domingo, 13 de septiembre de 2009

La ouija

La tarde que Luis Herrera llegó con el cuento de que estaba oyendo voces todos lo mandamos a la mierda y le dijimos “puto”. Jugábamos dominó en casa de Memo Rivera y en ese momento Roberto Garza, en un alarde de imbecilidad, le ahorcaba la mula de cuatros a Gerardo Gaal, quien muy molesto contestó:
–Tu mamá en bicicleta.
Luis no se amilanó ante la decepcionante respuesta. Insistía en que del clóset de su departamento brotaba un quejido muy lúgubre. “Más o menos así”, decía: “Mjjmjjmj”.
“Tu mamá en bicicleta” (again).
El juego terminó pronto por la evidente incompatibilidad entre Gerardo y Roberto que casi acaban a madrazos, y es que su técnica de juego era ejemplar por lo mala; si, por ejemplo, Roberto marcaba a doses, Gerardo movía la cabeza, decía alguna frase prefabricada, como “A la güera pito”, y tapaba la cara del dos-cuatro.
No teníamos nada que hacer y Luis seguía con la remolona, así es que decidimos –en un alarde de valentía– acompañarlo a su departamento. Vivía en Cadereyta, una callecita que se encuentra en la Condesa, detrás del Auditorio Plaza. Al pasar frente al cine, Guillermo –que siempre ha sido y será un marranazo– tuvo la luminosa idea de entrar a ver Calígula. La aprobación fue unánime. La película resultó terrible: Peter O' Toole dedicó dos horas para cogerse a la mitad del reparto (la otra mitad se cogía entre sí). Cuando salimos, Memo hizo un comentario que refleja íntegramente la naturaleza de su personalidad: “¿Vieron qué chichotas?”.
Llegamos a casa de Luis. Su departamento tenía una arquitectura extravagante, ya que había sido ocupado por una bailarina de flamenco que puso duela en todo el piso, incluida la cocina. Las paredes estaban tapizadas con espejos de piso a techo y las lámparas eran de velas y no de focos de setenta watts. Nos dirigimos inmediatamente al armario del que salían los gemidos que oía Luis. Lo abrimos y no encontramos nada anormal, salvo unas orejas de mausquetero que le valieron al anfitrión un profundo desprestigio.
Era temprano, así que decidimos jugar a la baraja; mientras una comisión se iba por las cervezas, el resto sacamos los naipes y la dotación de botana necesaria.
Nos pusimos a jugar.
Después de dos horas (una de ellas en la que se discutió si tercia mataba a corrida o corrida a tercia en pókar abierto), y cuando los estragos de las cervezas empezaban a hacer efecto, un ruido nos dejó helados. Venía del armario y era exactamente como Luis lo había descrito: “Mjjmjjmj”.
–Puta madre –dijo Memo.
Nadie se movió, el gemido subía de tono y luego se apagaba.
–Luis, abre la puerta –sugirió en un susurro Gerardo.
–Mis nalgas –contestó el interpelado con comprensible pragmatismo.
Guillermo, que era el más borracho, propuso que nos acercáramos todos: el jalaría la manija. Eso hicimos, caminamos de puntitas.
El gemido seguía.
Memo se adelantó y tomó la manija con la mano, la manipuló con una lentitud exasperante y abrió la puerta.
Cuando todos teníamos un pie en la acera, descubrimos que en el interior del armario no ocurría nada anormal. Roberto, en un arrebato positivista, se dedicó a buscar una grabadora inexistente en lo que él suponía una broma de Luis.
Nada. El gemido había cesado.
Decidimos que tan extraordinario evento requería una respuesta. Después de breve concilio, se acordó invocar a los espíritus a través de una tabla ouija. El problema es que nadie tenía una. La solución la ofreció Gerardo, que propuso llenar la mesa con papelitos en los que escribimos las letras del alfabeto y las palabras: “Sí”, “No”, “Hola” y “Adiós”.
La operación se interrumpió un momento ante la discusión de si la ch era o no letra del alfabeto. “¿Qué tal si el visitante nos dice chinga tu madre?”, argumentaba Memo.
Utilizamos un caballo tequilero para moverlo sobre la mesa y nos sentamos los cinco alrededor. En ese momento inició un aguacero terrible, cada relámpago reflejaba nuestras sombras que se movían en la pared por el efecto de la vela. Acordamos que Luis fuera el médium, ya que en su casa es donde ocurría todo. Tomó el vaso con la punta de los dedos y preguntó a las velas del techo. “¿Hay alguien ahí?” Nos quedamos sin aliento cuando el vaso se movió hacia la palabra “Sí”.
–Puta madre –dijo Memo.
–¿Qué le digo? –preguntó Luis.
–Que se manifieste –sugirió Gerardo, que había visto las películas de Houdini.
–¡Manifiéstate! –ordenó Luis en el preciso momento que tronó un relámpago que nos sacó el pedo de nuestra vida.
En ese instante ocurrió un hecho notable: Roberto puso las manos sobre la mesa, los ojos en blanco y preguntó con la voz de Darth Vader: “¿Qué desean?”
Gerardo, que estaba al lado, pegó un brinco, Luis soltó el vasito, Memo dijo “Puta madre” y yo me trabé de miedo. Roberto seguía pelando los ojos.
Luis ensayó:
–¿Quién eres?
–Benito –dijo la voz.
Nos miramos con desconcierto. ¿Mussolini? ¿Camelo? ¿El Benemérito? ¿Cuál Benito? Se lo preguntamos. La respuesta brotó de los labios de Roberto: “Benito Terán Parada”.
El nombre, pese a sus virtudes para el albur, no le sonaba a nadie.
–¿Y qué deseas? –preguntó Luis.
–Necesito su ayuda –respondió la voz, y prosiguió–: Exactamente hace cincuenta años, escondí bajo la duela del armario una carta. Es preciso que la encuentren y la destruyan.
Otro trueno.
–¿Por qué, Benito?, ¿por qué quieres que la destruyamos? –preguntó Luis que estaba entrando en confianza.
–Porque mientras siga ahí, no podré morir. La carta detalla la enorme infamia que cometí con la que era mi esposa. Injustamente la acusé de pervertir su cuerpo en placeres inconfesables... es por eso que la maté.
En el momento que Benito decía esas terribles palabras entró un aironazo que apagó las velas. “¡Hijodesuputamadre!”, gritó Memo y botó la mesa. Después de un instante, Gerardo sacó su crícket y trajo la luz. La escena era diferente. Luis estaba abajo del sofá, Guillermo en la cocina blandiendo una escoba, un servidor en el suelo a consecuencia de un escobazo. Sólo Roberto seguía sentado sin inmutarse: “Muchachos, por favor, ¡la carta!”.
Fuimos todos temblando al armario, lo abrimos y empezamos a vaciarlo.
Esa noche nos enteramos de que, además de las orejas de mausquetero, Luis tenía la edición de lujo del libro vaquero, una foto infame de Erika Buenfil (dedicada) y la colección completa de las obras de Xaviera Hollander. Abajo de la alfombra, que cortamos presurosos con unas tijeras barracuda, había efectivamente una duela suelta, en su interior estaba un sobre amarillo y dentro la carta de don Benito.
Nadie se atrevió a leerla. Gerardo decidió quemarla en el fregadero de la cocina. En ese momento Roberto volvió a abrir la boca: “Gracias, gracias, me han dado el descanso que necesitaba”, y se desmayó.
Lo despertamos dándole a oler unas mollejas de pollo. Cuando abrió los ojos no recordaba nada. Le preguntamos que cómo se sentía y respondió con una frase que nunca olvidaré:
–Atahualpa Yupanqui.
Toda la noche nos quedamos como pendejos tratando de descifrar lo que había sucedido. Se ofrecieron las más diversas hipótesis, desde la que planteaba que todo había sido el producto de una alucinación colectiva porque el trago estaba adulterado, hasta la idea de que, por un instante, habíamos entrado a la dimensión desconocida. Ninguno de nosotros quiso salir a la calle.
Por la mañana nos refugiamos en la casa de Gerardo. Seguíamos discutiendo. Roberto, que había ido a la recámara para telefonearle a su madre, entró a la sala...
Venía lívido.
Cuando estábamos a punto de darle a oler más mollejas de pollo, nos contó que su tío abuelo había muerto la noche anterior en el manicomio. “Se llamaba Benito”, agregó.
Un coro unánime exclamó “¡Hijodesuputamadre!”, al tiempo que se establecía el juramento sagrado de no volver a tomar.
Que algunos cumplimos y otros no.