de Rusia. Al llegar al auto y tratar de ver los estragos de la noche en mi cara lo único que vi fue el hoyo dónde estaba el espejo que se habían robado.
Terminamos en mi casa jugando dominó, ellos riéndose y yo con un humor de los mil diablos.
Por eso cuándo me preguntan sonrío cortésmente sin que nadie sepa que por dentro estoy mentando madres.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

La opinadera (El Financiero 2002)

Entramos de lleno al mes patrio en medio de informes presidenciales y análisis infumables acerca de lo que este país merece. Alguna vez discrepé de un hombre que hasta ese momento consideraba yo muy listo que declaró su hartazgo de tanta opinión, hoy reconozco mi error y tengo la impresión de que, efectivamente, a todo mundo le da por abrir la boca y decir lo que piensa a la primera oportunidad. De la reflexión anterior me queda una preocupación, ya que opinar a lo baboso es lo que he venido haciendo los últimos años aunque debo aclarar que algunas veces he caído en el espinoso asunto del rendimiento de cuentas. De cualquier manera creo que el problema de la opinadera tiene que ver con cierta pereza por el análisis, lo que implica recibir digerido cualquier hecho y modelar opiniones propias que provienen de mentes ajenas, en algunos casos tan lúcidas como las de los hombres de negro que son pura lumbrera, o, en cambio, las de Britney Spears declarando que se había preparado para su más reciente filme tomando clases de actuación durante la friolera de 10 días.
Los mexicanos somos un pueblo al que le da por externar su punto de vista porque pasó la mosca, esta capacidad se manifiesta en muchos frentes; cuando un niño nace y se pone morado después de llorar tres horas vienen los comandos a decretar los remedios: “úntale un ajo en la entrepierna y verás como se alivia” dicen los herbolarios, “tiene un problema de ausencia de imagen paterna” argumentan los interesados en el psicoanálisis” o “es normal” dicen lo que a todos les vale madre. Lo mismo pasa en el momento que alguien se accidenta y se queda con el fémur de fuera en posición de decúbito prono. La gente que lo rodea de inmediato decide que no hay que moverlo o, por el contrario, que es necesario volverle a meter el hueso. El efecto final es contradictorio y ambiguo, como ambiguo es este país. Sin embargo, quizá la referencia más notable de nuestras ganas de dar un punto de vista se encuentra en la reciente tendencia de los programas de radio y televisión consultando a la ciudadanía sobre asuntos de enorme trascendencia. Evidentemente el que redacta la pregunta padece una forma benigna de retardo mental ya que realiza cuestionamiento del tipo: “¿usted cree que el mochaorejas debe ser liberado?”. La sorpresa es que miles de compatriotas corren a los teléfonos y expresan su particular punto de vista mientras yo me quedo pensando que en el asunto debe haber un buen negocio pero todavía no acierto a explicar cuál.
Lo que sigue en este mundo de opiniones se relaciona con la reciente reacción de ciertos intelectuales que impugnaron airados una selección realizada por la SEP y diversos especialistas en el sentido de elegir un grupo de libros para las aulas escolares. Advierto de antemano que un libro mío sobre los recursos naturales va en esa lista y que me apena mucho que en ella me encuentre al lado de José Luis Borgues (Fox dixit) o del maestro Robert L. Stevenson pero debo aclarar que ése no es mi problema, sino de quienes hicieron la lista de marras. Los argumentos impugnadores desgraciadamente dan ternura ya que no se analiza la pertinencia de la elección en cada caso, que es lo que habría que hacer, sino en al hecho de que “faltan autores mexicanos” o que se “benefició a editoriales extranjeras”. Me queda claro que –con Borges o sin Borges- cualquier lista es arbitraria y que siempre va a haber descontentos, el problema es que cuando los argumentos se basan en la idea de que lo hecho en México está bien hecho y que lo demás es invasión el asunto simplemente no tiene destino. Me recuerda una de las primeras categorías del Ariel que premiaba a “la película más mexicana” sin aclarar si gente que florea la reata y alburea al vecino calificaba para tal merecimiento.
El mes patrio discurre pues entre todos opinando y algunos de ellos dispuestos a inmolarse como Juan Escutia. Me imagino que el 16 si de veras queremos estar acordes con los tiempos habrá que salir a matar a los gachupines dueños de las editoriales extranjeras que nos están robando el pan de nuestros hijos ¿o no?

sábado, 4 de septiembre de 2010

¿Es cultura? (El Financiero 1998)

Oye me dijo el otro día una jóven que conocí en una reunión, me gusta lo que escribes pero ¿por qué hablas de todas esas cosas en la sección de cultura?
El hígado se me hizo chiquito, pero como soy un cobarde, traté de explicxarle que el concepto de cultura es universal, amplio y global y que todas las manifestaciones que realizan los seres humanos, gremio dentro del que me incluyo, son culturales y caben perfectamente en esta sección. Pero nones, me miró con un escepticismo diabólico y, como a lo mejor ni yo me convencí, decidí reflexionar en esta colaboración sobre la cultura nacional. A ver si así tranquilizo mi conciencia.
Lo primero que salta a la vista cuando se analiza el ambiente cultural de nuestro país es que está muy enrarecido. Aparentemente existen varias opciones para el que diseña, crea o califica una propuesta cultural, vamos a ver.
El incondicional. Este tipo de personaje ha mostrado a lo largo de toda su vida su identificación plena con un grupo conocido de intelectuales asociados a una corriente definida. Estos son los Juanes Escutia de la cultura ya que están dispuestos a sacrificar prácticamente todo por su lealtad a un grupo particular. ¿Qué les tiran un cañazo? Pues responden de pie y con la cara al sol a la carretada de insultos que le llueve a su partido.
El independiente. Este por lo general anda presumiendo que su compromiso es con la verdad y no con grupos específicos. A la hora de las denuncias resulta un poco cargoso ya que invariablemente le anda contando hasta a quien no le interesa que su línea de conducta es intachable y que jamás ha cedido a las insinuaciones de nadie.
El independiente ardido. Esta es una derivación de la especie intelectual anterior. Sin embargo, sus motivaciones, lejos de ser puras y cristalinas, obedecen a rencores milenarios. A este tipo no le dieron una beca o le rechazaron una publicación y quedó encendido por el resto de su vida.
El profeta.- Este es generalmente el padre de la conciencia colectiva y de sus palabras emanan las líneas de pensamiento que siguen las cortes intelectuales de la nación. Esta es una variedad poco común ya que solo las lumbreras, recurso del que el país anda escasón, pueden aspirar a tan alta investidura.
El institucional. Así como existe una Secretaría de Estado que se dedica a los asuntos de la pesca y observa el estado que guardan los huachinangos, existe también una dependencia del gobierno que se encarga de velar por las cuestiones culturales. Esta es una oportunidad histórica ya que teatreros, escultores, escritores y otros que tradicionalmente han engrosado las filas de la miseria en el país, pueden acceder a un puesto dentro de la burocracia cultural. Es decir, ya tienen hueso. A estos les llueve en su milpa constantemente ya que se les acusa de algo así como traición a la patria. Sin embargo, yo creo que son puras envidias.
En síntesis hay muchas opciones; yo tomaré, por lo menos en esta ocasión y para que no anden diciendo, la de cronista cultural de la sección cultural de un diario capitalino. Pero después de pensarlo un poco creo que voy a renunciar a tan alto cargo para seguir en el futuro hablando de mis cosas.