martes, 17 de noviembre de 2009

Compras electrónicas (El Financiero 2008)

Me levanto temprano por algún misterio horario ya que siempre he desconfiado de la gente que despierta al rayo del sol con actitud positiva. Accedo a la página electrónica de mexicana de aviación con el fin de comprar boletos para un viaje de los niños María y Frijol. El instrumento cibernético parece haber sido diseñado por Torquemada y con un penoso esfuerzo llego finalmente al momento en que se me indica que puedo comprar los boletos; contengo el aliento y pulso trémulo la tecla esperando una explosión o el llamado de Dios…no pasa absolutamente nada, la máquina se me queda viendo con pantalla de: “eres un imbécil”.
Llamo a la compañía y espero siete minutos hasta poder intercambiar palabras con un ser vivo, él me indica que me va a transferir a “sistemas”, lo hace y entonces otro señor me pregunta acerca de lo que pasó, le explico y replica que no entiende bien, pero que sugiere una reservación y que hable a mi banco a ver si no me han cobrado unos boletos que no he podido comprar. Reservo y obtengo una clave muy parecida a la matricula de un submarino ecuatoriano con la cual me quedo tranquilo. Salgo de mi casa a cobrar un cheque y pasó a Plaza Inn con el fin de comprar los boletos amparados por mi reservación. La señorita me mira compasivamente y me explica que ella no me puede vender los boletos porque “son sistemas diferentes” y que si los adquiero ahí costarán dos mil pesos más caros, por lo que me sugiere que regrese a casa y lo vuelva a intentar. Entiendo de inmediato que esta orientación hacia las compras en línea tiene que ver con el deseo de las grandes compañías de pagarle dinero a un ingeniero en sistemas y no a veinte señoritas que lo atiendan a uno. Vuelvo a casa e inicio el trabajoso proceso de nuevo, a esas alturas los ojos se me empieza a desviar y escucho voces. Nuevamente el sistema se me queda viendo triunfante por lo que repito la llamada. Cada vez toma más tiempo mi explicación, esta vez a un señor que me dice que “pedirá autorización para que pueda adquirir los boletos por la vía telefónica”, por lo que me sugiere llamar en media hora. Así lo hago y me contesta un viejito que dice “procederemos a la compra por teléfono”. Acto seguido me pregunta por datos personales que ni yo mismo sé, pero avanzamos con la misma claridad que Austria en la Eurocopa, llega el momento culminante y el dice “no”. “¿No qué?” pregunto con la precisa sensación de que ya valió madre. “su banco no autoriza el cargo”.
Muy bien, es la guerra, hablo al banco siguiendo el mismo proceso desmoralizante de escuchar opciones que me valen madre. El señor que me atiende dice que no hay problema que es cuestión de los de mexicana. Vuelvo a marcar con el dedo y la oreja morados y ahora una señorita me dice que “no tienen registrado ningún intento de pago” lo que me deja con la fúnebre sensación de que el viejito es un fantasma y mi abuso del alcohol está cobrando cuentas. De cualquier manera repetimos el procedimiento con idénticos resultados: el banco no autoriza. Hablo al banco con lágrimas en los ojos, contesta una señorita que encomia mi capacidad de pago, dice que todo es un error, pero no me ofrece ninguna alternativa más que llamar nuevamente a mexicana. En ese momento me encuentro en posición fetal con el dedo pulgar en la boca ya muy derrotado. Entablo el intento y ahora espero tan solo treinta y dos minutos en la línea. Finalmente la señorita me dice: “hay señor que pena que lo hice esperar pero ya están sus boletos, hablamos al banco y autorizaron el pago”
Cuelgo el teléfono seis horas después de iniciado el trámite con la creciente sensación de que la vida moderna se ha hecho para gente apta, capaz de esperarlo todo y dispuesta a transitar por los misteriosos senderos de la compra en línea, las llamadas interminables a una grabación y la paciencia del Job…por supuesto mi plumaje no es de esos, ni lo será jamás.