miércoles, 23 de septiembre de 2009

Anorexia y gordura (Fragmento de Crónica Alfabética del Nuevo Milenio, Paidós 2003)

Para Alejandra
Ser gordo en estos días de anorexia y modelos de pasarelas que pesan menos que un perro maltés no es buen negocio; Las que tiene que aguantar los gordos del mundo, son muchas y muy numerosas tiznaderas que van desde los apodos (todos tuvimos un amigo infantil apodado Porky), hasta el desprecio público que es la forma adulta de apodar a la gente diferente.
En las televisiones modernas existe un canal que se encarga de proyectar durante todo el día desfiles de modas que pueden caracterizarse por diversos indicadores. En primer lugar (más allá de renunciar a entender quiénes son los televidentes adictos a estas transmisiones) se cuenta con una pasarela rodeada por gente que imagino imbécil y que aplaude cada que sale un nuevo modelito. Por esta tabla de piratería en la que las víctimas se ofrecen a los tiburones, aparecen a cada momento y en hilera numerosas jovencitas portando atuendos que deberían producir demandas penales. El hecho significativo es que estas modelos miran a la nada con una cara que en mi casa se conoce como “ausencia” y pesan alrededor de treinta kilos (que es lo que el muslo derecho de un humilde servidor levanta en una báscula).
Evidentemente este mundo en su lucha obsesiva contra los lípidos se ha desbocado y producido desviaciones irremediables. Es claro que los criterios estéticos para calificar la belleza femenina se han movido más que las insignes caderas de Tongolele cuando era poseída por Babalú; todavía a principios y mediados del siglo pasado las divas lo eran en la medida que sus carnes fueran rebosantes y generosas, sin embargo de manera sutil esta imagen dominante fue sustituyéndose por otra en la que los cuerpos delgados, primero y esqueléticos más recientemente se convirtieron en un ideal para los jóvenes y aquellos que no lo son tanto (imaginar a un cincuentón sudando la gota gorda en la caminadora). Lo que rifa en estos tiempos es la piel pegada al cuerpo, los pómulos salientes y los pechos de lavadero. La industria del consumo se ha encargado de reforzar esta imagen a carta cabal presentándonos arquetipos de ésos que solo se ven en las fantasías sexuales y que invariablemente ridiculizan a la gente obesa. La mitad de la propaganda que reciben los insomnes en la televisión habla de aparatos diseñados por el venerable doctor Mengele en los que la gente se retuerce, camina, trepa y agota calorías hasta quedar como estatua griega (las fotos de “antes” y “después”, por cierto, son notables).
Desgraciadamente el imperio de la esbeltez -ese nuevo Midas que todo lo que toca lo convierte en miligramos- ha determinado tragedias modernas como las de la anorexia y la bulimia que producen anualmente miles de muertes y una paradoja notable: las personas que sufren este padecimiento viven en países con cierto grado de desarrollo y dejan de comer para morir de las mismas causas que aquellos que no tienen suficiente alimento y que simplemente esperan inermes la muerte por anemia ¿quién explica esto? Desde luego yo no, ya que he renunciado a entender los patrones de imbecilidad humana que me parecen inconmensurables.
La carta de presentación de la anorexia se extendió mundialmente a través de Karen Carpenter, una cantante que junto con su hermano Richard le asestó al mundo temas de lesa humanidad como Close to you. Pero ése no es el punto, en realidad lo que significó universalmente a Karen fue que murió en 1983 víctima de la anorexia, una enfermedad consistente, en términos sencillos, (no soy capaz de explicarla en términos complejos) en un temor irracional a subir de peso, lo que produce que quien la padece entre en el territorio cadavérico y de anemia hasta morir. Actualmente muchas jovencitas (el 95% de las personas que sufren esta enfermedad pertenece al género femenino) siguen este patrón y no hay lógica que valga; el ejercicio de redención es tan estéril como el de pedirle a un dipsómano que deje de tomar basado en argumentos como: “es por tu bien”. La anorexia, la bulimia y la obesidad han traído en consecuencia una nube de relucientes profesionales especializados elegantemente en “trastornos de alimentación”. Hay nutriólogos y terapeutas diversos, el problema es que ellos son simplemente la aspirina moderna para un mundo en el que las agresiones siguen siendo la enfermedad. Vamos a los ejemplos.
La señora Patricia Jones (nombre falso ya que pidió el anonimato), una dama que pesa 140 kilos, perdió su trabajo y de inmediato se dio a la tarea de encontrar uno nuevo. Aparentemente la que no es la señora Jones, ha recibido llamadas constantes de reclutadores que revisan sus antecedentes, le consiguen entrevistas telefónicas y hasta ahí el asunto marcha sobre ruedas, sin embargo (y en este sin embargo de diez letras cabe plenamente la imbecilidad que tiene once lo cual no deja de ser una paradoja semántica), apenas se presenta a una entrevista personal es descartada ¿por qué? Por gorda.
Un reciente estudio de la Universidad del Oeste de Michigan publicado en una revista especializada en tópicos psicológicos ha demostrado que la discriminación en contra de los gordos es un signo de los tiempos que vivimos. Una de las nada desdeñables evidencias encontradas en el trabajo –realizado con 29 estudios acerca de personas que tienen sobrepeso- es que los salarios iniciales de la gente “normal” comparados con los que reciben los gordos son, en promedio, tres mil dólares más altos (un servidor se conformaría simplemente con ganar esa diferencia).
El doctor Mark V. Roehling afirma que uno de los prejuicios más frecuentes entre los empleadores, es que los obesos son flojos y carecen de higiene personal (y los italianos son guapos, los mexicanos alegres, así como los brasileños buenos futbolistas, agregaría un servidor que navega por los mares del estereotipo). La discriminación, además se fundamenta en la creencia de que aquellos que tienen sobrepeso, son directamente responsables de esta condición y, en consecuencia, poseen poca fuerza de voluntad para modificarla (es gordo porque quiere). Otra razón para despedir o no contratar gordos se centra en criterios de “imagen corporativa” (cerrar los ojos y pensar en la empresa del nuevo milenio dirigida por un gordo al que no le cierra la camisa, en lugar de un hombre rubio, atlético y viril, para entender esa mamada de la imagen corporativa).
La otra cara de la moneda la ofrece la señora Kristin Accipiter (“Accipiter”, por cierto es el nombre científico de un género de halcones), de la Sociedad para el Manejo de Recursos Humanos en los Estados Unidos, quien argumenta que las razones de la discriminación son económicas y no estéticas ya que las personas obesas requieren de mayores gastos en salud y se ausentan del trabajo con más frecuencia que el promedio de la gente por lo que su productividad es menor. Datos de la Revista Americana de Promoción de la Salud indican que el 5 % del total de los gastos de atención médica en Estados Unidos se dedican a atender cuestiones de obesidad. Accipiter ofrece una salida que no alcanzo a comprender cabalmente: dar estímulos a los empleados que pierden peso, como lo ha hecho la empresa Xerox durante los últimos quince años.
¿Y por qué no dichos estipendios van dirigidos a los que se operan la verruga que tienen en medio de la nariz o a los que se implantan pelo en un cráneo de rodilla? Me pregunto, sin tener respuestas para entender un mundo tan moderno y progresista que permite que la gente, solo por ser diferente no pueda tener derecho a la vida que le dé la gana.
El peso excesivo o la carencia de este se arreglan con dietas diseñadas por genios de la nutriología o por idiotas que sugieren no comer alimentos de acuerdo al horóscopo. Hojeando El país semanal, la revista española que acompaña la edición dominical del periódico del mismo nombre, me encontré con el tema del sobrepeso. La fórmula para calcular los kilos de más, era elemental: “divida su peso entre su estatura”, lo hice y me quedé aterrado ya que de acuerdo a los estándares planteados, mi sobrepeso es el equivalente al de una ternera en pie y excedía los valores de la tabla en la que se ubica la gente normal por varios órdenes de magnitud. Cuando traté de hacer las cuentas para averiguar cuántos kilos debería bajar con el fin de ubicarme dentro de las estándares de salud internacionales, me encontré con que para llegar a la meta, debería coserme los labios tres meses y amputarme ambas piernas.
Se han propuesto estrategias diversas para bajar de peso que se ubican en un espectro en el que todo cabe. Hay unos señores que diseñaron, por ejemplo un cinturón que vibra cuando la gente afloja la barriga. Esto me parece terrible ya que lo menos que se me antoja es llegar a una cita con el licenciado fulanito de tal y encontrarme con que le empieza a temblar la panza por medio de un motor de 3 watts mientras me explica las bondades de una hipoteca. Otra opción consiste en ingerir unas fórmulas químicas que “encapsulan la grasa”. Normalmente son polvitos que uno le pone a la comida y que solo alguien amante de la aventura se puede meter al cuerpo. La última alternativa es entrar en la oligofrenia del ejercicio, comprarse el video de Jane Fonda y empezar a pegar de brincos como si la vida nos fuera en ello o inscribirse en un gimnasio en el que una buenota da gritos para que los nuevos acólitos de la salud renuncien a la flacidez de la carne.
A nadie se le ha ocurrido que la forma más simple de salud consiste en estar contento y que esta felicidad puede venir de una buena copa de vino o de un cigarro que calme la ansiedad y que las carnes blandas no son motivo de escándalo ya que es más normal poseerlas que volverse miembros de la tribu de los espartanos. Es una traición de la modernidad que todos los adeptos a estas opciones tengamos que vivir con culpa y a escondidas recreando modernamente el papel que tuvieron los leprosos en la edad media, que, por cierto, es un papel muy jodido.