martes, 27 de octubre de 2009

Guía vacacional (El Financiero 2008)

El período vacacional en la muy noble y leal ciudad de México está marcado por diversos ritos que nunca dejarán de sorprenderme pese a que se repiten inexorablemente año con año. En primer lugar las familias clasemedieras se enfrentan al problema de qué hacer con los infantes durante dos meses y entonces se recurre a una madre llamada “cursos de verano” que en estos tiempos empiezan a tener propósitos ligeramente delirantes. Uno esperaría que el niño entrara a un curso para jugar futbol, hacer macramé o lo que fuera, recordemos que se trata de mantenerlos ocupados y en manos de gente muy noble que los debe aguantar durante tres semanas diciendo cosas como: “¡Niños, no se orinen en los arriates!” o “¡Juanito, sácale esa vara de la oreja a Pao!”. Sin embargo, la nueva moda es meterlos a cursos de naturaleza indescifrable en los que se busca satisfacer aspiraciones, así por ejemplo los hay de “apreciación artística” o de “yoga para menores de ocho años”. Por supuesto si yo fuera un niño y mis padres me inscribieran en una cosa así, les metería una demanda penal que los dejaría ciegos.
Otra derivación asociada al período vacacional se centra en lo que los clásicos llaman “planeación estratégica”. En este caso conviene imaginarse a tres jefes de familia frente a un mapa lleno de leyendas buscando la mejor manera de llegar a algún lugar en casa de la chingada con el fin de aventurarse junto con la prole. En estas reuniones se dicen cosas como “me han dicho que los rápidos son una gran experiencia” o “es la playa más virgen posible”. Desgraciadamente lo que nadie les ha dicho es que en los rápidos la gente se ahoga o que justamente la virginidad de la playa se debe a que está infestada de moscos y pulgas de agua que le dejan a uno las nalgas como chirimoyas. Lo siguiente es determinar la forma de transporte y entonces se decide que para ahorrar gasolina todos se irán en la camionetota del tío Federico que es enorme. El problema es que por un principio físico conocido popularmente como “impenetrabilidad” es imposible que quince personas se suban a un vehículo automotor con todo y maletas, sin generar parálisis en las piernas, pérdida de riñón o pleitos a golpes en la parte trasera. Durante el viaje, siempre pasa algo; se poncha una llanta o alguien se olvida de la tienda de campaña. A las tres horas el interior del vehículo tiene el mismo aspecto que el del relleno sanitario del bordo poniente y los expedicionarios ya van de un humor de los demonios porque el pendejo del tío Federico no dio la vuelta en la desviación adecuada y fueron a dar a las grutas de Cacahuamilpa cuando en realidad querían ir a Chiconcuac.
Una opción que parece razonable es la de contratar un “paquete” de esos en los que todo está pagado y no hay que preocuparse de nada. En este caso la tragedia consiste en que la idea es tan buena que es emulada por una turba que llega exactamente el mismo día al mismo lugar. Las perversiones de esta conducta son múltiples; hay que bajar a las cuatro de la mañana para buscar camastro, en el desayuno los que se anticiparon ya no dejaron melón ni donas y a la hora de meterse a la alberca uno puede quedar embarazado, independientemente de su sexo, por el tumulto encontrado. En estos casos la gente que vacacionar se siente obligada a descansar a huevo y ello produce que uno sea testigo de un señor sentado en el piso pero leyendo o una señora que teje mientras hace cola para entrar a un restaurante que está atestado.
El regreso normalmente es una prefiguración del infierno; los noticieros con diligencia de temporal nos muestran las centrales camioneras, los aeropuertos y las casetas completamente llenas de gente con cara de espasmo que espera un camión o entrar a la ciudad durante cinco horas, seguramente pensando que el año que viene no amarrados repiten la experiencia. Lo fascinante es que este propósito no se cumple nunca y la historia se repita hasta el infinito, mostrando que nuestra tenacidad por el descanso no tiene límites.