lunes, 14 de diciembre de 2009

Noches de ópera (El Financiero 2008)

Me entero, con cierto pasmo que en el hace unos días se ha presentado la ópera Carmen en el auditorio nacional y se anuncia que se trata de una “producción majestuosa con más de 300 actores en escena (la misma cantidad de habitantes de Tejupilco). Mi pasmo se produce porque la ópera es una manifestación artística que me resulta inescrutable por varias razones; la primera y más evidente es por la facha de los cantantes que a la legua se ve que fueron seleccionados por su voz y no por su aspecto. En el caso de los caballeros normalmente son viejitos con panza de albañil que por razones del argumento tiene que representar a un señor que es guapo y las seduce con la pura mirada. El efecto final es ligeramente repugnante. Las damas por lo general pesan lo mismo que una ternera en pie y son “divas”, esto quiere decir en cristiano “mamoncísimas”, se desmayan porque pasó la mosca, se visten con tiendas de campaña y se pintan el pelo como solo se lo pintaría Madame Mim.
Un segundo elemento son las voces; la primera vez que oí a un cantante de ópera me di cuenta que algo no andaba bien; nadie canta como lo hacen ellos, esto es, con una voz de ultratumba si son bajos, o con una agudeza que destroza la cerilla de los oídos si son sopranos. Por supuesto no debemos omitir el nada omitible hecho de que esta gente se comunica cantando y no como usted y como yo, que nomás platicamos. Esta desgracia es exportable a muchas películas en las que está el joven galán con una buenona y de pronto sin previo aviso se oyen unos violincitos que nadie puede ver y que son el preámbulo para que este idiota le cante a la bella que entorna los ojos de una manera horripilante.
Las óperas también requieren un vestuario específico que normalmente es escalofriante; los cantantes pueden salir de soldados romanos, de geishas o lo que es peor aún de toreros como es el caso de “Carmen”. Como es bien sabido el traje de matador de toros fue diseñado por alguien con iniciativa pero hijo de la chingada, ya que hay que tener muy mala leche para vestir a alguien con unos pantalones tan ajustados que causan orquitis, mallitas rosas, un chaleco tres veces menor a la talla normal y un sombrero de telera. En el caso que el intérprete del papel del torero en Carmen pese cien kilos, nos enfrentaremos al sorprendente espectáculo de observar a un zepelín multicolor en el escenario.
Por último se encuentran los libretos que son dignos de una demanda penal; el de Carmen trata la historia de don José, uno que es sargento y bastante imbécil ya que no se da cuenta que Carmen es, de acuerdo a la sinopsis “una cigarrera nacida para el amor” lo que equivale en cristiano a decir que es meretriz. Ambos se enamoran, pero ella nomás le trae malfarios a José; cuando la meten al bote él la deja escapar y lo castigan, luego lo convence de que se vaya al monte a tratar con contrabandistas mientras ella quiere conocer en el sentido bíblico a un torero famoso que se llama “Escamillo” (si yo me llamara Escamillo viviría en Alto Volta)
Las cosas se precipitan ya que Escamillo sube al monte (imaginar a un torero en el monte) y cuando están a punto de agarrarse a madrazos los dos rivales, le llega la noticia a José de que su madre agoniza por lo que deja a Carmen y a José haciendo valer la ley del mismo nombre, es decir, la del monte.
Llega la corrida de toros y aparece José, pero Carmen decide desdeñarlo en una decisión pésima para su salud ya que en ese preciso instante José saca un puñal y la manda al más allá en el momento justo que Escamillo mata a su vez al toro siguiendo un método similar.
Como puede verse el asunto resulta ligeramente infumable y es por ello que a toro pasado explico mi ausencia de tan memorable evento. Francamente prefiero las luchas o ya de perdida una película de Pepe el Toro.