sábado, 26 de septiembre de 2009

Es por tu bien (Antología: Prohibido fumar. Lectorum 2008)

--Voy a dejar de Fumar.
El anuncio era así de simple pero inesperado como una tormenta de nieve en el Sahara.
Gualterio había cedido la plaza después de cuarenta años. Los primeros indicios de alarma se habían generado hacía ya tiempo durante una visita a Estados Unidos; se trataba de una estancia de una semana con el propósito de asistir a un encuentro de escritores. Como casi cualquier coloquio de esta índole se encontraban hombres de mediana edad con ropa obscura, mirada fija y un libro propio bajo el brazo que revisaban los caminos de la nueva narrativa sueca o el papel de la crítica en la generación de lectores. Todo ello sumado producía una hueva interplanetaria pero el viaje era de gorra y Gualterio no conocía la ciudad.
Uno de los participantes se presentó después de una sesión matutina:
--Hugo Marván, escritor chicano—y le extendió una invitación para cenar en su casa esa noche.
Gualterio, un poco sorprendido por la imbecilidad de la presentación, equivalente a decir: “Gualterio Ralein, narrador heterosexual”, aceptó y se presento esa noche en el suburbio de River Forest con una botella de tequila y flores para la esposa chicana.
Todo marchaba razonablemente bien hasta el momento en que se le ocurrió sacar un cigarro. La esposa del escritor chicano lo miró como se mira a una plaga de langostas y el anfitrión le explicó con mucha amabilidad que en esa casa, que era la de él, no se podía fumar, pero le indicó que podía salir al porche.
Lo que el anfitrión no le dijo y esa era justamente la información relevante es que en el mes de enero la temperatura en el porche y el resto de la ciudad era de veinte grados bajo cero. La devastación polar le provocó entumecimiento de la rete testis y en general de todo el cuerpo que se negó a seguir metabolizando por lo que tuvo que entrar de regreso, sin fumar y con la cara de un refugiado de guerra. Para reponerlo lo embriagaron con brandy y regresó a su hotel hecho una porquería beoda.
En ese momento no fue capaz de percibirlo, como nadie advierte un tsunami que se la viene encima, pero los cruzados de la salud habían afilado sus armas y él, junto con millones de fumadores gozosos era el enemigo. Pocas cosas como un cigarro, pensaba, después de comer, echando tragos con los cuates o el legendario post copulatorio, que era su favorito. Todo eso empezaba a irse al carajo.
Pronto las señales se agravaron; los vuelos comerciales prohibieron el fumar a bordo, lo mismo que los cines y en las ciudades estadounidenses se generó una cruzada ligeramente histérica que lo dejó muy solo con su vicio. Una vez en un viaje a Disneylandia con sus hijos y después de saludar al osito Pooh y verle las tetas a Blancanieves, sintió ganas de fumar, entonces se dio cuenta que en las cuarenta hectáreas del parque se había habilitado una especie de mazmorra de cuatro por cuatro para la gente viciosa. Entró y de inmediato se deprimió; aquello parecía un fumadero de opio y la facha de sus acompañantes era simplemente lamentable. Viejas chotas y desechos de guerra de barba crecida con chamarras en estado de descomposición. Uno de ellos se le acercó y cuando se enteró que Gualterio era mexicano le explicó con lujo de detalle que tenía un hermano preso en Tijuana, por lo que nuestro sufrido héroe decidió retirarse prudentemente en dirección a Tribilín.
Mierda.
La cruzada avanzaba a pasos agigantados, un día en el aeropuerto de Atlanta tuvo que salir corriendo a la calle y recibió una multa de un policía que era hermano gemelo de Zamorita quien le indicó que no se podía fumar ¡en la vía pública! Porque se trataba de una zona federal.
Todo empeoró; Sacar un cigarro en prácticamente cualquier condición provocaba invariablemente miradas que mediaban entre el desprecio y la lástima ajena por la falta de voluntad propia. Luego vinieron los hijos a los que una nube docente les explicó con tenacidad de hormiga que su padre se mataba y los mataba día a día. Era una joda irremediable que lentamente le fue generando la conciencia de que los fumadores se habían vuelto el equivalente moderno de los leprosos en la edad media.
El cigarro le costó su primer matrimonio, estaba casado con una mujer que era un híbrido entre el Mahatma y Deepak Chopra; se vestía con ropa típica, hacía yoga y era macrobiótica lo que para Gualterio significaba comer semillas de girasol de lunes a viernes. Ella no soportaba el humo del cigarro por lo que la casa de Gualterio era una versión nacional de la del escritor chicano. Ante la disyuntiva de ultimatum de “el cigarro o yo”, no hubo que pensárselo dos veces y así se ganó una demanda de divorcio que lo dejó tuerto.
Cuando los asambleístas decidieron que ya estaba bueno y tomaron la iniciativa de prohibir el tabaco en lugares como bares y restaurantes, Gualterio capituló pensando respetuosamente que ya podían legislar acerca de su chingada madre.
--¿Por qué si un marrano se sienta en un restaurante no se legisla para impedirle que se coma medio kilo de aguayón? –argumentaba encabronado— Mis impuestos van a tener que pagar su arterioesclerosis o la pinche diabetes ¿qué no es lo mismo?
Pero todo estaba perdido es por ello que en la mesa del comedor hizo el anuncio lo mismo que una cita con su dentista para que le limpiara las manchas de nicotina y así empezar de cero su nueva y saludable vida.
El problema es que Gualterio era un hombre carente de fuerza de voluntad; a las doce horas del anuncio sintió que se moría; las manos le temblaban y un sudor frío le recorría el cuerpo. La ausencia de nicotina, por otro lado, lo estaba poniendo de un humor de los mil diablos que estalló en el momento que una anciana se le quedó viendo de coche a coche:
--¡Qué me ve vieja puta¡ --una reacción que ciertamente le preocupó por lo que tomó la determinación de volverse un fumador clandestino para evitar exabruptos de ese calibre.
Entonces Gualterio inició una serie de ritos más complicados que los de los indios seminoles; en las mañanas cuando bajaba a calentar el coche fumaba a velocidad de rayo antes que sus hijos lo sorprendieran. Entraba al baño e invertía media hora en ventilar todo antes de salir por lo que su esposa le recomendó una visita al gastroenterólogo. Consiguió un aromatizante que olía a entrepierna de caballo para que el olor a humo de tabaco no lo delatara y ejerció largos procesos de vigilia que en dos semanas le provocaron unas ojeras temibles. Su proceso creativo tenía tan buen rumbo como el Titanic; se sentaba frente a la máquina para tratar de escribir y las ideas cada vez eran más esquivas. Un día tecleó algo que le pareció una mierda irremediable y decidió actuar.
Se trataba del doctor Hiriart un hombre formado en la escuela Gestalt que lo recibió en su consultorio la tarde de un viernes. Era un tipo inquietante con barba blanca y gafas de miope que miraba a los ojos y no parpadeaba. El consultorio estaba atiborrado de diplomas con un par de sofás desvencijados en medio de la pieza. Cuando Gualterio le contó su problema el doctor Hiriart respondió algo que le hizo sospechar acerca de una severa falta de irrigación sanguínea en el hipotálamo del especialista:
--Imagine que soy un cigarro.
Gualterio abrió un poco los ojos tratando de adivinar alguna broma, que por otro lado sería de muy mala madre a ochocientos pesos la hora.
El doctor Hiriart no bromeaba, se puso de pié y se alzó los pantalones mostrando unos calcetines de rombos y un par de pantorrillas del color de la parafina. Mierda.
--Imagine que mis calcetines son el filtro de su cigarro y el resto de mi cuerpo el papel de arroz que envuelve el tabaco que usted tanto desea ¿qué siente?
--Qué está haciendo el ridículo doctor—contestó Gualterio con sinceridad desmoralizante.
Hiriart hizo una mirada de conmiseración y le dijo:
--Así no vamos a ninguna parte, tiene usted que dejar que sus sentidos se expresen, que fluyan salga de esa coraza de realidad que lo aprisiona.
--¿Qué quiere que le diga doctor? ¿Qué me lo estoy fumando?
--Precisamente ¿qué siente?
Gualterio que empezaba a renunciar a su dinero y a la terapia le siguió la corriente.
--Que es usted un cigarrote.
--¿Y qué más?
--Que lo prefiero sin filtro.
--No mame ¿se está burlando de mí?
--No doctor sería incapaz, eso pienso.
El doctor Hiriart se bajó los calcetines
--¿Y ahora?
--Siento culpa de fumármelo.
--Eso es un gran avance amigo mío.
--¿Usted cree?
--Por supuesto, en realidad es justamente lo que debe pensar, que el cigarro es una víctima que será incendiada y consumida por usted. Vuelva el martes.
Gualterio no sabía si el doctor Hiriart era imbécil o nomás heterodoxo. Sin embargo asintió y salió para siempre de la consulta prendió un cigarro y decidió cambiar de estrategia, no sin antes hacer una llamada telefónica para mentarle la madre a su amigo Guillermo que era el autor de la recomendación terapéutica.
Fue entonces que le sugirieron la hipnosis, después de la experiencia del hombre-cigarro Gualterio estaba escéptico pero aceptó ir a una sesión. Se imaginaba a un señor con turbante y un llavero que pasaría ante sus ojos mientras le decía “tienes sueño, mucho sueeeño”. En realidad se trataba de una señora gorda a la que le explicó su problema, ella le dijo a su vez que lo iba a hacer entrar en trance y decirle cosas como: “el cigarro es tu enemigo” o “tu cuerpo merece ser protegido”. La sesión sería grabada para que Gualterio la pudiera observar más tarde. La gorda lo miró fijamente como si se lo quisiera fajar y luego le pidió que contara del uno al cien mientras ponía una esfera de metal con pila frente a sus ojos.
En el número sesenta y siete empezaba a estar claro que la estrategia no estaba funcionando pero finalmente Gualterio cerró los ojos con cierto fingimiento y quedó efectivamente dormido.
Cuando despertó le dolía la cabeza y la gorda le explicó que todo había salido muy bien mientras le mostraba un video en el que se veía a Gualterio en la misma pose de un borracho perdido diciendo cosas como “ya no quiero fumar” y “amo a mis hijos”.
El problema es que al salir de la consulta no solo sintió ganas imperiosas de un cigarro, sino un profundo asco al pasar por un puesto de tacos de longaniza que no cedió en toda la tarde. Aparentemente la gorda lo había convertido en un vegetariano estricto porque sus nauseas de embarazada se quedaron con él un largo tiempo. Esta vez la mentada de madre fue para sí mismo y se prometió no volver a buscar terapeutas en la red.
Gualterio recurrió a folletos y consejos por internet, la mayoría de ellos redactados por imbéciles que explicaban que “hay que dejar de fumar por el cuidado de nuestra salud” o “tome siete litros de agua” y “compre la marca de cigarros que menos le guste”. Luego eligió unos parches que, dado que seguía fumando, inundaron su cuerpo de nicotina y lo hicieron ver las cosas borrosas y perder la memoria de corto plazo dos semanas. Mierda.
Una noche tuvo un sueño; se encontraba debajo de un puente y de pronto se le aproximó un anciano.
--¿Quién eres? –preguntó Gualterio.
--Soy Dios ¿un cigarrito? --y le ofreció un paquete
Gualterio tomó el cigarro, pensando que no creía en Dios.
--¿Pero Dios fuma?
--¿Por qué no habría de hacerlo? Siempre he pensado que es muy relajante.
--¿Pero y la salud?
--Te recuerdo que soy Dios, pero por otro lado creo que se preocupan demasiado. Un cigarro ha mantenido con esperanza a un soldado en la trinchera y ha hecho la espera de alguien amado mucho más llevadera. Un cigarro como este, también, ha permitido a un padre esperar el nacimiento de su hijo en la antesala de un hospital. No le veo nada malo.
Gualterio despertó entre sudores con ganas de un cigarro.
Aquello no era sostenible lo había probado todo; boquillas de Cruela de Vil, tomar un vaso con agua y restos de cenizas, observar una galería de fotos de pulmones con enfisema que parecían tacos de chicharrón prensado y nada surtía efecto. La clandestinidad de su vicio, por otro lado, lo hacía sentir profundamente culpable, en síntesis, no era feliz. Entonces claudicó por segunda vez…
--Voy a volver a fumar—anunció en la misma mesa
Y dado que no le interesaba la longevidad de la gente sana lo hizo. Su creatividad aumentó significativamente, dejó de tener sueños extraños y lo celebró con unos tacos de longaniza luego de un extraordinario lance amoroso con su mujer.
… Y volvió a ser feliz. Que no es poca cosa en estos tiempos de canallas, herederos del saludable doctor Kellog que un Dios fumador debería podrir en el infierno.