lunes, 10 de agosto de 2009

Valle de Bravo (El Financiero 2004)

Como ya he dicho antes a mí me ocurren cosas, mi capacidad para concitar desastres es simplemente sobrecogedora; una vez mis padres decidieron mandarme de vacaciones a Guatemala. Supongo que la patria estaba pobre ya que nos treparon a mi hermana Diana, a una señora conocida como “La tía Güicha” y a este humilde servidor en un camión de línea. Exactamente a las dos horas de iniciado el trayecto un tarro de miel -mal estibado por algún imbécil- se rompió exactamente arriba de mi mollera. La miel me penetró hasta la próstata y en esa condición cristalizada viajé las siguientes 20 horas como una alegoría moderna del osito Pooh, mientras la tía Güicha emitía la frase inmortal: “ay mijito”.
El fin de semana tomé la decisión de ir a casa de unos amigos en Valle de Bravo, nos trepamos al coche hacia el mediodía y arrancamos rumbo a esos lares. La iniciativa era idiota si consideramos los augurios climatológicos y el antecedente de que yo en ese lugar pasé la luna de miel más aburrida que registra la historia embriagándome en un muellecito a las tres de la tarde y con mi legítima en una especie de pueblo fantasma. Sin embargo, todo iba sobre ruedas llegamos a Toluca y ahí la cosa se fue al carajo.
Existe un concepto llamado “libramiento” que supuestamente es útil a la hora que uno va a un destino en el que previamente hay que pasar por otras ciudades. Con este invento carretero se evita la chinga de meterse a una ciudad a la que a uno no le da la gana entrar llenando de tráfico a la pobre gente que ahí hace su vida. No es el caso, para ir a Valle de Bravo hay que atravesar Toluca y veinte semáforos que no están sincronizados, acto seguido se entra a una carretera que parecía extraída de un cuento de Lovecraft; dos carriles estrechos rodeados de un bosque de pino y con una niebla que a duras penas permitía ver el cofre del coche. De pronto una camioneta que venía adelante dio un amarrón y se bajaron de inmediato tres señores de sombrero, vi pasar mi vida frente a mí pensando que era el equivalente ejidal de la invasión de Mongo. En realidad el problema era más elemental. Un cerdo se había caído de la camioneta y ellos lo jalaban con mecates para volverlo a subir a la carretera.
Iniciamos una bajada que hubiera sido de vértigo de no ser por un camión de redilas que iba tan rápido como la viejita que corría los maratones. Llegamos molidos y después de un rato considerable a casa de mis amigos para refugiarnos en una chimenea, parecíamos víctimas de la guerra de Kosovo.
El día siguiente fue dedicado a la dolce farniente, el sol asomó e inclusive fue posible que me metiera a una alberca solo para salir como Pedro cuando trataba de caminar sobre las aguas debido al shock térmico asociado. Decidieron irse a dar un paseo en lancha por el lago y digo decidieron porque yo a una lancha de esas no me subo ni amarrado y finalmente a las siete y media de la noche tomamos el camino de regreso. Exactamente a los 45 minutos nos encontramos con una cola que quién sabe cómo se había originado pero que medía quince kilómetros lo que provocó que invirtiéramos una hora para recorrer dicha distancia. Los mexicanos –esa raza gandalla- decidieron invadir el carril de contraflujo y enfrentarse con el resto de nosotros que nos rehusábamos a dejarlos regresar a la vía. Se vivieron momentos de mucha tensión como cuando un par de yuppies pendejos (lo anterior es una tautología) se vieron de frente con un trailer por su falta de civismo.
Me di cuenta que la romería se armó por la nube de paseantes que decidieron “ir a ver la nieve” y como constancia de un hecho tan conmovedor, hicieron muñecos que pusieron sobre su parabrisas dándonos una muestra inédita de imbecilidad.
Llegué a mi casa a las once de la once con un frío de pastorela, dos niños en estado de coma y la conciencia de que los viajes pueden ser cosas muy ilustrativas siempre que uno se quede en su casa y se los deje a los demás.