miércoles, 29 de julio de 2009

De monstruos, villanos y malosos (El Financiero 1995)

Las madres que eran madres en mis tiempos, amenazaban a los escuincles canijos utilizando diversos métodos; la cosa podía ir desde quedarse sin cenar (castigo en sí mismo baboso) hasta ser llevados por el señor del costal. A mí francamente el asunto del costal me tenía sin cuidado ya que el ropavejero que visitaba la cuadra era un señor de 156 años, sin dientes, que caminaba dando unos pasitos como de muñeca Lilí. Probablemente la experiencia me marcó, ya que a partir de ese momento siempre consideré a los monstruos y villanos como gente muy pendeja a la que se podía vencer con facilidad.
El primer villano al que conocí, propiamente dicho, tenía un nombre idiota: se llamaba Fanfarrón y era un señor con sombrero de cucurucho, barbas de muestrario y una capa indescriptible. Era el maloso de Cachirulo y pretendía arruinarle la vida a una princesa muy guapa que se llamaba Beatriz, nomás que era tan bruto que se escondía detrás de un pirul donde lo veíamos todos los niños y a veces hasta Cachirulo.
Luego me enfrenté a los thugs del maestro Salgari. El jefe era un villanazo al que le decía el manti y hablaba muy raro. Sus últimas palabras fueron las siguientes: ¡ Matadlos! ¡ Deshacedlos! ¡ El paraíso de Kali para el que muera..., para el que...!
Y se murió (fácilmente) de un balazo disparado por Sandokan. Entraron en mi vida entonces los monstruos hollywoodenses. Frankestein el primero. Lo único impresionante era su aspecto: medía dos metros, se peinaba con serrucho, traía un par de bujías en el cuello y usaba ropa tres tallas más chica que la que le correspondía. No representaba ningún peligro ya que avanzaba con los brazos estirados a paso de tortuga y bastaba con correr más rápido para quitárselo de encima.

El conde Drácula era otra cosa; sólo los pendejos que salían en las películas de vampiros y que nunca habían visto una de vampiros, no se percataban de que un tipo vestido como capitán de meseros, con un colguije amarrado con listón, peinado relamido, que nunca bajaba a desayunar y tenía acento rumano tenía que ser el conde Drácula. Evitarlo era muy simple: bastaba con no meterse en un castillo a las doce de la noche. Para despacharlo tomaba uno su estaca y entraba a mediodía en el castillo como Pedro por su casa, abría el ataúd y ¡ zaz!

Al Hombre Lobo se le descubría porque lo había mordido un animal, tenía más pelos en las orejas que el resto de los mortales y en su presencia los animales armaban una escandalera. Era normal casi todo el mes, pero con la luna llena se volvía un indeseable. Ningunos de sus enemigos se daba cuenta que el chiste era agarrarlo en cuarto menguante y dispararle con una bala de plata. En cambio todos accionaban la pistola cuando el animalón ya venía en el aire con los dientes escurriendo baba.

Bruta que es la gente.

Lo anterior, creo, demuestra que en este mundo los monstruos y villanos están llenos de deficiencias y su mediano éxito se debe a que la gente es tan babosa que no se echa a correr o anda abriendo ataúdes a las tres de la mañana.

Sin embargo, un hecho reciente llamó mi atención; la reaparición del término "malosos" que según yo sólo se aplicaba en el contexto del villano Fanfarrón o como adjetivo para describir a los Raiders de Oakland. ¿ Quiénes serán los malosos posmodernos? Ensayemos una respuesta.
El maloso de los noventa tiene barriga, piochita, usa botines de charol y carga pistola. Porta un uniforme más feo que el de Fanfarrón y se dedica a extorsionar a la gente. Estudios de la Universidad de Maryland han demostrado que su inteligencia y capacidad de análisis es equivalente a la del gusano de maguey. Suele andar acompañado por alguien igual a él y recientemente le fue conferida la facultad de identificar sospechosos. Sus métodos disuatorios son algo primitivos pero funcionan. Como en su caso no hay antídoto, es temible y hay que evitarlo. El monstruo perfecto... un policía.