domingo, 16 de agosto de 2009

El Venado (Antología: Atrapados en la escuela 2008)

–Y aquí es donde entras tú –dijo Chema.
Entonces yo tocaba mi flautita de 25 pesos.
Ensayábamos para la “Noche de Talentos”, el evento más importante del calendario escolar. Chema era uno de esos genios pazguatones que nos había reunido en un grupo musical de calidad indescriptible. Estaba el Chéspiro a la batería, Félix en la guitarra, el Vences en el bajo y yo con mi flautita de barata en la que entonaba notas que habían causado ya varias revoluciones familiares, señaladamente de mi hermana mayor:
--¡Tira esa flauta de mierda! —decía ligeramente molesta.
Interpretaríamos una canción de Sergio y Estíbaliz (lo juro), imbuidos de un total desprecio por el qué dirán. Desde luego, no estaba claro para nosotros el efecto que podría tener la interpretación de marras y mucho menos la imagen que generaban cuatro adolescentes con vello en las partes prudentes saliendo a cantar con guitarritas: “Naciste de una canción la-la-ri-la-ra-la”. El único con lucidez a la altura de las circunstancias (la verdad histórica, que diría mi padre) fue el Tameme.
–Pinches ridículos –dijo.
La escuela estaba en ebullición. Cada quien preparaba su numerito; desde trucos de magia para idiotas, hasta gordas bamboleantes que bailaban hawaiano, pasando por retardados que tocaban el Claro de Luna de Bethoven. Hoy que lo pienso, no alcanzo a entender si nuestros padres eran irresponsables o simplemente no sabían en que pasos andaban sus criaturas.
Nuestros ensayos transcurrían exitosamente. Chema se desesperaba ante nuestra incompetencia mientras tragábamos unas quesadillas muy buenas que hacía su mamá, una especie de santa que usaba peluca y creía en nosotros.
--Ay muchachos ¡qué bonita canción! Un servidor, que conservaba cierto sentido de apreciación musical, no podía estar en mayor desacuerdo pero las quesadillas de gorra y la ingenua idea de que nuestra presentación marcaba el principio de una vertiginosa carrera artística me orillaron a seguir a bordo del Titanic de la improvisación.
El día de la presentación nos pusimos suéteres azules, pantalones grises y enfilamos hacia el auditorio, que quedaba allá por San Fernando, cargando los instrumentos. Todavía en el coche intentamos un último ensayo que terminó de muy mala manera debido a un guitarrazo a traición que el pendejo de Félix le atizó a la mamá de Chema mientras ella daba una vuelta en “u”.
La maestra de ceremonias era la señorita Herrera. Resultaba notable cómo una cacatúa tan lograda como ella se podía arreglar, hacerse peinado de salón, ponerse un vestido floreado y seguir pareciendo una cacatúa. Su función docente era muy similar a la que cumplió Atila el Huno al frente de su ejército. Era “La Prefecta”, un cargo que sospecho ha desparecido y cuyas labores consistían en vigilar la disciplina del centro escolar. La señorita Herrera era calva y usaba una peluca temible. Decías cosas como “muchacho canijo ¿dónde juistes?” o “méndigo escuintle, sácate la mano de la bolsa y deja de carambolear”. Por supuesto era el personaje más odiado de la escuela y es por ello que fue recibida entre abucheos anónimos.

Presentaba a “nuestros jóvenes artistas” (la nube de idiotas previamente descrita) ante el completo desmadre que imperaba en la tramoya. El telón se abría y cerraba siguiendo un camino completamente independiente del evento a presentar, mientras que aquellos con mayor nivel de retardo se asomaban hacia el público, hacían el signo de la paz o decían pendejadas como “ya llegué” en el micrófono que nadie supo apagar.
El público se conformaba por padres y abuelitos ya bastante vapuleados después de años de soplarse festivales escolares donde su hijo personificaba al Benemérito o a una hadita. En realidad eran sobrevivientes ya que resultaba evidente que muchos de ellos habían arriado banderas y no estaba dispuestos a asistir más, así les pagaran. Esto último me parecía una ventaja ya que supongo que si mi padre hubiera sido testigo de mi interpretación me habría desheredado con toda razón.
Cuando llegó nuestro turno, Félix se negó a salir utilizando el inesperado pero comprensible argumento de que le daba vergüenza. Hubo que amenazarlo con una madriza ejemplar. Nuestra presentación fue bastante discreta y resultó coronada por el aplauso de la mamá de Chema y la rechifla de una turba de patanes comandados por el Tameme.
La enorme ventaja consistió en que, al terminar, pudimos sentarnos para observar el desempeño del resto de nuestros compañeros. Esa noche sucedieron cosas notables: primero salió el Pelón, un chaparrito que se las daba de culterano. Recitó un poema muy raro que según él era de León Felipe (la vida no me dará para confirmar la autenticidad de la aseveración) y del que por alguna extraña razón recuerdo una estrofa a la letra: “El viejo rey de Castilla, ay, ay ,ay. Tengo un ojo pitañoso y el otro con ictericia”. Por supuesto la escena era de humor involuntario; el Pelón se agitaba como si tuviera un ataque epiléptico y ponía los ojos en blanco para darle fuerza a su declamación. En el preciso momento que se quedó quieto entró la pelona a sacarlo del escenario mientras ensayaba unos aplausitos.
Siguió una de las más grandes e inolvidables sorpresas de la noche. Venía Pepe López que se había inscrito sin que nadie entendiera para qué, ya que no se le conocía habilidad alguna. La expectación creció en el momento que Pepe salió al escenario solo y su alma. Ante el azoro general, comenzó a dar palmadas al tiempo que cantaba así, a capela, con voz engolada y perpetrando a Alberto Vázquez: “Tui-ru-tui-ru-tui-ru-la, laaa felicidad llegóoo”. Pepe se despidió del escenario con el índice en alto haciendo “dubi-dubi-dubi”. Fue un momento estupendo.
Los hermanos Malacara salieron en mallitas a hacer contorsionismo y uno de ellos se fracturó la clavícula. Las buenonas de la escuela presentaron una suerte de tabla gimnástica enfundadas en unas faldas tableadas francamente espantosas y con pompones de papel de China. Por algún misterio gritaban en inglés por lo que nadie entendió un carajo. Hicieron una pirámide llenas de trabajos y se retiraron dando brinquitos en medio de una nube de confeti lanzada por todos los chalanes que las querían conocer carnalmente.
El evento más imbécil fue protagonizado por el niño Harfush que salió con corbata de moño portando un muñeco para demostrarnos sus dotes de ventriloquía. Era una verdadera mierda y abría más la boca que el propio muñeco (cuyo nombre era “el señor Chicharrin”). Hacía preguntas del tipo: “Mira para arriba” y cuando el señor Chicharrín alzaba la cara de plástico Harfush decía: “Se te cayó la barriga”.
Lamentable.
Siguieron un grupo de jóvenes que imitaron al controvertido grupo Menudo y un enano que nos tocó las seis primeras lecciones de violón que había tomado en su vida.
En el momento que trataba de ubicar a la güera Kaplan, una muchacha muy guapa, el Chéspiro, que se había sentado a mi lado, me dio un codazo y dijo azorado:
–¡Mira, cabrón!
Voltee en la dirección que indicaba y lo que vi me dejó sin aliento: allí estaba el Porky, un marrano de noventa kilos, semidesnudo y con la cabeza de un venado sobre la cabeza propia.
–¡Puta madre! –alcancé a decir.
Resulta que la mamá del Porky se sentía Sonia Amelio y había puesto a su retoño a ensayar los últimos seis meses la danza del venado, sólo para que el escuinclote se presentara en la noche de talentos. ¿Qué violento camino cerebral llevó a doña Sonia a tomar tal iniciativa? ¿No era consciente de que a su retoño le zangoloteaban las tetillas (que eran más grandes que la de su propia madre) cuando pegaba un brinco? ¿No se imaginó que aquello era lo más cercano a una castástrofe desde que el Coronel Custer peleó con los indios sioux? Misterios múltiples.
Cuando el gordo salió al escenario, se hizo un silencio de muerte. Aquello daba pena ajena. A cada brinco del Porky correspondía un cimbrado terrible de la duela del foro que levantaba una nube de polvo empanizante. Pero faltaba lo peor...y la verdad es que nadie estaba preparado para un desastre de esa magnitud.
En el momento culminante, es decir, cuando el cazador le da un balazo al venado y lo deja agonizante, el Porky dio una machincuepa muy violenta provocando que uno de sus enormes testículos se saliera por un lado del taparrabos. Aparentemente el único que no se dio cuenta fue él, ya que todos en el público exclamamos un ¡ahhh! que nunca olvidaré al observar aquel enorme escroto que parecía una pelota oficial de softbol.
Esa era la escena; un gordo en el piso, un testículo al aire y una cabeza de venado empotrada en los tablones. Todo hubiera quedado, sin embargo, en una escena indecorosa, si la Pelona no hubiera dado la nota al meterse al foro con el telón a jalones gritando como vieja loca:
–¡Tápate hijo, tápate! –mientras le ponía un suéter de lana en la rete testis
El Porky, que agonizaba en ese momento, se incorporó lentamente y se dio cuenta de que traía un huevo de fuera. Su decisión fue simple: salió corriendo hacia una de las puertas con Sonia Amelio a los gritos detrás de él. Se hizo un silencio escalofriante en todo el foro y, a pesar de que la escena era digna de un grand guignol, sentí pena, salí del teatro y lo encontré sentado en la banqueta, su madre había desaparecido. Traté de confortarlo con torpeza adolescente. Recuerdo que me miró por un instante con un gesto adolorido que me acompaña día con día y se fue caminando por la calle, así, semidesnudo.
Al día siguiente supimos que Porky llegó a su casa, se quitó la cabeza de venado de la cabeza propia, se puso una bata, buscó la pistola que su padre guardaba en un armario para protegerse, le disparó cinco tiros a su madre y se reservó el último que le voló la cabeza.