viernes, 27 de noviembre de 2009

Coyoacán (Etcétera 1999)

Uno de los barrios de mayor interés sociológico es Coyoacán, fuente inagotable de observación.
En Coyoacán se advierten prodigios a cada paso; hay un hombre de voz siniestra que lee la mano y descubre adulterios (¡ven a ver si te ponen los cuernoootes!). Dice la leyenda que a las bellas las manosea mientras le escurre baba por las comisuras de los labios.
También hay mimos que hacen reir a la gente a costa de ella misma; las víctimas, generalmente son pobres diablos que pasan de prisa mientras el cómico los imita o de plano les mete un susto utilizando un perro de pelusa que les restriega en el fondillo.
En Coyoacán además de miles de palomas que se cagan en las estatuas de dos coyotes que parecen perros, hay miles de hombres y mujeres que venden chácharas cósmicas: pachulí, incienso, pirámides de energía y otras yerbas (en el sentido literal). También hay músicos que son fuente de sobresaltos extremos; está uno tomándose tranquilamente su café cuando de la nada, brota un charango y detrás del charango un tipo que canta "carnavalito cholitooo" con los ojos entornados.
Otros vendedores rematan colguijes y colgajos, flautas o ropa de Acamapichtli Tetenotzin. Se ofrecen servicios para fabricar trencitas que dejan calva a la gente o se practican perforaciones en la nariz a los visitantes que llegan a puñados.
Coyoacán es un refugio para los aspirantes a cualquier tarea intelectual. Si nos fijamos con atención encontraremos a un hombre barbado tomando notas frente a una tasa de café, las pausas en su trabajo son estudiadas y tienen la misión de advertir: "atención, aquí estoy, produciendo, creando", luego vuelve a su trabajo y a su nota que es, muy probablemente, la receta del pescado empapelado. Aquel de más allá, el de saco de pana, ofrece fragmentos de su última novela a un amigo que a esas alturas avanza ya al territorio insondable de la catalepsia. En otra mesa dos jóvenes teatreros hablan de la "propuesta escénica" sin que les dé vergüenza que los oiga la gente.
Si queremos ver a los verdaderos intelectuales, tendremos que esperar al domingo ya que están en su casa escribiendo o pintando.
Recientemente Coyoacán ha sido tomado por jóvenes, muy jóvenes que vienen de todas las escuelas activas del mundo. Portando sombreros de pesadilla y aretes en las narices, se sientan en los bares, piden wisquis dobles. hablan de "La maldita" o "La Santa" y se dan unos besos de escándalo. Todo ello con el desenfado producido por el contacto de muchos años con la señora Montessori y el señor Piaget.
El último alarido de la moda para los jóvenes activos es horrible: se visten de negro con ropa tres tallas mayor y lucen como Tontín el de Blancanieves. El pelo lateral es cortado a rape y el de la coronilla se deja caer libremente por los parietales lo que sugiere la forma del Nevado de Toluca. La mota les produce trastornos divagatorios terribles, en su charla los ejes ordenadores del lenguaje se alteran de una manera dramática lo que genera la impresión de que se está hablando con un finlandés y no con un joven activo.
Son insoportables.
El quince de septiembre Coyoacán luce sus mejores galas: es la noche del "Grito", la plaza se llena de puestos, la gente se llena de buñuelos y los asaltantes se llenan de carteras. La experiencia podría compararse con la de viajar en un vagón del metro al que le caben veinticinco mil personas y que va atestado. A las once de la noche el Delegado (una figurita que se pierde en el tumulto), se asoma por una ventana, saca una bandera y da el grito, luego regresa a sus oficinas a cenar con vino francés. La gente grita consecuentemente y después se dedica a caminar comiéndo elotes (cuya capacidad como arma contundente ha sido demostrada por varias víctimas lobotomizadas por un impacto).
El destino es incierto, en realidad se dan vueltas en círculos portando bigotes de Pancho Villa que producen septicemia. Luego hay que agredir a huevazos a más gente que uno no conoce o esquivar los cohetones que un grupo de sicópatas avientan aleatoriamente. A las dos de la mañana todo mundo se retira cuando algunos adolescentes se dedican a jugar coleadas y le aplastan la cara a tres niños. El coche, que ha quedado a una distancia equivalente a la que existe entre México y Yautepéc invariablemente es desvalijado.
La iglesia de Coyoacán es muy rara y en ella se presentó hace algunos años un fenómeno que me parece de interés sociológico. Resulta que una de las paredes del costado del templo, presentó una mancha de humedad que inmediatamente fue diagnosticada por el beaterío como la imagen de la Virgen. Al rato, el lugar se empezó a llenar de flores y de peregrinos que venían en busca de consuelo, la respuesta de un hombre seguramente formado bajo los cánones metodológicos de Francis Bacon fue simple: mandó encalar la pared y los peregrinos tuvieron que retirarse, con todos y sus ilusiones, a bailar a Chalma.
Los fines de semana Coyoacán se viste de fiesta y a ella van convocados cuarenta y cinco mil capitalinos. Las librerías se llenan de gente que lee de gorra o tapa el baño. En los cafés hay cola y los baratijeros despiertan de su letargo semanal. Ante tal afluencia la policía decidió tomar una medida ejemplarmente pendeja que consistió en prohibir la circulación de los automóviles. Esto ha determinado que las personas que logran llegar a la plaza coyoacanense, luzcan un tono azuloso producido por la caminata de cuatro hilómetros.
Es pues Coyoacán un abrevadero al que van a beber las clases ilustradas. La mamonería que se respira sólo es superada (esto que escribo será una fuente de desgracias) por la de los colonos de la colonia Condesa que sienten a su barrio como la Atenas capitalina... Qué con su pan se lo coman.
* La primera versión de este texto, fue utilizada como guión por Felipe Cazals para la producción de un programa sobre la Ciudad de México. La segunda versión forma parte de un libro que espera la luz en Editorial Planeta, a ella, salvo ligeras modificaciones, corresponde este ¿ensayo? (N. del A.)