jueves, 5 de noviembre de 2009

Café (El Financiero 2008)

En mis tiempos (que se han ido) la costumbre de tomar café era recomendable para dos que se querían conocer en el sentido bíblico e iniciaban escarceos. La ortodoxia sugería no irse de bulto y entonces se acudía a alguna cafetería próxima, uno se sentaba y pedía –como es natural- una tasa de café que normalmente era servido por una señorita con cara de nada. Lo que seguía era variable y función directa de las capacidades de diálogo de la pareja. Algunos veían al techo, otros se dejaban ir y los más, simplemente platicaban.
Las cosas han cambiado dramáticamente; el día de ayer una amiga muy querida me pidió que “le comprara un café”, la encomienda me pareció sencillísima y dado que soy un artesano en el noble arte de quedar bien, acudí al establecimiento de marras para cumplir el encargo.
Fue terrible.
Resulta que ahora hay una cadena (“franquicia” en jerga mamona) de establecimientos de café que ha resultado exitosísima, asunto que me parece un misterio y procedo a explicar por qué.
En primer lugar encuentro anómalo que la persona que me atiende pregunte mi nombre ya que a mí no me interesa el suyo. Acto seguido lo escribe (mal) en un vaso de papel y me pide que espere. El paso siguiente es elegir y el asunto se vuelve un modesto calvario; mi amiga me había pedido un café grande. Sin embargo cuando llegué me encontré con dos opciones desconcertantes y una de ellas ilegible: “alto”, “grande” y “venti”. Por supuesto me quedé en blanco ya que las dos primeras me sonaban a sinónimo y la tercera la rechacé, ya que me parece imbécil pedir algo que uno no sabe qué es. Me guié por la literalidad y escogí la alternativa “grande” ya que eso me habían pedido e inició la segunda etapa del calvario ya que ahora resulta que el café americano no se llama así, sino “del día” (lo mismo que la sopa en las cocinas económicas). Supongo que mi cara de desconcierto le dio hueva al jovenazo que escribió mal mi nombre ya que me dio un folleto para que se me quitara lo ignorante.
Desde luego lo primero que pensé es que si uno quiere un café y requiere de un manual para pedirlo la cosa no puede andar bien., el que me dieron a mí inicia con la siguiente frase “Las personas que siempre toma un Frappuccino Light descafeínado alto son muy diferentes de las que gustan de un Caramel Macchiato grande. ¿Tú qué prefieres?”. Fin de la cita.
Francamente yo prefiero que me expliquen qué carajo es “Frappuccino” o si una madre que se llama “Macchiato” no es carcinógena. Seguí leyendo fascinado y descubrí que un café “espresso” regular tiene una madre inédita que se llama “shot”. También me enteré que ocaciones se escribe con “c” y que un café medio descafeínado… “se trata de un doble, o sea un shot de descafeínado más otro regular”. La desgracia es que no venía el algoritmo matemático para entender tales proporciones.
Aprendí también, que existen opciones adicionales como “dry”, “wet” que se basan en la relación existente entre la espuma y la leche y que si a uno le da la gana puede hacer más “divertida su bebida” si se le agrega crema batida. Con toda honestidad yo me alejaría, como se aleja la gente de las plagas, si los sagrados alimentos que voy a ingerir me parecieran divertidos y no nutritivos o sabrosos pero ello se debe a que soy un viejo neurótico incapaz de entender estas formas modernas.
Lo último de lo que me percaté es de los parroquianos; todos tenían un aspecto saludable y moderno, había dos niños tomando vasos de café más grandes que mis malos pensamientos y que seguramente producirán que en la noche tomen un hacha y decapiten a sus progenitores. Jovenazos con sus computadoras portátiles echando estilo y buenonas platicando de la hernia de Ricky Martin. Mi sensación final fue de profunda orfandad ya que entendí que no embono con el sitio. El drama se completó porque al entregar el café mi amiga me dijo con una mueca: “te dije que con canela”. Entonces me derrumbé.