viernes, 14 de agosto de 2009

Soñé con Rocío Dúrcal (Capítulo Uno)

UNO
El veintiuno de diciembre de mil novecientos ochenta y ocho un avión Boeing 747 de pan am explotó en el aire, exactamente treinta y nueve minutos después de haber despegado en el aeropuerto de Heathrow, en ruta a Nueva York. La nave, devastada por una bomba a bordo, cayó sobre la ciudad escocesa de Lockerbie y produjo la muerte de once de sus vecinos, quienes se unieron en este sino fatal con los doscientos cincuenta y nueve tripulantes y pasajeros del avión. El saldo pudo haber sido mayor pero el destino, la suerte o la imprudencia lo impidieron. Antes del despegue, un pasajero hindú (el señor Vijay Presh) fue despedido por sus familiares ya que viajaba a Estados Unidos para radicar ahí de manera definitiva. Había obtenido un puesto en el Bank of America. A pesar de un probable interdicto religioso, aceptó tomarse un par de cervezas con el grupo. El tiempo pasó y, cuando se dio cuenta, su plazo para abordar había vencido. Todavía tuvo los minutos suficientes para llegar a la puerta del avión, pero el personal de la línea aérea no le permitió el abordaje salvándole, con esta acción elemental, la vida.

La existencia no es más que la acción cotidiana de optar ante una baraja de opciones divergentes. Por cada una que elegimos, descartamos cientos que quizá hubieran cambiado dramáticamente nuestra vida: ¿a quién amar?, ¿dónde vivir?, ¿tomar o no una última cerveza? El día a día, lo cotidiano, sin embargo, nos impide valorar este pequeño milagro del azar que se repite inexorablemente. Cualquier nuevo encuentro es simplemente la suma de una serie de factores imposibles de premeditar. Cada persona que se cruza en nuestra vida es un prodigio del azar.

Por ejemplo, pienso en el taxista moreno que rumiaba su aburrimiento en el carro de al lado cuando estuvimos en Vancouver. Tendría cincuenta años (era mayor que yo). No supe dónde nació ni cuándo moriría, pero estoy seguro de que la cadena de sucesos que se impusieron para que estuviéramos juntos (probablemente por última vez) en ese instante preciso fue infinita. Parecía iraní (la mayoría de los choferes de esa ciudad lo son), probablemente nació en un pueblo que yo no sería capaz de pronunciar y quizá tuvo una infancia precaria pastoreando ovejas igual que el Benemérito. Seguramente se casó y emigró a Teherán para buscarse la vida y de pronto llegaron la violencia y la inseguridad. Algún día habrá tomado la decisión de abandonar su país; reunió todo el dinero que tenía y junto con su esposa se unió a una caravana de emigrantes que salió por las montañas. Es posible que haya estado en la India y luego buscara llegar a Estados Unidos; lo es también que advirtiera que las normas canadienses para recibir inmigrantes eran más relajadas. Quizá llegó a Vancouver hará cosa de diecisiete años, tuvo un par de hijos y obtuvo trabajo conduciendo un taxi que no es de su propiedad. La historia la construye mi imaginación pero, para todo fin práctico, daría exactamente lo mismo que el iraní fuera canadiense o que el taxi se transformara en una camioneta con aire acondicionado.

Nací en la ciudad de México hace treinta y cinco años, soy hijo de un médico y una mujer, también inmigrante, a la que él conoció en Centroamérica. Los ingresos familiares nunca fueron suficientes para pagar escuelas privadas pero logré llegar a la universidad. Estudié comunicación y me dediqué a la publicidad. Nunca me casé y no tengo hermanos. Mi padre murió hace diez años y mi madre vive sola. Correcto, estos destinos absolutamente disímiles convergieron en contra de todas las probabilidades, aunque sea por un instante, en una ciudad que me es ajena. Bastaría que el taxista hubiera muerto al pisar una mina, que eligiera otro país o que esa mañana se sintiera enfermo y no saliera a trabajar, para que el encuentro nunca se
produjera. Podría también ser probable que yo naciera mujer y estudiara sociología o que viviera en Chiapas estudiando las costumbres tzeltales. Y, sin embargo, estuvimos juntos en un semáforo de la calle Robson.

Pero… este enorme jardín de senderos que se bifurcan tiene momentos climáticos, acciones decisivas que pueden transformar dramáticamente nuestras vidas. Verdaderas vueltas de tuerca que influyen en todo lo que vendrá y que a veces en esta maraña indescifrable pueden volverse invisibles.

No es mi caso; el cambio de mi destino inició con dos llamados a la puerta: toc-toc. Me encontraba en cama padeciendo los estragos de la noche anterior. No tenía registro alguno de cómo ni en qué momento había llegado a casa, lo que significaba, de cualquier manera, una victoria sobre las fuerzas etílicas de la naturaleza. Hasta donde recordaba, la reunión se había desenvuelto razonablemente bien hasta que Enrique decidió emprender una estrategia de seducción con una mujer hermosa que resultó, para su mala fortuna, esposa del primo del anfitrión. Mi amigo había abrevado de fuentes tan impresentables como Mauricio Garcés en plan gazné para seducir a las bellas, y normalmente utilizaba técnicas vergonzosas que se basaban en mentiras infinitas (alguna ve le escuché decir que era sobrino del presidente). “¡Óyeme, cabrón!”, dijo de pronto el marido agraviado cuando descubrió un roce inexplicable entre dos que se acaban de conocer, y lo retó a golpes. Enrique alzó los brazos mostrando una guardia que sólo le he vuelto a ver a Cantinflas, mientras el esposo ultrajado lanzaba una advertencia: “Es mi deber legal decirte que soy sexto dan nacional”. En el momento exacto en que mi compañero le decía que no mamara, perdió los dientes frontales del primer impacto, que fue el último ya que no se recuperó y hubo que llevarlo a su casa hecho una porquería.

Los de siempre buscamos un bar de la madrugada y nos quedamos bebiendo y hablando de las mujeres que nunca serían nuestras: “Jane Seymour”, propuse:
—Ni madre —protestó Gerardo—, una más putona.
—Rocío Dúrcal —dijo Luis y recibió un abucheo de candidato vendido. Ajeno a la crítica entornó los ojos y remató—: ¡Qué mujer!

Como a la una fuimos al Closet, un antro de mala muerte cuya actriz estelar se llama Mary Pompis. Ahí nos llenamos de bebida adulterada que parecía legítima; la última imagen coherente que guardaba era la de Luis explicando a una puta la forma de hacerse millonaria en la bolsa de valores.

Toc-toc.

Me levanté de la cama, estaba desnudo y olía a huauzontles. Vi la hora; las tres de la tarde. Me envolví en una cobija y antes de que pudiera abrir encontré un sobre en el piso. La persona que lo dejó por debajo de la puerta se había evaporado. Dentro del sobre encontré una hoja de papel con líneas manuscritas que parecían redactadas por un imbécil:

El quinto de jasón llegará a su primer tercio en un cauce cabalístico cuando el sol se esté ocultando (317).

Revisé: el sobre no tenía destinatario ni remitente; en la parte superior derecha había un avioncito azul junto a un letrero obsoleto: Air mail. Olvidé todo y volví a la cama. Prendí la televisión para arrullarme. Un homosexual leía el horóscopo mirando fijamente a la cámara y vestido como Cleopatra antes de bañarse. En el momento en que me acurrucaba sonó el teléfono; no tenía ningún ánimo para responder, así que dejé a la contestadora hacerse cargo. Oí mi voz haciendo una broma que en ese momento descubrí vergonzosa, el sonido de la máquina y luego a Nahui insultándome de mala manera: “Eres un hijo de la chingada”… clic. El hecho es que había quedado de llamarla la tarde anterior. Nahui había insistido toda la semana para que fuera a conocer al grupo de Karma (se me antojaba tanto como una audiencia con la reina Isabel). Esquivé como pude el programa de reencarnación, y no llamé. Ése era el resultado.

Nahui no era una mujer ordinaria y hoy me resulta absolutamente imposible clasificarla en alguna categoría taxonómica para ubicar sus coordenadas. La conocí en una reunión de intelectuales de esas que abundan en la ciudad de México y a la que me arrastró Guillermo. Se trataba de un departamento en la colonia Condesa adornado por fotos misceláneas en las que se apreciaba a Gandhi ensabanado, al subcomandante Marcos y a Luis Buñuel, sin que quedara claro qué tenía que ver una cosa con la otra. Se festejaba el estreno de Divagaciones ante un gato, la obra de teatro que dirigía el anfitrión. El problema es que el boleto de acceso al ágape planteaba como requisito ineludible asistir a la función de marras. La trama era inescrutable y sugería que el director era una persona adicta a los volátiles. Todo daba inicio con una actriz muy joven con los senos al desnudo que le decía a un señor calvito de la primera fila: “Enano pendejo, miserable burgués”. No resultaba evidente si el hombre formaba parte de la puesta en escena, pero era muy claro que si la obra llegaba a las diez representaciones se debería a un milagro de nuestras autoridades culturales que la habían subvencionado con criterios misteriosos. El momento culminante se alcanzó cuando los protagonistas se quedaron quietos como estatuas de marfil sin que nadie entendiera que ello significaba el final de la obra, hasta que uno que era amigo inició los aplausos.

El caso es que en la reunión yo estaba sentado al lado de una gorda que se sentía crítica de cine y decía cosas como: “No puedo ver a Wenders objetivamente; es demasiado doloroso”, cuando reparé en Nahui: era soberbia; iba vestida como la flor más bella del ejido, con huaraches y huipil y traía colgada del cuello una cantidad de cadenas que en línea recta debían medir diez kilómetros. Su pelo era largo y sedoso y le llegaba a las caderas; sus labios, carentes de pintura, perfectos; y, lo más notable, una mandíbula cortada en línea recta. Su cuerpo, a pesar del camuflaje autóctono, se adivinaba firme y torneado. En ese momento se reía con un timbre similar al de mi tío Federico. Decidí librarme de la gorda que me explicaba entusiasta la diferencia entre el neorrealismo y el cine verdad. “Perdone, pero debo ir al baño”, dije y me levanté con la prisa del que le revienta un riñón.
Salí del baño (en cuya tina dormía nuestro anfitrión con lasaña colgándole de la barba) y la abordé:

—Hola —saludé.
—Hola —contestó mientras me miraba con sus enormes ojos negros.
Entré en un ataque de pánico; después de todo (lo he explicado ya) la vida no es más que una serie de oportunidades que pasan como el tren de las seis y que se van de manera irremediable si no las pescamos al vuelo. Evidentemente —la impaciencia se advertía ya en los ojos de la bella— era el momento en que debía decir algo interesante, trascendente, ingenioso o por lo menos suficiente para ganar tiempo. Siguiendo la ruta de mi destino, sentencié frente a la foto del Mahatma:

—Espero que no seas crítica de cine, porque la gorda me tenía podrido.

La respuesta llegó rauda en tres centésimas de segundo:

—La gorda es mi hermana.

Desde luego, eso era todo.
Di una explicación —que no mencionaré por puro amor propio— mientras me retiraba a un rincón donde un escritor que había alcanzado algunos éxitos y cierta fama dictaba cátedra. No me moví de ahí hasta la una de la mañana, hora en que salí sin despedirme de nadie. Al arrancar el coche vi a Nahui por segunda vez esa noche; trataba de abrir un Volkswagen con algo parecido a un gancho de ropa. Le ofrecí ayuda y aceptó. Cuando finalmente el seguro cedió, me excusé: “Perdón por lo de tu hermana”. Nahui tomó las llaves, me dio un papelito en el que garabateó su teléfono, también un beso en la mejilla y remató entre guiños: “No es mi hermana, tonto”. Luego se fue.

El teléfono volvió a sonar. Tardé en entender que era Enrique el que hablaba, la falta de dientes frontales le daba un tono siniestro. Colgué cuando comprendí que fraguaba la venganza contra el sexto dan nacional y me volví a dormir...Soñé con Rocío Dúrcal.

Ídolos (La mosca en la pared 2007)


La televisión es una fuente de imbecilidad profundamente inconmensurable. Uno puede encontrar a una señora que es señor y da el horóscopo para luego cambiar de canal y encontrarse con una gorda que modera un programa en el que los asistentes cuentan sus miserias emocionales y se agarran a madrazos porque pasó la mosca (en la pared). Solo en una pantalla de veintiun pulgadas uno puede hallar gente como el perro Bermudez que desde mi punto de vista es un crimen de lesa humanidad o a una nube de idiotas que dan brinquitos en una tabla simulando un circo para que una nube más amplia de idiotas aplaudan. En la tele también he visto a un señor que se llama Jaime Maussan cuyas características distintivas son las de tener un ojo chueco, hablar muy raro y anunciarnos que los ovnis nos visitan diariamente de tres a seis, lo que siempre me deja la duda de por qué solo los ve él y no el resto de los mortales. El misterio es que a través de estos “avistamientos” este buen hombre se ha hecho de un modo digno de vivir.
Muy bien, las reglas son esas y el que no las quiera aceptar puede simplemente no prender la televisión o fugarse al pico de Orizaba, como no es mi caso, de noche en noche prendo el aparato e invariablemente me quedo estupefacto de lo que veo. Esta vez me encontré con una madre que se llama “American Idol” cuyo formato es elemental, se trata de que una turba de señores y señoras que creen que cantan, se expongan ante un jurado que describiré a continuación: primero hay un gordo de color negro que se viste como se visten los padrotes de balneario y que por algún misterio semántico llama “dog” a los concursantes varones, luego está una señora que se peina con tubos, se llama Paula Abdul y, según me relatan mis fuentes, conoció en el sentido bíblico a uno de los concursantes. El tercero en discordia es un señor británico que tiene el pelo como las laderas del nevado de Toluca y tiene la virtud de ser mamoncísimo, se llama Simon y aparentemente todo mundo sabe lo que le espera al encontrarse con él.
El programa inicia con un jovenazo que es el presentador y que da entrada a los concursantes. Normalmente los proto cantantes son gente que debe vivir aislada en las montañas ya que cantan como la mamá del muerto a gritos y haciendo el ridículo. El siguiente paso es que los jurados los hagan mierda y salgan de un cuartito muy molestos. De vez en cuando hay uno o una que no lo hace tan mal y recibe un veredicto aprobatorio que le hace dar brincos, llorar y abrazar a su señora madre que espera afuera llena de ansiedad.
Los cantantes son eliminados como en la canción de los perritos y cuando ya queda una docena se le junta con algún señor que es famoso (el que a mí me toco en suerte observar se llama Barry Gibb o lo que queda de él). El famoso se pone al lado de un piano y les pide a la docena que canten sus canciones, los concursantes lo hacen y les da consejitos del tipo “cuando llegues a esta nota infla el pecho” y luego los elegidos van al salón de belleza y se presentan en un salón enorme con orquesta y todo. El público es netamente gringo, es decir gordo, y aplaude mientras un letrerito nos anuncia cosas como “familiares de fulanito de tal”. Uno de los participantes que era igualito a Mowgli y se llamaba Shamalaya, Shajualalua o algo así cantó algo espantoso y fue pasado por las armas por los miembros del jurado, lo que provocó un pleito entre el maestro de ceremonias y el del pelo como el nevado. Me quedé muy impresionado de ellos y de mí que tuve el temple de ver el programa completo y correr a escribir esta nota para que ustedes, queridos lectores, me digan si soy un pendejo que no entiende las cosas de la vida moderna.