miércoles, 17 de febrero de 2010

Tiempo de cine (El Financiero 2001)

Hay cosas que han evolucionado que da contento; hace ciento cincuenta años, nuestros antepasados, por ejemplo, se ahumaban con velas y tardaban tres meses en recibir una carta de los compadres, o se curaban un dolor de muelas esencialmente a madrazos. Hoy, cualquiera puede poner en su casa, si es muy pendejo, focos de neón, echar un ladazo a Namibia para saber si hay revolución o sacarse las piedras del riñón sin que le metan un tubito por donde usted se imagina. La mujeres del siglo pasado compraban vestidos con instructivo y los señores se echaban talco en una pelucas que han de haber olido a muerto. Hoy las damas van en pants al súper y los cortes masculinos son de sierrita con piquitos y gelatina de guayaba.
Esta reflexión, que de ninguna manera es nostálgica, y abreva (escribí “abreva” para demostrar que he leído) en la fuente consignataria de que todo tiempo presente es mejor, se ha originado porque hace unos días que fui al cine me quedé pensando que si algo no ha evolucionado desde su origen son las salas cinematográficas y ello no deja de ser un prodigio. Ibargüengoitia escribió: “Ir al cine es, a primera vista, lo mismo hoy que hace treinta años. Consiste en meterse en un cuarto oscuro con otras personas y ver películas proyectadas en una pantalla”. Han pasado por lo menos veinte años desde que esta afirmación se escribió y el asunto sigue igual: a uno le da la gana ir al cine , lee la cartelera en la que invariablemente vienen mal los horarios y fotos de parejas semidesnudas dándose con todo, se sube a su auto o a un democrático pesero y se arranca con la novia, la mamá, los niños o quien le dé la gana.
La llegada al cine puede tener varias derivaciones perversas, la más común es que haya una cola de cuarenta personas esperando para comprar el boleto y dos o tres revendedores (que por algún misterio se sienten gente honesta) vendiendo al doble las entradas. La segunda derivación es que uno se siente en la butaca del extremo de la fila para no estorbar y el imbécil que está a la mitad decida que quiere un gaznate a los diez minutos de iniciada la película. El tercer maleficio tiene que ver con alguien que es tan bruto que no entiende que la película se ve primero y luego se comenta y que el proceso entendido al revés no puede acarrear sino calamidades como la de que alguien se pare y le pegue un puñetazo. Una derivación más son los precios; seguramente los dueños de salas entendieron que los tiempos gloriosos donde entraban quinientos pelados a ver El padrino se han ido y en consecuencia han decidido recuperarse en la dulcería. Ahí llega uno muy normal y se encuentra con un puñado de adolescentes de la generación oligofrénica que traen un aparatito de comunicación que en lugar de recibir llamadas obscenas, emite mensajes del tipo: “están pidiendo dos bolsas de cacahuates”. Estos muchachos anuncian que las palomitas valen doce pesos lo mismo que los refrescos, reciben el dinero y lo declaran: “recibo veinte pesos”, pero lo peor de todo es que tienen cara de hueva.
Para preparar los sagrados alimentos las cosas han cambiado; ahora hay unos surtidores en los que uno le puede poner a las palomitas los ingredientes necesarios para quedarse calvo o babeando de una encefalitis equina. Los hot-dogs, saben a algo horrible que nunca he probado pero que me imagino y así nos seguimos.
Sin embargo todas estas modificaciones y conductas son externalidades, las salas siguen siendo lugares oscuros con butacas en los que la gente se sienta a ver una película. Quizá el único cambio notable es uno que me parece una muestra muy lograda de la imbecilidad humana y que tiene la siguiente cronología. a) Inician los cortos, b) la gente los mira y comenta: “hay que ver esa película”, c) acaban los cortos, d) baja el telón, e) pasan cinco segundos y f) sube el telón que hace cinco segundos estaba bajado con un gasto de energía equivalente al que deben emplear dos daneses para hacer el amor.
¿No es idiota?

2 comentarios:

Oscar Chavira dijo...

La cita de Ibargüengoitia aun es válida en la actualidad: el cine sigue siendo escencialmente el mismo proceso tecnológico que hace 50 años o más. Los que han cambiado son los espectadores. Fuí iniciado muy pequeño en la apreciación cinematográfica por dos muy duras cinéfilas: mi madre y mi abuela. No se me permitía comer, hablar, y mucho menos levantarme de mi asiento durante la proyección, y creo que estos lineamientos eran generales porque cási todo mundo los seguía en aquel tiempo. Por eso existían los intermedios y la movilización masiva de los espectadores en ese lapso.Así fui criado, así quedé impueso a que fuera la conducto del espectador. Hoy, después de pasar por un largo proceso de adaptación cási estoy a punto de dejar la salas de cine. Las tecnologías de audio y video caseras nos brindan la posibilidad de una experiencia cinematográfica de buena calidad. Todo lo que no he pagado de cine en los últimos años, lo he invertido en adaptar la sala de mi casa para disfrutar la experiencia cinematográfica, a la que se refiere Ibargüengoitia, pero en la santa paz de mi hogar.

Fedro Carlos Guillén dijo...

Sé que eres cinéfilo a carta cabal, una noble afición. Gracias x el comentario