martes, 13 de octubre de 2009

Pero al burro... (La Mosca 1997)

Una de las famas ganadas con mayor justicia que tenemos los mexicanos es la de ser buenos para los albures, esta virtud, que se podría comparar con otros atributos como ser alegres, huevones o de plano llevados de la mala vida, son las que seguramente han contribuido a construir la identidad nacional. Si, por ejemplo, vamos algún día caminando por el aeropuerto Rajaputra de Nueva Delhi y exclamamos algo como “el saco me quedó chico” habrá que afinar el oído y otear el horizonte; escuchar algunas de las siguientes frases nos permitirá identificar a un compatriota perdido en su viaje por Asia: a) medallas y llaveros”; b) “échame de menos”; c) “a travieso, nadie me gana” y d) “¿cómo?”.
La vida no me ha dado la imaginación suficiente para especular acerca del origen del albur. No sé si los españoles tenían éstas pretensiones de andarse jodiendo con chupadas y mechas en la punta. Ignoro, también, si el asunto se originó gracias al ingenio e imaginación de algún príncipe chichimeca que no sabía que uso darle a la palabra camote. Algún sociólogo de ésos que les gusta investigar cosas como los hábitos sexuales de los policías del siglo XIX en la meseta de Oaxaca, quizá ha encontrado que el albur es un producto del mestizaje y que algún azteca receloso decía “sí amo” en nahuatl cuando en realidad estaba diciendo “me agarras”. El hecho es que hoy en día uno debe hablar con la cautela de un adúltero para evitar que los amigotes lo agarren de su güey.
Todo este asunto viene a cuento porque el otro día soñé que una empleado de ventanilla en la Secretaría de Hacienda me masacraba a base de albures mientras yo le entregaba mi forma IS24567389”////. El tipo me decía refieriéndose a los palitos del final de la forma que: yo no había agarrado la onda y que él me iba a dar otra forma. Desperté entre sudores fríos y me dirigí inmediatamente al psicoanalista. Al entrar en el consultorio no pude evitar advertir que la recepcionista tenía más bigote que yo y que usaba un sombrerito que le confería el aspecto de una jaula de guacamayas. Cuando entré con el doctor y le expliqué mi problema me dijo: “mire amigo, lo que usted necesita es agarrar confianza en sí mismo. Siento que está muy rígido. así que ¿por qué no se sienta y me platica su problema?
Me senté.
El analista continuó: “su vida se vierte por un agujero, así que ponga atención y trate de recordar los momentos más cálidos de su vida. Seguramente usted de chico daba mucho de que hablar, se enfrascaba en constantes disputas y su madre no lo atendió como era debido. Para superar su problema es menester que descanse ¿Estamos?”
“Estamos” respondí.
“Bien, le voy a sugerir que acuda con el Dr. Martín Cholano y le cuente lo que a mí me ha contado, seguramente el le ofrecerá el consuelo que su alma necesita.”
Desperté por segunda vez y me juré no volver a cenar quesadillas de pápaloquelite. El asunto me ha funcionado pero sin embargo, sigo con inquietudes y es por eso, querido lector que me acojo a su comprensión para que cuando lea estas líneas comprenda que las escribe un hombre desesperado que probablemente se cosa la boca para evitar ir por la vida sufriendo el ingenio ajeno.