miércoles, 30 de septiembre de 2009

El caramelito y los extraterrestres (Digresiones con resortera, Lectorum 2004)

Felipe, el de Mafalda, dijo alguna vez que el riesgo de traer las orejas puestas es que uno se expone a oír cosas que lo pueden petrificar. La verdad infinita de esta frase se convirtió en dogma de fe para un servidor hace unos al escuchar el controvertido programa “Media hora en la vida de José Luis Cuevas” . El formato de la serie es realmente muy simple; nuestro insigne y nacional pintor es entrevistado durante treinta minutos por una joven babeante e incondicional. Bien, en algún momento maese Cuevas relató su primera –y muy interesante— experiencia sexual. Parece ser que una vieja verde le dijo cuando tenía muy corta edad: (mucha atención) “niño José Luis, ¿me dejas ver el caramelito que tienes en el pantalón?”. En ese instante le di un tope al coche de enfrente por el sobresalto que me causó la declaración de marras. No pude más cuando la entrevistadora comentó: “José Luis, en estos días se cumplirá el (aquí entra un número) aniversario de tu primera relación sexual ¿cuáles son tus recuerdos?”
Cambié de Frecuencia.
El riesgo de traer las orejas puestas se volvió a manifestar poco tiempo después cuando prendí la televisión sintonicé (sé que si hay un Dios en el cielo, me perdonará) “Súper vacaciones”, allí encontré a un payaso llamado “Lagrimita” que habla como estúpido y que incita a los niños a que se den de almohadazos. Su compañero era un panzón acromegálico con voz de matraca que dijo (mucha atención) “los dinosaurios, esos temibles animales prehispánicos”.
Esta historia de frases y orejas se inicia muy temprano en la vida cuando nuestro maestro de Geografía, el malogrado “Tlaloc” (por su enorme parecido con el dios de la lluvia) nos platicó durante una de sus clases que el maíz no era originario de Mesoamérica, como ordinariamente se pensaba, sino (mucha atención) extraterrestre y que había sido
depositado en nuestro planeta por seres superinteligentes que, de esta manera, ayudarían a la raza humana. El azoro que nos causó tal declaración bastó para ponerle una paloma de cinco pesos en el excusado que llenó a todos; a él de orines y a nosotros de rayos ultravioleta, ya que nos castigaron dejándonos un día entero al rayo del sol en el patio escolar.
Luego vino el “Tontín” otro docente de ejemplar estupidez que un día, durante una inolvidable clase de anatomía, propuso la teoría del “muchacho bueno” al decirnos que en las películas de vaqueros, el muchacho bueno invariablemente le atinaba en la cabeza a la amenazadora serpiente de cascabel, no porque fuera muy buen tirador sino (mucha atención) debido a que la serpiente detectaba al calor de la bala que venía hacia ella y con la rapidez de Flash (así dijo) la atacaba.
Pobre hombre.
En realidad el mundo está lleno de ideas inquietantes. La Secretaria del SNTE declara que: “volarán como águilas, porque a las moscas las vuelan los sombrerazos” , algún idiota del que afortunadamente he olvidado el nombre dice: “el polo no es un deporte elitista”.
Debemos urgir a los especialistas en diseño ortopédico para que trabajen intensamente en la creación de un filtro auditivo que nos permita diferenciar lo sublime de o ridículo. De otra manera, los caramelitos y los extraterrestres se apoderarán del planeta de una vez y para siempre.

martes, 29 de septiembre de 2009

Fragmento de la Sala Oscura (Paidós 2002)

En la pantalla se aprecia a Santo, el enmascarado de plata, hablando por teléfono. Con voz grave dice: “inspector, creo que debemos conocernos”. La escena cambia y se aprecia que del otro lado de la línea se encuentra el inspector, uno de bigotito y sombrero con pluma de perico australiano que contesta: “de acuerdo Santo, le propongo la iglesia de Coyoacán a las 12 de la noche”. El Santo, en lugar de responderle al inspector que no sea pendejo y que mejor se vean en una oficina a hora razonable, contesta “entendido” y cuelga el teléfono.
La siguiente escena nos muestra al inspector en una explanada desierta caminando en círculos y fumándose un cigarro. En ese momento llega un MG color plata del que baja pegando un brinco y no por la puerta, un señor sin camiseta y con las tetillas de fuera. Lleva además una capa plateada, unas botas plateadas y unas mallas de bailarina que se faja hasta el esternón. La cabeza va enfundada en una máscara también plateada. Camina dando brinquitos, llega con su interlocutor y pregunta: “¿inspector?”. La respuesta del inspector, me parece, ilustra la lucidez de mucho del cine mexicano: “¿es usted el Santo?”.
Mi primera conciencia de que el cine mexicano era defectuoso la adquirí el día que le vi el reloj a uno que se suponía era indio zacapoaxtla y descuartizaba franceses utilizando un machete de ferretería. Las confirmaciones posteriores fueron múltiples; vi a Alberto Vázquez confesar que era culpable a los gritos mientras su padre fílmico (don Fernando Soler) se mantenía impasible a pesar de que doña Amparo Rivelles le reiteraba lo bueno que era el muchacho, también descubrí que a Clavillazo lo querían perjudicar unos señores con cara de bacalaos noruegos, que provenían del espacio exterior y cantaban cha-cha-cha. En algún momento desesperado llegué a la dolorosa conclusión de que el asunto no tenía remedio y dejé de ver cine nacional durante más de diez años, sin que en ello mediara malinchismo alguno (siempre he creído que a un país no se le puede odiar o amar en abstracto a menos que a uno lo eduquen con tales valores que por ningún motivo son los míos). Afortunadamente las cosas han cambiado y hoy podríamos afirmar con cierto grado de certeza que todo marcha mejor, que la industria cinematográfica ha recobrado su aliento e inicia una lenta recuperación lo que aquí entre usted y yo me parece magnífico.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Antónimo de anfibología (El Financiero 2006)

Leo, con cierto sobresalto, que 260 mil estudiantes están presentando un examen en el momento que yo redacto estas líneas. ¿Qué les irán a preguntar? ¿Cuántos de ellos llevarán un acordeón? ¿Cuántos una estampita de San Carlos Borromeo? ¿Quiénes le habrán pedido al primo que se las sabe de todas todas que resuelva las preguntas clandestinamente? La verdad es que no lo sé. Lo que sí recuerdo de estos exámenes se remonta al cretácico, cuando yo mismo fui uno de esos estudiantes nerviosos que llegaron con su lápiz del dos esperando un milagro de la guadalupana. La experiencia la puedo catalogar como siniestra y transformadora. Aún no puedo resolver un examen y mucho menos aplicarlo.

Las preguntas que nos hicieron eran extrañísimas y parecían redactadas por alguien que inhalaba tíner o era de plano idiota perdido. Había unas facilísimas, categoría en la que cabía el antónimo de blanco, y otras que no hubiera contestado Von Braun. Recuerdo por ejemplo que una de matemáticas decía más o menos así: "Hay una cubeta con nueve litros de agua de chía; Juan llega primero y se toma dos terceras partes, luego Federico toma un octavo y Luisito, que llegó al último, solamente toma un noveno. ¿Cuánto líquido queda en la cubeta?" Al recibir la pregunta puse los ojos en blanco y me quedé pensando en Juan, en Luisito y en la tiznada madre del autor de la idea. Luego descubrí que la única proporción que me sabía era la de 1/4, que era la probabilidad de acertar la respuesta al tin marín... aún no sé el resultado y así me fuera la vida en ello (por ejemplo que Demi Moore ofreciera establecer comercio carnal a cambio de la respuesta) no sabría qué contestar.

Exámenes.

Otro momento alucinante ocurrió durante las preguntas de historia. En muchas de ellas se trataba de establecer cronologías y entonces había que decir qué fue primero si la conquista o la reforma. Supongamos (sin conceder) que el asunto no tenía chiste, pero ¿qué pasaba si entre las etapas históricas alguien con muy mala leche o muy mala madre introducía el término "segundo imperio", que fue exactamente lo que ocurrió? Yo, que me enteré esa mañana de dicho concepto, estuve tentado de escribir Napoleón Bonaparte, y volví al tin marín. Cuándo le expliqué más tarde a mi señora madre --que compartía todos mis méritos académicos-- el asunto y ella me explicó a su vez que la pregunta se refería a Maximiliano, me di un tope en la cabeza y sentí que la vida no valía nada.

En biología la cosa no estuvo nada fácil. Se preguntaba, por ejemplo: de las siguientes opciones ¿cuál representa a una dicotiledónea? y luego se enlistaban: las fanerógamas, los frijoles, las cucurbitáceas y las melastomatáceas. En ese caso opté (correctamente) por la única respuesta que me sonaba familiar, que era la de los frijoles. Y santo remedio.

Al momento de terminar el examen con mi lápiz del dos, decidí que si me aceptaban sería sólo porque Dios sí existía y durante los dos meses que tardaron en llegar los resultados sufrí una seria transformación espiritual. En esos tiempos era de todos conocido que si el resultado llegaba en un sobre gigante, el asunto había valido madre y si, en cambio, venía en un sobrecito no podrían ser otra cosa que buenas noticias. Al final llegó un sobre de tamaño normal en el que se me anunciaba que había sido aceptado. Mi regocijo se vino abajo ante el ácido comentario de alguien que hoy quiero mucho, que dijo: "Pues sí, siempre hay gente más pendeja que uno".

Francamente espero que los pobres 260 mil estudiantes no pasen ese trago amargo. Que se haya decidido que hay cosas más importantes en la vida que el agua de chía y las cucurbitáceas, y que el señor que hacía los exámenes se haya muerto. Vaya pues mi simpatía para los que estudiaron, para los que no estudiaron y para los que van a volar. En ese caso, la mejor estrategia es buscar a alguien que tenga peor cara y sentirse satisfecho a cambio del dolor ajeno.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Es por tu bien (Antología: Prohibido fumar. Lectorum 2008)

--Voy a dejar de Fumar.
El anuncio era así de simple pero inesperado como una tormenta de nieve en el Sahara.
Gualterio había cedido la plaza después de cuarenta años. Los primeros indicios de alarma se habían generado hacía ya tiempo durante una visita a Estados Unidos; se trataba de una estancia de una semana con el propósito de asistir a un encuentro de escritores. Como casi cualquier coloquio de esta índole se encontraban hombres de mediana edad con ropa obscura, mirada fija y un libro propio bajo el brazo que revisaban los caminos de la nueva narrativa sueca o el papel de la crítica en la generación de lectores. Todo ello sumado producía una hueva interplanetaria pero el viaje era de gorra y Gualterio no conocía la ciudad.
Uno de los participantes se presentó después de una sesión matutina:
--Hugo Marván, escritor chicano—y le extendió una invitación para cenar en su casa esa noche.
Gualterio, un poco sorprendido por la imbecilidad de la presentación, equivalente a decir: “Gualterio Ralein, narrador heterosexual”, aceptó y se presento esa noche en el suburbio de River Forest con una botella de tequila y flores para la esposa chicana.
Todo marchaba razonablemente bien hasta el momento en que se le ocurrió sacar un cigarro. La esposa del escritor chicano lo miró como se mira a una plaga de langostas y el anfitrión le explicó con mucha amabilidad que en esa casa, que era la de él, no se podía fumar, pero le indicó que podía salir al porche.
Lo que el anfitrión no le dijo y esa era justamente la información relevante es que en el mes de enero la temperatura en el porche y el resto de la ciudad era de veinte grados bajo cero. La devastación polar le provocó entumecimiento de la rete testis y en general de todo el cuerpo que se negó a seguir metabolizando por lo que tuvo que entrar de regreso, sin fumar y con la cara de un refugiado de guerra. Para reponerlo lo embriagaron con brandy y regresó a su hotel hecho una porquería beoda.
En ese momento no fue capaz de percibirlo, como nadie advierte un tsunami que se la viene encima, pero los cruzados de la salud habían afilado sus armas y él, junto con millones de fumadores gozosos era el enemigo. Pocas cosas como un cigarro, pensaba, después de comer, echando tragos con los cuates o el legendario post copulatorio, que era su favorito. Todo eso empezaba a irse al carajo.
Pronto las señales se agravaron; los vuelos comerciales prohibieron el fumar a bordo, lo mismo que los cines y en las ciudades estadounidenses se generó una cruzada ligeramente histérica que lo dejó muy solo con su vicio. Una vez en un viaje a Disneylandia con sus hijos y después de saludar al osito Pooh y verle las tetas a Blancanieves, sintió ganas de fumar, entonces se dio cuenta que en las cuarenta hectáreas del parque se había habilitado una especie de mazmorra de cuatro por cuatro para la gente viciosa. Entró y de inmediato se deprimió; aquello parecía un fumadero de opio y la facha de sus acompañantes era simplemente lamentable. Viejas chotas y desechos de guerra de barba crecida con chamarras en estado de descomposición. Uno de ellos se le acercó y cuando se enteró que Gualterio era mexicano le explicó con lujo de detalle que tenía un hermano preso en Tijuana, por lo que nuestro sufrido héroe decidió retirarse prudentemente en dirección a Tribilín.
Mierda.
La cruzada avanzaba a pasos agigantados, un día en el aeropuerto de Atlanta tuvo que salir corriendo a la calle y recibió una multa de un policía que era hermano gemelo de Zamorita quien le indicó que no se podía fumar ¡en la vía pública! Porque se trataba de una zona federal.
Todo empeoró; Sacar un cigarro en prácticamente cualquier condición provocaba invariablemente miradas que mediaban entre el desprecio y la lástima ajena por la falta de voluntad propia. Luego vinieron los hijos a los que una nube docente les explicó con tenacidad de hormiga que su padre se mataba y los mataba día a día. Era una joda irremediable que lentamente le fue generando la conciencia de que los fumadores se habían vuelto el equivalente moderno de los leprosos en la edad media.
El cigarro le costó su primer matrimonio, estaba casado con una mujer que era un híbrido entre el Mahatma y Deepak Chopra; se vestía con ropa típica, hacía yoga y era macrobiótica lo que para Gualterio significaba comer semillas de girasol de lunes a viernes. Ella no soportaba el humo del cigarro por lo que la casa de Gualterio era una versión nacional de la del escritor chicano. Ante la disyuntiva de ultimatum de “el cigarro o yo”, no hubo que pensárselo dos veces y así se ganó una demanda de divorcio que lo dejó tuerto.
Cuando los asambleístas decidieron que ya estaba bueno y tomaron la iniciativa de prohibir el tabaco en lugares como bares y restaurantes, Gualterio capituló pensando respetuosamente que ya podían legislar acerca de su chingada madre.
--¿Por qué si un marrano se sienta en un restaurante no se legisla para impedirle que se coma medio kilo de aguayón? –argumentaba encabronado— Mis impuestos van a tener que pagar su arterioesclerosis o la pinche diabetes ¿qué no es lo mismo?
Pero todo estaba perdido es por ello que en la mesa del comedor hizo el anuncio lo mismo que una cita con su dentista para que le limpiara las manchas de nicotina y así empezar de cero su nueva y saludable vida.
El problema es que Gualterio era un hombre carente de fuerza de voluntad; a las doce horas del anuncio sintió que se moría; las manos le temblaban y un sudor frío le recorría el cuerpo. La ausencia de nicotina, por otro lado, lo estaba poniendo de un humor de los mil diablos que estalló en el momento que una anciana se le quedó viendo de coche a coche:
--¡Qué me ve vieja puta¡ --una reacción que ciertamente le preocupó por lo que tomó la determinación de volverse un fumador clandestino para evitar exabruptos de ese calibre.
Entonces Gualterio inició una serie de ritos más complicados que los de los indios seminoles; en las mañanas cuando bajaba a calentar el coche fumaba a velocidad de rayo antes que sus hijos lo sorprendieran. Entraba al baño e invertía media hora en ventilar todo antes de salir por lo que su esposa le recomendó una visita al gastroenterólogo. Consiguió un aromatizante que olía a entrepierna de caballo para que el olor a humo de tabaco no lo delatara y ejerció largos procesos de vigilia que en dos semanas le provocaron unas ojeras temibles. Su proceso creativo tenía tan buen rumbo como el Titanic; se sentaba frente a la máquina para tratar de escribir y las ideas cada vez eran más esquivas. Un día tecleó algo que le pareció una mierda irremediable y decidió actuar.
Se trataba del doctor Hiriart un hombre formado en la escuela Gestalt que lo recibió en su consultorio la tarde de un viernes. Era un tipo inquietante con barba blanca y gafas de miope que miraba a los ojos y no parpadeaba. El consultorio estaba atiborrado de diplomas con un par de sofás desvencijados en medio de la pieza. Cuando Gualterio le contó su problema el doctor Hiriart respondió algo que le hizo sospechar acerca de una severa falta de irrigación sanguínea en el hipotálamo del especialista:
--Imagine que soy un cigarro.
Gualterio abrió un poco los ojos tratando de adivinar alguna broma, que por otro lado sería de muy mala madre a ochocientos pesos la hora.
El doctor Hiriart no bromeaba, se puso de pié y se alzó los pantalones mostrando unos calcetines de rombos y un par de pantorrillas del color de la parafina. Mierda.
--Imagine que mis calcetines son el filtro de su cigarro y el resto de mi cuerpo el papel de arroz que envuelve el tabaco que usted tanto desea ¿qué siente?
--Qué está haciendo el ridículo doctor—contestó Gualterio con sinceridad desmoralizante.
Hiriart hizo una mirada de conmiseración y le dijo:
--Así no vamos a ninguna parte, tiene usted que dejar que sus sentidos se expresen, que fluyan salga de esa coraza de realidad que lo aprisiona.
--¿Qué quiere que le diga doctor? ¿Qué me lo estoy fumando?
--Precisamente ¿qué siente?
Gualterio que empezaba a renunciar a su dinero y a la terapia le siguió la corriente.
--Que es usted un cigarrote.
--¿Y qué más?
--Que lo prefiero sin filtro.
--No mame ¿se está burlando de mí?
--No doctor sería incapaz, eso pienso.
El doctor Hiriart se bajó los calcetines
--¿Y ahora?
--Siento culpa de fumármelo.
--Eso es un gran avance amigo mío.
--¿Usted cree?
--Por supuesto, en realidad es justamente lo que debe pensar, que el cigarro es una víctima que será incendiada y consumida por usted. Vuelva el martes.
Gualterio no sabía si el doctor Hiriart era imbécil o nomás heterodoxo. Sin embargo asintió y salió para siempre de la consulta prendió un cigarro y decidió cambiar de estrategia, no sin antes hacer una llamada telefónica para mentarle la madre a su amigo Guillermo que era el autor de la recomendación terapéutica.
Fue entonces que le sugirieron la hipnosis, después de la experiencia del hombre-cigarro Gualterio estaba escéptico pero aceptó ir a una sesión. Se imaginaba a un señor con turbante y un llavero que pasaría ante sus ojos mientras le decía “tienes sueño, mucho sueeeño”. En realidad se trataba de una señora gorda a la que le explicó su problema, ella le dijo a su vez que lo iba a hacer entrar en trance y decirle cosas como: “el cigarro es tu enemigo” o “tu cuerpo merece ser protegido”. La sesión sería grabada para que Gualterio la pudiera observar más tarde. La gorda lo miró fijamente como si se lo quisiera fajar y luego le pidió que contara del uno al cien mientras ponía una esfera de metal con pila frente a sus ojos.
En el número sesenta y siete empezaba a estar claro que la estrategia no estaba funcionando pero finalmente Gualterio cerró los ojos con cierto fingimiento y quedó efectivamente dormido.
Cuando despertó le dolía la cabeza y la gorda le explicó que todo había salido muy bien mientras le mostraba un video en el que se veía a Gualterio en la misma pose de un borracho perdido diciendo cosas como “ya no quiero fumar” y “amo a mis hijos”.
El problema es que al salir de la consulta no solo sintió ganas imperiosas de un cigarro, sino un profundo asco al pasar por un puesto de tacos de longaniza que no cedió en toda la tarde. Aparentemente la gorda lo había convertido en un vegetariano estricto porque sus nauseas de embarazada se quedaron con él un largo tiempo. Esta vez la mentada de madre fue para sí mismo y se prometió no volver a buscar terapeutas en la red.
Gualterio recurrió a folletos y consejos por internet, la mayoría de ellos redactados por imbéciles que explicaban que “hay que dejar de fumar por el cuidado de nuestra salud” o “tome siete litros de agua” y “compre la marca de cigarros que menos le guste”. Luego eligió unos parches que, dado que seguía fumando, inundaron su cuerpo de nicotina y lo hicieron ver las cosas borrosas y perder la memoria de corto plazo dos semanas. Mierda.
Una noche tuvo un sueño; se encontraba debajo de un puente y de pronto se le aproximó un anciano.
--¿Quién eres? –preguntó Gualterio.
--Soy Dios ¿un cigarrito? --y le ofreció un paquete
Gualterio tomó el cigarro, pensando que no creía en Dios.
--¿Pero Dios fuma?
--¿Por qué no habría de hacerlo? Siempre he pensado que es muy relajante.
--¿Pero y la salud?
--Te recuerdo que soy Dios, pero por otro lado creo que se preocupan demasiado. Un cigarro ha mantenido con esperanza a un soldado en la trinchera y ha hecho la espera de alguien amado mucho más llevadera. Un cigarro como este, también, ha permitido a un padre esperar el nacimiento de su hijo en la antesala de un hospital. No le veo nada malo.
Gualterio despertó entre sudores con ganas de un cigarro.
Aquello no era sostenible lo había probado todo; boquillas de Cruela de Vil, tomar un vaso con agua y restos de cenizas, observar una galería de fotos de pulmones con enfisema que parecían tacos de chicharrón prensado y nada surtía efecto. La clandestinidad de su vicio, por otro lado, lo hacía sentir profundamente culpable, en síntesis, no era feliz. Entonces claudicó por segunda vez…
--Voy a volver a fumar—anunció en la misma mesa
Y dado que no le interesaba la longevidad de la gente sana lo hizo. Su creatividad aumentó significativamente, dejó de tener sueños extraños y lo celebró con unos tacos de longaniza luego de un extraordinario lance amoroso con su mujer.
… Y volvió a ser feliz. Que no es poca cosa en estos tiempos de canallas, herederos del saludable doctor Kellog que un Dios fumador debería podrir en el infierno.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Léperos (Milenio 2009)

Leo la siguiente nota de María Teresa Montaño, publicada el 6 de febrero en El Universal: El ayuntamiento de Toluca sancionará con arrestos de 12 a 36 horas a todos los que violenten las normas de orden público relacionadas, entre otras, con emitir groserías en la calle, portar navajas y violentar los derechos de grupos vulnerables como indígenas, niños de la calle y ancianos. Estas nuevas sanciones, que contemplan los arrestos mínimos, no excluyen a los menores ya que los tutores deberán responder en su lugar cuando infrinjan las disposiciones del bando en materia de orden público. Luego de colocar la edición de este año del Bando Municipal, el alcalde de la capital, Juan Rodolfo Sánchez Gómez, señaló que esta vez ningún “mañoso se saldrá con la suya” tras cometer una infracción y todos pasarán por lo menos un día bajo arresto o 12 horas al menos.
Lo primero que hay que decir es que lo que pasa es que el Bando está borracho, ya que mete en la misma cartera asuntos como patear a un anciano o gritarle “pendejo” a alguien que perfectamente podría merecer tal adjetivo. Lo segundo es más escalofriante aún; si yo tengo un hijo que se llama Juanito y tiene boca de carretonero, corro el riesgo de ir al bote en caso de que a la criatura se le ocurra gritar una peladez. Un tercer elemento nada desdeñable se relaciona con la declaración del alcalde (y estadista) Sánchez en el sentido de que ningún “mañoso se saldrá con la suya”. ¿Mañoso? –se pregunta dentro de mí eso que llaman el sentido del ridículo- ¿quién carajo dice “mañoso” en estos tiempos? Mi sensación es que es un término que podría utilizar mi bisabuela para referirse a un señor que le miraba con cierta lubricidad los tobillos: “viejo mañoso”, pero en fin. Sin embargo, el punto más relevante de la prohibición que relato se relaciona con el término “grosería” que, me parece, es tan claro como el canal del desagüe y que el diccionario de la Real Academia define como: Descortesía, falta grande de atención y respeto.
Si nos atenemos al pie de la letra académica los primeros que deberían ir al tambo son justamente los presidentes municipales ya que me parece una profunda descortesía que salgan a la calle con chamarras de cuero que huelen a entrepierna y unos botines que les llegan a los tobillos, tienen cierre y permiten que se vean sus calcetines blancos. Pero no divagaré; sigo sin saber con claridad que es una grosería; asuntos de salva como “tonto”, menso” o gaznápiro” ¿cuentan? ¿es más grave decirle a alguien que es un pendejo, que llamarlo imbécil? Misterios. Pongamos un ejemplo: si uno se quiere referir a un señor tirado en el piso al rayo del sol de la siguiente manera: “Pinche Efraín huevón, a ver si levantas las nalgas y te pones a trabajar” ¿debe ir preso? O debe decir “Efraín, querido, ¿harías favor de retirar tu posición de decúbito dorsal y regresar a cumplir con tus obligaciones” Misterio segundo.
Otro problema que le veo al bando tiene que ver con quién emite y quién recibe el madrazo verbal. Como es ampliamente sabido los jóvenes han convertido la palabra “buey” en una bandera semántica que enmascara sus profundas limitaciones ¿qué va a pasar si un amigo le dice al otro? “no buey”, de acuerdo a la letra de la ley deberá ir preso, en caso de que haya un policía con el oído atento (los policías, como se sabe, son todos académicos de la lengua). Pero qué pasa si el buey le dice al policía “no, joven, me dice buey de cariño, así nos llevamos” ¿ello debería generar una exoneración? La verdad es que no lo sé.
Lo único que me queda claro a estas alturas del partido es que el talento de nuestros gobernantes para regular el orden público es tan nuevo como la Edad Media, entre minifaldas, besos con lujuria, fumadores asquerosos y ahora léperos se nos va la vida. Es por ello que declaro solemnemente que, me gustan las minifaldas, dar besos, fumar como chacuaco y decir cosas como “ah que la chingada” cada que encuentro cosas como la que leí el 6 de febrero.

jueves, 24 de septiembre de 2009

La Frontera (Milenio 2007)

Si alguien me pregunta (cosa que nunca ocurre) le diré que la ciudad de Tijuana no es fea, sin horrible, que su monumentos parecen haber sido diseñados por el doctor Mengele y que el estilo arquitectónico es neoclásico; concretamente muy parecido al del valle del Mezquital, nomás que grafiteado.
En el avión que me lleva a este destino viajamos los mortales de clase turista con las rodillas en el plexo solar y comiendo una torta que podría ser evidencia ante la comisión interamericana de los derechos humanos. Adelante y detrás de una cortinita va la oligarquía encabezada por un señor que se llama Alberto de la Torre entre cuyas características distintivas destacan la de medir tres metros, tener cara de nada y dirigir un torneo de futbol en el que un equipo rascuache (Santos) se coló a las finales.
La salida a San Diego podría haber sido diseñada por Hitchcock, ello si un servidor tuviera la galanura de Cary Grant, pero no es el caso. Sin embargo, de pronto me encuentro a cuarenta grados a la sombra en el interior de un auto frente a una turba con banderitas que ha decidido de esa manera festejar el día del trabajo. Por supuesto la policía me desvía hacia una zona inescrutable hasta que por fin consigo dar con lo que local y crípticamente se llama “la línea”. Imagine usted, hipotético lector, el periférico a las tres de la tarde, agregue ahora a los cuatrocientos pueblos en proceso de encueramiento a la vanguardia y se podrá generar una idea de la velocidad de avance. A un costado de la línea se ubica un mercado que oferta items asombrosos, porque asombroso me parece un sarape estampado con el casco de los raiders de Oakland en el lomo o una tortuga caguama policromada que hasta el día de hoy se me aparece en mis pesadillas más logradas. Un joven muy joven ofrece fruta y toma pedidos, luego pega la carrera y regresa con un coctel de (coco probablemente carcinógeno) que entrega en propia ventana, mientras otro señor canta con una guitarrita aquella de “Mira como ando mujer…”
El policía aduanal pregunta: “¿Qué lleva?”, parpadeo lentamente y respondo: “nada”, lo cual es mentira ya que en la cajuela hay un ingenio llamado “gato” que cambia las llantas del coche. La asepsia y la antisepsia de San Diego son una hueva interplanetaria por lo que regreso a Tijuana en la noche para ser detenido por un retén militar. Mientras se me interroga, veo con cierta zozobra que detrás de unos costales se encuentra atrincherado un chaparrito con un escopetón de miedo. Me dejan pasar y entonces Daniel, nuestro cicerone, nos lleva a probar suerte en los antros de la noche. Llegamos a un lugar que recuerda vagamente las catacumbas romanas. Las meseras tienen una apariencia juvenil y deportiva, concretamente de linieros de Tampa Bay. Nuestro anfitrión nos cuenta que una de ellas tiene como función logística madrearse a los borrachos de la madrugada. Un hombre de cachucha que probablemente se ha metido hasta la glostora acacia mira fijamente a Daniel desde la barra y en la mejor tradición de Bat Masterson pregunta: “¿algún problema?”. Ese es el preciso momento en que mi vena paranoica me ubica en un charco de sangre acribillado por una ráfaga de AK-47 (mejor conocido como “cuerno de chivo”). Sin embargo Daniel, que demuestra ser una artista en el noble arte de hacerse pendejo, esquiva el comentario y decidimos mudarnos a un salón de baile llamado “La estrella” en el que soy el mudo testigo de miserias variopintas: Una señora igualita a Libertad Lamarque en sus años finales, baila arrimada a un borracho que entorna los ojos. Un oriental se contonea solo al ritmo de babalú changó y otra pareja se conoce en el sentido bíblico a mi espalda.
El lugar no me produce el menor interés antropológico tan digno en estos días de intelectuales mamones y salgo pensando que de esta visita me quedo con la hospitalidad de los tijuaneneses quienes demuestran cabalmente que lo importante no es vivir, sino navegar, a pesar de un entorno como el que les ha tocado en suerte…o en malfario.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Anorexia y gordura (Fragmento de Crónica Alfabética del Nuevo Milenio, Paidós 2003)

Para Alejandra
Ser gordo en estos días de anorexia y modelos de pasarelas que pesan menos que un perro maltés no es buen negocio; Las que tiene que aguantar los gordos del mundo, son muchas y muy numerosas tiznaderas que van desde los apodos (todos tuvimos un amigo infantil apodado Porky), hasta el desprecio público que es la forma adulta de apodar a la gente diferente.
En las televisiones modernas existe un canal que se encarga de proyectar durante todo el día desfiles de modas que pueden caracterizarse por diversos indicadores. En primer lugar (más allá de renunciar a entender quiénes son los televidentes adictos a estas transmisiones) se cuenta con una pasarela rodeada por gente que imagino imbécil y que aplaude cada que sale un nuevo modelito. Por esta tabla de piratería en la que las víctimas se ofrecen a los tiburones, aparecen a cada momento y en hilera numerosas jovencitas portando atuendos que deberían producir demandas penales. El hecho significativo es que estas modelos miran a la nada con una cara que en mi casa se conoce como “ausencia” y pesan alrededor de treinta kilos (que es lo que el muslo derecho de un humilde servidor levanta en una báscula).
Evidentemente este mundo en su lucha obsesiva contra los lípidos se ha desbocado y producido desviaciones irremediables. Es claro que los criterios estéticos para calificar la belleza femenina se han movido más que las insignes caderas de Tongolele cuando era poseída por Babalú; todavía a principios y mediados del siglo pasado las divas lo eran en la medida que sus carnes fueran rebosantes y generosas, sin embargo de manera sutil esta imagen dominante fue sustituyéndose por otra en la que los cuerpos delgados, primero y esqueléticos más recientemente se convirtieron en un ideal para los jóvenes y aquellos que no lo son tanto (imaginar a un cincuentón sudando la gota gorda en la caminadora). Lo que rifa en estos tiempos es la piel pegada al cuerpo, los pómulos salientes y los pechos de lavadero. La industria del consumo se ha encargado de reforzar esta imagen a carta cabal presentándonos arquetipos de ésos que solo se ven en las fantasías sexuales y que invariablemente ridiculizan a la gente obesa. La mitad de la propaganda que reciben los insomnes en la televisión habla de aparatos diseñados por el venerable doctor Mengele en los que la gente se retuerce, camina, trepa y agota calorías hasta quedar como estatua griega (las fotos de “antes” y “después”, por cierto, son notables).
Desgraciadamente el imperio de la esbeltez -ese nuevo Midas que todo lo que toca lo convierte en miligramos- ha determinado tragedias modernas como las de la anorexia y la bulimia que producen anualmente miles de muertes y una paradoja notable: las personas que sufren este padecimiento viven en países con cierto grado de desarrollo y dejan de comer para morir de las mismas causas que aquellos que no tienen suficiente alimento y que simplemente esperan inermes la muerte por anemia ¿quién explica esto? Desde luego yo no, ya que he renunciado a entender los patrones de imbecilidad humana que me parecen inconmensurables.
La carta de presentación de la anorexia se extendió mundialmente a través de Karen Carpenter, una cantante que junto con su hermano Richard le asestó al mundo temas de lesa humanidad como Close to you. Pero ése no es el punto, en realidad lo que significó universalmente a Karen fue que murió en 1983 víctima de la anorexia, una enfermedad consistente, en términos sencillos, (no soy capaz de explicarla en términos complejos) en un temor irracional a subir de peso, lo que produce que quien la padece entre en el territorio cadavérico y de anemia hasta morir. Actualmente muchas jovencitas (el 95% de las personas que sufren esta enfermedad pertenece al género femenino) siguen este patrón y no hay lógica que valga; el ejercicio de redención es tan estéril como el de pedirle a un dipsómano que deje de tomar basado en argumentos como: “es por tu bien”. La anorexia, la bulimia y la obesidad han traído en consecuencia una nube de relucientes profesionales especializados elegantemente en “trastornos de alimentación”. Hay nutriólogos y terapeutas diversos, el problema es que ellos son simplemente la aspirina moderna para un mundo en el que las agresiones siguen siendo la enfermedad. Vamos a los ejemplos.
La señora Patricia Jones (nombre falso ya que pidió el anonimato), una dama que pesa 140 kilos, perdió su trabajo y de inmediato se dio a la tarea de encontrar uno nuevo. Aparentemente la que no es la señora Jones, ha recibido llamadas constantes de reclutadores que revisan sus antecedentes, le consiguen entrevistas telefónicas y hasta ahí el asunto marcha sobre ruedas, sin embargo (y en este sin embargo de diez letras cabe plenamente la imbecilidad que tiene once lo cual no deja de ser una paradoja semántica), apenas se presenta a una entrevista personal es descartada ¿por qué? Por gorda.
Un reciente estudio de la Universidad del Oeste de Michigan publicado en una revista especializada en tópicos psicológicos ha demostrado que la discriminación en contra de los gordos es un signo de los tiempos que vivimos. Una de las nada desdeñables evidencias encontradas en el trabajo –realizado con 29 estudios acerca de personas que tienen sobrepeso- es que los salarios iniciales de la gente “normal” comparados con los que reciben los gordos son, en promedio, tres mil dólares más altos (un servidor se conformaría simplemente con ganar esa diferencia).
El doctor Mark V. Roehling afirma que uno de los prejuicios más frecuentes entre los empleadores, es que los obesos son flojos y carecen de higiene personal (y los italianos son guapos, los mexicanos alegres, así como los brasileños buenos futbolistas, agregaría un servidor que navega por los mares del estereotipo). La discriminación, además se fundamenta en la creencia de que aquellos que tienen sobrepeso, son directamente responsables de esta condición y, en consecuencia, poseen poca fuerza de voluntad para modificarla (es gordo porque quiere). Otra razón para despedir o no contratar gordos se centra en criterios de “imagen corporativa” (cerrar los ojos y pensar en la empresa del nuevo milenio dirigida por un gordo al que no le cierra la camisa, en lugar de un hombre rubio, atlético y viril, para entender esa mamada de la imagen corporativa).
La otra cara de la moneda la ofrece la señora Kristin Accipiter (“Accipiter”, por cierto es el nombre científico de un género de halcones), de la Sociedad para el Manejo de Recursos Humanos en los Estados Unidos, quien argumenta que las razones de la discriminación son económicas y no estéticas ya que las personas obesas requieren de mayores gastos en salud y se ausentan del trabajo con más frecuencia que el promedio de la gente por lo que su productividad es menor. Datos de la Revista Americana de Promoción de la Salud indican que el 5 % del total de los gastos de atención médica en Estados Unidos se dedican a atender cuestiones de obesidad. Accipiter ofrece una salida que no alcanzo a comprender cabalmente: dar estímulos a los empleados que pierden peso, como lo ha hecho la empresa Xerox durante los últimos quince años.
¿Y por qué no dichos estipendios van dirigidos a los que se operan la verruga que tienen en medio de la nariz o a los que se implantan pelo en un cráneo de rodilla? Me pregunto, sin tener respuestas para entender un mundo tan moderno y progresista que permite que la gente, solo por ser diferente no pueda tener derecho a la vida que le dé la gana.
El peso excesivo o la carencia de este se arreglan con dietas diseñadas por genios de la nutriología o por idiotas que sugieren no comer alimentos de acuerdo al horóscopo. Hojeando El país semanal, la revista española que acompaña la edición dominical del periódico del mismo nombre, me encontré con el tema del sobrepeso. La fórmula para calcular los kilos de más, era elemental: “divida su peso entre su estatura”, lo hice y me quedé aterrado ya que de acuerdo a los estándares planteados, mi sobrepeso es el equivalente al de una ternera en pie y excedía los valores de la tabla en la que se ubica la gente normal por varios órdenes de magnitud. Cuando traté de hacer las cuentas para averiguar cuántos kilos debería bajar con el fin de ubicarme dentro de las estándares de salud internacionales, me encontré con que para llegar a la meta, debería coserme los labios tres meses y amputarme ambas piernas.
Se han propuesto estrategias diversas para bajar de peso que se ubican en un espectro en el que todo cabe. Hay unos señores que diseñaron, por ejemplo un cinturón que vibra cuando la gente afloja la barriga. Esto me parece terrible ya que lo menos que se me antoja es llegar a una cita con el licenciado fulanito de tal y encontrarme con que le empieza a temblar la panza por medio de un motor de 3 watts mientras me explica las bondades de una hipoteca. Otra opción consiste en ingerir unas fórmulas químicas que “encapsulan la grasa”. Normalmente son polvitos que uno le pone a la comida y que solo alguien amante de la aventura se puede meter al cuerpo. La última alternativa es entrar en la oligofrenia del ejercicio, comprarse el video de Jane Fonda y empezar a pegar de brincos como si la vida nos fuera en ello o inscribirse en un gimnasio en el que una buenota da gritos para que los nuevos acólitos de la salud renuncien a la flacidez de la carne.
A nadie se le ha ocurrido que la forma más simple de salud consiste en estar contento y que esta felicidad puede venir de una buena copa de vino o de un cigarro que calme la ansiedad y que las carnes blandas no son motivo de escándalo ya que es más normal poseerlas que volverse miembros de la tribu de los espartanos. Es una traición de la modernidad que todos los adeptos a estas opciones tengamos que vivir con culpa y a escondidas recreando modernamente el papel que tuvieron los leprosos en la edad media, que, por cierto, es un papel muy jodido.

martes, 22 de septiembre de 2009

De críticos (Fragmento de La sala Oscura, Paidós 2002)

Qué determina que a un señor le guste Stravinsky y a otro Los Bukis? ¿Cuál es la diferencia entre una pintura de Rembrandt y un paisaje-calendario de carpintería en el que se aprecia a la mujer dormida enseñando la tetamenta? ¿Qué hace tan grande a "El ciudadano Kane" La respuesta no la sé, inclusive me da lo mismo, aunque tengo una intuición: Los críticos.
Mi vida se guía por una suerte de diccionario personal que no necesariamente es igual a la enciclopedia. Así por ejemplo donde el mamotreto académico dice: “crisofué (voz imitativa de su canto) m. Ornit. Ven. Benteveo, pájaro tiránido.”, mi diccionario no dice nada, y en donde el Quillet explica: “crítico Perteneciente a la crítica.- Hablando del tiempo, punto, ocasión etc., el más oportuno, o que debe aprovecharse o atenderse.” mi diccionario personal explica: “crítico un señor que tumba más caña que los hijos de la revolución cubana”. Si bien mi diccionario es parco (no tenía ni idea de que chacoub es una pitaya) también tiene sus debilidades ya que no define “criticado” que en mi opinión es un tercero que recibe -como un soldado de la patria- carretadas de caca (o de incienso) cuando presenta su obra.
Existen profesiones inequívocas; un marinero, por ejemplo, se viste como un niño de principios de siglo y sube a un barco para recorrer la mar océano. Hay señores que recogen la basura y la suben en camiones y otros que hurgan en ella y se presentan de cuatro a cinco en la televisión para hablar de asuntos tan fascinantes como la uña enterrada de Enrique Iglesias. El hojalatero, vive en cambio, de la pendejez ajena y se dedica a pegarle a un coche hasta dejarlo como estaba. Un crítico –igual que el hojalatero- invierte su esfuerzo profesional en dar guamazos, nomás que el objetivo de tal esfuerzo son lo que llamamos “los creadores” que no son otros que nuestros escritores, cineastas y dramaturgos nacionales. Pero ¿cómo se forma un crítico? ¿Cuándo alguien declara en su infancia que su vocación es comentar lo que otros hacen? Mi primer y único antecedente sobre el tema lo encuentro en el niño Javier Villegas, mejor conocido como "el Tololón" un infante al que le daba por opinar. El día que se nos ocurrió montar la obra escolar: "El burlador de Sevilla" como usted sabe (mentira, no lo sabe) una obra de Tirso de Molina, asignamos los papeles bajo criterios de pertinencia; don Juan era uno guapetón, la más buenota del salón hacía (“hacía” es jerga de teatro) la heroína, su servidor era Catalinón, el criado de don Juan y así nos seguimos. El día del estreno se sucedieron catástrofes diversas; ocho de cada diez actores no se aprendieron el papel lo que determinó que salieran con una tarjeta en la mano o que de plano el director les soplara sus parlamentos por medio de gritos que trataban de ser susurros. Don Juan nunca apareció porque su mamá había chocado y entonces uno que estaba para el gato se hizo cargo del papel, finalmente y para rematar, la escenografía se vino abajo en el peor momento (que fue el mejor ya que gracias al derrumbe la obra terminó). En ése momento se apareció el Tololón y declaró parsimoniosamente: "que porquería". Entendí al instante y como si me golpeara un rayo el papel de la crítica.
Se asume por principio, que un crítico es una persona de lo más calificado para explicar al resto de la gente las virtudes y los defectos de las propuestas artísticas que recibe. Supongo que en esta labor podemos hallar un servicio social que sería muy agradecible si no estuviera mediado por un discurso ilegible en las más de las ocasiones y en otras orientado bajo el mexicano principio de que hasta lo que no comen les hace daño ya que nada les parece. Yo frecuentemente leo la crítica e inmediatamente me siento estafado; fui a la escuela con muchos trabajos, no me considero esencialmente imbécil pero resulta que no entiendo nada de nada y en ello hay parte del problema ya que, la grey ilustrada funciona a veces como vaca en manada y se deja ir por los designios de la mayoría intelectual, lo que me recuerda la historia del que no habla bien otro idioma pero hace como que sí para no lucir como pendejo, sin darse cuenta que ello (parecer badulaque) es exactamente lo que logra con su actitud.
Mi ejemplo favorito (que no es cinematográfico) se refiere a la historia del dinosaurio de Monterroso, un clásico en toda la extensión de la palabra. Si uno se dirige a la página 75 de las Obras completas (y otros cuentos) encontrará en la parte superior la leyenda “El dinosaurio”, todo lo demás incluida la siguiente hoja está en blanco. En la página 77 se puede leer: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba ahí. Acto seguido, se puede tomar otro libro: Viaje al centro de la fábula y leer la siguiente pregunta hecha por Jorge Rufinelli al propio Monterroso: A tus ejemplos de no reiteración yo añadiría uno de tus cuentos más famosos, “El dinosaurio”. Nunca lo reiteraste, no intentaste otros de igual extensión mínima. Un autor diferente hubiera tratado de escribir cuentos de una sola línea como explotando el filón… y hasta ahí la cita. Preguntas varias: ¿cuándo despertó quién? ¿el dinosaurio? ¿Benito Juárez?; ¿por qué es un cuento? ¿en qué consiste la gracia? ¿en que siga ahí un dinosaurio que nadie sabe dónde andaba? No lo sé y el asunto para mí es simplemente ilegible.
En esta dirección se orientan algunos críticos que consideran el ejercicio de su profesión como una fuente de nuevas rutas idiomáticas, concretamente al arameo. Son los que van por la vida escribiendo cosas como: “la propuesta plástica de fulanito nos remite instantáneamente a la evocación de un universo transtextualizado”. A esta categoría pertenece, por ejemplo el comentario de Alberto Paredes al título de una antología de Rafael Vargas llamada El sueño del alquimista, dice Paredes textualmente: “supongo que alude a las metamorfosis revelatorias de la naturaleza y de los objetos comunes de uso doméstico que hacemos enmudecer a fuerza de indiferencia”. Después de leer lo anterior yo también hago suposiciones, la primera y más importante es que la amistad entre Paredes y Vargas también enmudeció…

lunes, 21 de septiembre de 2009

Las lluvias

Resulta que ahora que me cambié de casa, brotaron historias extrañas acerca de espíritus. Parece ser que a uno que es fantasma le dio por bajar las escaleras de mi nuevo hogar y les puso un sustazo de la mismísima madre a los trabajadores que se ocupaban de la remodelación, quienes (me cuentan) pegaron una carrera que haría la envidia de nuestra querida Anita Guevara. Este antecedente es muy importante para entender lo que pasó un sábado por la noche, como se verá a continuación.

Aproximadamente a las siete de la noche, empezó a caer un aguacero como los que sólo he visto en las películas de la selva. Exactamente a las 19:15 se fue la luz, lo que provocó que a) me pusiera a jugar Basta con mis hijos, para descubrir que no existe flor o fruto con la letra “i” o país con “o”; b) me fuera a la cama a las nueve de la noche con una vela; c) a consecuencia del hecho anterior, abriera los ojos a las cuatro de la mañana y me bajara a la sala para leer con la misma vela el nuevo libro de Cebrian. En ésas estaba cuando escuché un ruido proveniente de las escaleras, mientras que la llama de la vela se empezó a agitar. Por supuesto envejecí veinte años con la experiencia y me subí de inmediato, porque simplemente no me daba la gana encontrarme con la mamá del muerto. Cuando conté la aventura al día siguiente, todo mundo me miró como se mira a un idiota y es por eso que hoy la comparto con usted, querido lector, nomás por amor propio.

Pero el caso es que no quiero hablar de fantasmas sino de las lluvias y sus efectos catastróficos, el más conspicuo de los cuales es sin duda el de que uno se moje porque no trae paraguas. Lo anterior es un indicador de la falta de previsión que tenemos los mexicanos. Hace algunas semanas fui a un seminario que se ofrecía en el Colegio de México. Al igual que todos, dejé mi auto a tres kilómetros de la entada y también al igual que todos no llevé sombrilla. Por supuesto que el servicio meteorológico había pronosticado un huracán; sin embargo, ninguno de nosotros lo recordó hasta que a la hora de salir tuvimos que esperar dos horas como refugiados a que pasara el temporal.

Las opciones en estos casos son lamentables, ya que suponen echar una carrera en medio de charcos y con algo en la cabeza que puede ser un periódico o el portafolios que queda inservible. A nadie se le ocurre que la tarea de abrir el carro toma por lo menos diez segundos que son –por algún misterio psicológico- en los que uno siente que se moja más.

Otra desgracia asociada a estos temporales tiene que ver con la inundación de las calles que de pronto se convierten en vías navegables. En estos casos, los felices poseedores de camionetotas libran los escollos con bastante solvencia y algunos hasta aceleran para provocar unas olas que hacen naufragar a los carros más pequeños. Cuando uno intenta atravesar el charco no sabe si acelerar o ir más despacio, mientras va rezando una Magnífica para que el motor no se apague. Si esto ocurre, es menester salir del coche por una ventana y subirse al techo para esperar auxilio. No se sabe a ciencia cierta qué es lo que cae del cielo, pero existen terribles presentimientos cuando uno mira el cofre de su coche y se encuentra con marcas de polvo y lodito y empiezan las sospechas de que eso tiene que ser cancerígeno.

Alguna vez conocí a una señora a quien le daba por mojarse y encontraba el hecho “muy romántico”. Estábamos en un café y cuando empezaba a llover, me arrastraba, como se arrastra a una res, con el fin de que nos mojáramos en un parque contiguo. La idea me parecía magnífica para que nos cayera un rayo o contrajéramos pulmonía, razones de sobra para que nuestro amor no prosperara.

En fin, creo que el único efecto positivo de la lluvia consiste en que nos brinda una inmejorable excusa para llegar tarde a citas y reuniones, pues siempre se puede argüir que con el clima era peligroso salir o que al coche se le mojaron las bujías. Alguna ventaja tendría que tener la furia de Tláloc, ¿no?

jueves, 17 de septiembre de 2009

Viaje

Por motivos que no me interesan ni a mí, me voy de viaje, así que esta cosa no tendrá entradas hasta el lunes próximo. Ojalá sobrevivan a la influenza, a la maestra Gordillo y a secuestradores con cuerpo de pirinola.
Nos vemos el lunes
FCG

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Crónica de viajes y gastronomía (El Financiero 1997)

La gente que viaja tiene, a veces la sana costumbre de ofrecer relatos de lo que ve a su paso por el mundo. Este es desde luego un ejercicio saludable ya que nos permite al resto de pelagatos enterarnos de cosas asombrosas. En sus inicios estas crónicas las producía gente muy larga que contaba haber visto dragones, señores con los pies en la cabeza o hermosas doncellas que tenían cola de huachinango, la sociedad daba por bueno el
testimonio y todos contentos. Posteriormente el estilo evolucionó a una forma más comprobable en la que se decían cosa como: “el general Santa Anna posee una verruga en el cachete y la ciudad de México no tiene coladeras”.
Toda esta reflexión la emprendo por un artículo reciente que apareció en el periódico Reforma en el que un señor a quien no tengo el gusto de conocer y que se llama Jorge Ramos Ávalos, comparte con sus lectores un sinfín de experiencias notabilísimas que me interesa comentar con usted, querido lector.
Don Jorge nos advierte que su intención es hablar de comida (lo que no es bueno ni malo en sí mismo) y luego señala el tema culinario como un referente a través del cual la gente se comunica. Aquí agregaría que sólo alguna gente, porque a un servidor nunca se le ha ocurrido iniciar una plática diciendo: “te parece que el filete a la pimienta es nutritivo?”.
Acto seguido el autor nos regala el siguiente párrafo: “Recuerdo – y aquí se me hace agua la boca- un filete con salsa de mostaza y papas fritas en París, un pescado a la sal en Sevilla, unos sushis extraordinarios en el mercado de mariscos de Tokyo y otro en Beijing, el atún casi crudo y el souffle de chocolate de Pacific Time en Miami, el caviar ruso de Nueva York, unas tortas de aguacate y queso en Oaxaca y comilonas exquisitas de tacos al pastor en el fogoncito de la ciudad de México”. De la lectura anterior se desprenden varias enseñanzas; la primera (pasando por alto el escalofrío que me produce el atún crudo) desde luego es que el señor Ramos es un hombre viajado y que su experiencia internacional en materia culinaria es notable, aunque también es notable que el asunto pueda interesarle a alguien más que no sea él y los múltiples dueños de restaurantes donde comió. La segunda es que seguramente sintió que se estaba adornando porque remató su frase con el asunto de las tortas y los tacos, después de hablar de souffles y caviares, lo que parecería un exceso demagógico.
Acto seguido el cronista nos cuenta que encontró un restaurante en Sidney y que para asistir al mismo hizo su reservación con cinco meses de anticipación para lo cual el pidieron “más información que un inspector de la oficina de recaudación”. Ignoro por supuesto los trámites que piden dichos inspectores pero mucho menos claro para mi es porque un restaurante tiene que andar preguntando cosas para permitir que un cliente coma sus platillos.
El último punto es ligeramente extraño ya que el Sr. Ramos nos describe con lujo de detalle todo lo que se comió la noche de marras con párrafos como el siguiente: “los postres fueron una muestra más de absoluta decadencia burguesa. Primero para ocasionar un shock, sirvieron una cucharada de lentejas con queso gruyere rayado muy finito. La combinación era rara pero poco se atrevieron a dejarlo ante el temor de los ojos vigilantes de los bien entrenados meseros”. Debo confesar que el shock me lo causó la crónica, ya que no entiendo nada de nada. Lo primero tiene que ver con la economía, si algo no esta en decadencia es la burguesía ya para ello me remito a las listas que pública la Secretaría de Hacienda, en segundo lugar, me parece claro que si a uno le sirve algo que evidentemente parece una porquería, lo mejor es no comerlo, a menos que los bien entrenados meseros sean karatekas que estén dispuestos a poner como camote a todo aquel comensal que se rehúse a comer.
El artículo finaliza esperando que el chef no hable español y advirtiendo que la pequeña fortuna que se invirtió, se pagará en mensualidades. La conclusión me parece obvia... que con su pan se lo coma.

martes, 15 de septiembre de 2009

Entrevista Jairo Calixto Albarrán (Milenio TV)

En la siguiente dirección hay una antrevista. Es tan simple que hasta yo pude hacerlo, a pesar de que he advertido reiteradamente que soy ejemplarmente pendejo. Basta entrar en la sección "Política cero" y buscar la entrevista del 8 de septiembre
Saludos
http://www.milenio.com/portal/tv_ondemand.html

Encuentro con tu grandeza (El Financiero 1994)

Son las 8:35 p.m., me dirijo al hogar para gozar de algo que la gente pendeja llama “un merecido descanso”. Los semáforos se llenan de mimos sacando conejos de una bolsa negra, de vendedores con percheros que dan vueltas y de autos donde la gente rumia su aburrimiento poniendo cara de idiota. Mi propia cara de idiota se modifica en el momento que sintonizo Radio Acir. La voz del locutor llama mi atención: parecería un cubano sesentón.
Es el doctor Anthony Romero.
El programa se llama “Encuentro con tu grandeza” y en ese momento se presentan la licenciada Patricia “una brillante abogada” y la licenciada Zita Rodríguez, editora de la gustada revista Reporte OVNI. Viene la primera revelación: la licenciada Patricia es capaz de observar traterrestres pegados en el cuerpo de nosotros los humanos. Los síntomas que delatan la presencia de estas entidades interplanetarias que ella llama “los grises” o “bichitos” (Dios mío) son complejos y trataré de describirlos a continuación:
a) Los ojos brillan “como si uno trajera lentes de contacto”, b) los orgasmos que se experimentan (Dios mío) “son muy intensos”, c) si a un poseído le hacen una incisión en los testículos, el líquido que sale “huele acidito” (Dios mío), d) los extraterrestres sacan los óvulos de la mujer por medio del ombligo, e) hay pesadez en el cerebro y vientre abultado.
Y digo yo: 1) ¿Por qué no les pedimos a los bichitos que nos ahorren los incisos d) y e)? 2) ¿Por qué no le suplicamos a los que ven extraterrestres que dejen de estar practicando incisiones en los huevos de las personas? 3) ¿Por qué no les rogamos a nuestros amigos interplanetarios la receta para aplicar el inciso b)?
El programa siguió.
La licenciada Patricia argumentó que el antídoto contra los visitantes de otros planetas es simple: “Hay que cerrar las fuerzas astrales y pensar que desde debajo de los pies nos ponemos 60 aros dorados en forma imaginaria (obviamente, porque si los aros fueran reales pareceríamos pirinola de Apatzingán) y que cuando hacemos eso, los bichitos se van al espacio muy molestos” (Dios mío). Esa noche aprendí que “hay más de 60 razas de extraterrestres, como por ejemplo los paramilitares que son unos chaparritos de tres dedos” (por la descripción también podrían ser policías). Hay otros “enanitos de color rojo que habitan en las pantorrillas”, sin embargo “los más peligrosos son los grises, ya que son
parasitarios y se alimentan de humanos, hay otros que vienen a la Tierra para enseñarnos cosas”.
En ese momento el doctor Anthony Romero intervino para decirle a la licenciada Patricia: Como te trajo Zita, sé que no estás loca”, comentario que desde luego me tranquilizó.
Luego se leyó la llamada del señor Oscar González, un radioescucha de la colonia Ejército Constitucionalista que habló para preguntar si los bichitos tenían un coeficiente intelectual de 200 o más (evidentemente, el señor González tiene un coeficiente de 15 o menos). La respuesta fue que no, que los grises son más brutos que los humanos. “¿De donde vine los extraterrestres?” preguntó el doctor Anthony Romero. “De Orión, Andrómeda y las Pléyades”, contestó la licenciada Zita que aprovechó para regalar calendarios de la gustada revista Reporte OVNI en las que vienen “unas fotos muy bonitas de naves espaciales”. Durante el programa se escucho la música de un señor que se apellida De la Casa. Aparentemente la melodía ha sido inspirada por extraterrestres (que deben tener un gusto musical horrible, ya que la música era terrible).
Al finalizar se explicó que la gente “contactada” no lo anda contando porque se presta a que se burlen de ellos. Todo lo anterior, querido lector, en nuestra gloriosa radio mexicana, de costa a costa y de frontera a frontera (Dios mío).

lunes, 14 de septiembre de 2009

De Publicistas (El Financiero 2007)

Siempre me he imaginado a los publicistas como señores bien vestidos (si por bien vestido se entiende alguien que usa pashminas) que se sientan en torno de una mesa en cuyo centro hay un item –que puede ser una caja de cereal o un paquete de preservativos. Los creativos miran al techo durante media hora buscando el chispazo y de pronto uno de ellos se da un sopapo en la frente, gesto universal cuyo significado es que las ideas han arribado y propone cosas del tipo: “En la primera toma sale un periquito australiano cantando a capela”. El resto lo observa como se observa a una esfinge hasta que el señor que debe tomar la decisión asiente con un gesto y entonces todo mundo se pone a trabajar.
El siguiente paso en esta cadena criminal es autobiográfico; la escena se traslada a su humilde casa (que como he explicado con reiteración es mía) y descubre a un servidor con las patas arriba de un sofá y un wisqui en la mano observando estupefacto que efectivamente, en la pantalla de mi televisión hay un periquito australiano que prefiere choco crispis. Todo aquel que crea –es mi caso- que los publicistas son idiotas lo es triplemente, ya que si alguien es capaz de ganarse la vida de manera holgada diseñando pendejadas, merece todos mis respetos además de un somero análisis.
Pensemos en un reloj, por ejemplo, que es un ingenio humano para medir el tiempo perdido. Los hay de sol, que a mí siempre me han resultado ilegibles y de arena donde el problema es que uno ya sabe que se acabó el tiempo pero necesita un reloj de verdad para saber cuánto tiempo toma la arena en pasar de un lado al otro. El más simple y práctico es un aparato con una carátula, doce numeritos que si se desea pueden ser romanos y un extensible que rodea la muñeca del poseedor. Bien, esta idea que es sencilla y práctica se va con rumbo preciso a la chingada en el momento que llegan los publicistas y se les ocurre que un reloj le da sentido a la vida de alguien si es de platino, nos da la hora en Finlandia, resiste una profundidad de ciento cincuenta metros bajo el agua, tiene cronómetro y la exactitud suficiente para no sufrir un retraso en los próximos cien años.
Por supuesto el comercial siguiente nos presenta a un señor muy guapo y muy intrépido que no pierde el tipo mientras es correteado por una turba, se echa un clavado desde la quebrada, nada dos kilómetros y se salva para luego ir vestido con un smoking al departamento de una buenona que le quiere conocer en el sentido bíblico mientras admira su reloj..
Bien, ahora imaginemos a un señor en el D.F., pelo ralo y barriga incipiente que compra el susosdicho bien. De inmediato apreciaremos los huecos de este ejercicio de compra-venta. En primer lugar que el reloj sea de platino solo producirá que este buen hombre reciba una amputación en un semáforo de avenida Churubusco. El hecho de que dé la hora en otros países sería muy útil si nos interesara lo que ahí sucede, pero no conozco a nadie que sufra mucho si no sabe qué hora es en Alto Volta en este momento. Sumergirse a ciento cincuenta metros es una idea tan atractiva como bailar con una pandereta en una estudiantina y honestamente creo que las posibilidades de que nuestro protagonista se vea en tal circunstancia, son las mismas que tenemos de producir una bomba atómica por lo que el asunto se ve lejano en lontananza. Finalmente el hecho de que un reloj no se atrase ni un segundo más que virtud se vuelve defecto en el contexto nacional ya que nos priva de una excusa histórica para llegar tarde a las citas de la vida.
Ante el panorama anterior uno se pregunta: ¿es posible que haya gente tan imbécil para comprar el reloj? ¿Nadie percibe la auto estafa? Las respuestas son contundentes dado que esa madre está en el mercado y hay quien está dispuesto a adquirirla. El milagro anterior se debe al noble gremio de la publicidad a quienes desde este humilde despacho envío un saludo con lágrimas en los ojos.

domingo, 13 de septiembre de 2009

La ouija

La tarde que Luis Herrera llegó con el cuento de que estaba oyendo voces todos lo mandamos a la mierda y le dijimos “puto”. Jugábamos dominó en casa de Memo Rivera y en ese momento Roberto Garza, en un alarde de imbecilidad, le ahorcaba la mula de cuatros a Gerardo Gaal, quien muy molesto contestó:
–Tu mamá en bicicleta.
Luis no se amilanó ante la decepcionante respuesta. Insistía en que del clóset de su departamento brotaba un quejido muy lúgubre. “Más o menos así”, decía: “Mjjmjjmj”.
“Tu mamá en bicicleta” (again).
El juego terminó pronto por la evidente incompatibilidad entre Gerardo y Roberto que casi acaban a madrazos, y es que su técnica de juego era ejemplar por lo mala; si, por ejemplo, Roberto marcaba a doses, Gerardo movía la cabeza, decía alguna frase prefabricada, como “A la güera pito”, y tapaba la cara del dos-cuatro.
No teníamos nada que hacer y Luis seguía con la remolona, así es que decidimos –en un alarde de valentía– acompañarlo a su departamento. Vivía en Cadereyta, una callecita que se encuentra en la Condesa, detrás del Auditorio Plaza. Al pasar frente al cine, Guillermo –que siempre ha sido y será un marranazo– tuvo la luminosa idea de entrar a ver Calígula. La aprobación fue unánime. La película resultó terrible: Peter O' Toole dedicó dos horas para cogerse a la mitad del reparto (la otra mitad se cogía entre sí). Cuando salimos, Memo hizo un comentario que refleja íntegramente la naturaleza de su personalidad: “¿Vieron qué chichotas?”.
Llegamos a casa de Luis. Su departamento tenía una arquitectura extravagante, ya que había sido ocupado por una bailarina de flamenco que puso duela en todo el piso, incluida la cocina. Las paredes estaban tapizadas con espejos de piso a techo y las lámparas eran de velas y no de focos de setenta watts. Nos dirigimos inmediatamente al armario del que salían los gemidos que oía Luis. Lo abrimos y no encontramos nada anormal, salvo unas orejas de mausquetero que le valieron al anfitrión un profundo desprestigio.
Era temprano, así que decidimos jugar a la baraja; mientras una comisión se iba por las cervezas, el resto sacamos los naipes y la dotación de botana necesaria.
Nos pusimos a jugar.
Después de dos horas (una de ellas en la que se discutió si tercia mataba a corrida o corrida a tercia en pókar abierto), y cuando los estragos de las cervezas empezaban a hacer efecto, un ruido nos dejó helados. Venía del armario y era exactamente como Luis lo había descrito: “Mjjmjjmj”.
–Puta madre –dijo Memo.
Nadie se movió, el gemido subía de tono y luego se apagaba.
–Luis, abre la puerta –sugirió en un susurro Gerardo.
–Mis nalgas –contestó el interpelado con comprensible pragmatismo.
Guillermo, que era el más borracho, propuso que nos acercáramos todos: el jalaría la manija. Eso hicimos, caminamos de puntitas.
El gemido seguía.
Memo se adelantó y tomó la manija con la mano, la manipuló con una lentitud exasperante y abrió la puerta.
Cuando todos teníamos un pie en la acera, descubrimos que en el interior del armario no ocurría nada anormal. Roberto, en un arrebato positivista, se dedicó a buscar una grabadora inexistente en lo que él suponía una broma de Luis.
Nada. El gemido había cesado.
Decidimos que tan extraordinario evento requería una respuesta. Después de breve concilio, se acordó invocar a los espíritus a través de una tabla ouija. El problema es que nadie tenía una. La solución la ofreció Gerardo, que propuso llenar la mesa con papelitos en los que escribimos las letras del alfabeto y las palabras: “Sí”, “No”, “Hola” y “Adiós”.
La operación se interrumpió un momento ante la discusión de si la ch era o no letra del alfabeto. “¿Qué tal si el visitante nos dice chinga tu madre?”, argumentaba Memo.
Utilizamos un caballo tequilero para moverlo sobre la mesa y nos sentamos los cinco alrededor. En ese momento inició un aguacero terrible, cada relámpago reflejaba nuestras sombras que se movían en la pared por el efecto de la vela. Acordamos que Luis fuera el médium, ya que en su casa es donde ocurría todo. Tomó el vaso con la punta de los dedos y preguntó a las velas del techo. “¿Hay alguien ahí?” Nos quedamos sin aliento cuando el vaso se movió hacia la palabra “Sí”.
–Puta madre –dijo Memo.
–¿Qué le digo? –preguntó Luis.
–Que se manifieste –sugirió Gerardo, que había visto las películas de Houdini.
–¡Manifiéstate! –ordenó Luis en el preciso momento que tronó un relámpago que nos sacó el pedo de nuestra vida.
En ese instante ocurrió un hecho notable: Roberto puso las manos sobre la mesa, los ojos en blanco y preguntó con la voz de Darth Vader: “¿Qué desean?”
Gerardo, que estaba al lado, pegó un brinco, Luis soltó el vasito, Memo dijo “Puta madre” y yo me trabé de miedo. Roberto seguía pelando los ojos.
Luis ensayó:
–¿Quién eres?
–Benito –dijo la voz.
Nos miramos con desconcierto. ¿Mussolini? ¿Camelo? ¿El Benemérito? ¿Cuál Benito? Se lo preguntamos. La respuesta brotó de los labios de Roberto: “Benito Terán Parada”.
El nombre, pese a sus virtudes para el albur, no le sonaba a nadie.
–¿Y qué deseas? –preguntó Luis.
–Necesito su ayuda –respondió la voz, y prosiguió–: Exactamente hace cincuenta años, escondí bajo la duela del armario una carta. Es preciso que la encuentren y la destruyan.
Otro trueno.
–¿Por qué, Benito?, ¿por qué quieres que la destruyamos? –preguntó Luis que estaba entrando en confianza.
–Porque mientras siga ahí, no podré morir. La carta detalla la enorme infamia que cometí con la que era mi esposa. Injustamente la acusé de pervertir su cuerpo en placeres inconfesables... es por eso que la maté.
En el momento que Benito decía esas terribles palabras entró un aironazo que apagó las velas. “¡Hijodesuputamadre!”, gritó Memo y botó la mesa. Después de un instante, Gerardo sacó su crícket y trajo la luz. La escena era diferente. Luis estaba abajo del sofá, Guillermo en la cocina blandiendo una escoba, un servidor en el suelo a consecuencia de un escobazo. Sólo Roberto seguía sentado sin inmutarse: “Muchachos, por favor, ¡la carta!”.
Fuimos todos temblando al armario, lo abrimos y empezamos a vaciarlo.
Esa noche nos enteramos de que, además de las orejas de mausquetero, Luis tenía la edición de lujo del libro vaquero, una foto infame de Erika Buenfil (dedicada) y la colección completa de las obras de Xaviera Hollander. Abajo de la alfombra, que cortamos presurosos con unas tijeras barracuda, había efectivamente una duela suelta, en su interior estaba un sobre amarillo y dentro la carta de don Benito.
Nadie se atrevió a leerla. Gerardo decidió quemarla en el fregadero de la cocina. En ese momento Roberto volvió a abrir la boca: “Gracias, gracias, me han dado el descanso que necesitaba”, y se desmayó.
Lo despertamos dándole a oler unas mollejas de pollo. Cuando abrió los ojos no recordaba nada. Le preguntamos que cómo se sentía y respondió con una frase que nunca olvidaré:
–Atahualpa Yupanqui.
Toda la noche nos quedamos como pendejos tratando de descifrar lo que había sucedido. Se ofrecieron las más diversas hipótesis, desde la que planteaba que todo había sido el producto de una alucinación colectiva porque el trago estaba adulterado, hasta la idea de que, por un instante, habíamos entrado a la dimensión desconocida. Ninguno de nosotros quiso salir a la calle.
Por la mañana nos refugiamos en la casa de Gerardo. Seguíamos discutiendo. Roberto, que había ido a la recámara para telefonearle a su madre, entró a la sala...
Venía lívido.
Cuando estábamos a punto de darle a oler más mollejas de pollo, nos contó que su tío abuelo había muerto la noche anterior en el manicomio. “Se llamaba Benito”, agregó.
Un coro unánime exclamó “¡Hijodesuputamadre!”, al tiempo que se establecía el juramento sagrado de no volver a tomar.
Que algunos cumplimos y otros no.

sábado, 12 de septiembre de 2009

Ande yo caliente (El Financiero 1996)

ESTA reflexión sobre la moda se inició de modo empírico hace unos días, cuando me encontré a una amistad que venía vestida como la planta de la guanábana: "¿Y ese modelito", pregunté siguiendo la mexicanísima costumbre de joder al prójimo. "Qué sabes tú, que te vistes como don Teofilito", respondió la amistad devolviendo el golpe. El comentario fue --desgraciadamente-- atinadísimo y me cerró la boca. Más tarde me quedé pensando acerca de la incapacidad congénita que poseo para establecer un vínculo conceptual con la compleja idea de "moda".
En mi niñez, por ejemplo, bien podría haber sido considerado como un adelantado, ya que me ponía unos overoles de aviador que la gente empezó a utilizar veinte años después. El pelo me lo cortaba al estilo Paricutín, esto es, a rape en los parietales y largo en la coronilla, justo como hacen hoy los adolescentes oligofrénicos. En realidad nunca he podido establecer cuáles son los misteriosos procesos que orientan a un ser en pleno uso de facultades a ponerse un arete en el pezón o que determinan que se usen sombreritos como el que su majestad, la reina Isabel, usó ayer en la final de la Eurocopa. Pero, como ya expliqué, quién soy yo para andar criticando.

La moda, desde luego, obedece a criterios cambiantes y entonces hay que adaptarse. Los verdaderos árbitros de la elegancia son aquellos que logran otear los vientos de la estética y estar siempre como don Ferruco en la Alameda; a esa categoría pertenece --según me explican-- Carlos Fuentes. Otros nos conformamos con ir por la vida dando de que hablar. Ni modo.

Un breve paseo por la historia nos ofrece información aleccionadora: nuestros antepasados se vestían con plumas y son los pioneros del barroco temprano. Baste imaginar a Moctezuma recibiendo a las visitas con su penacho, que por cierto podrá ser muy bonito pero en la cabeza de un ser humano se ve horroroso, y el ejemplo lo han ofrecido históricamente nuestras representantes en concursos de belleza internacionales que con el penacho parecen artesanía de Olinalá. Los españoles trajeron las medias y unos pantalones bombachos de rayitas. Además impusieron la barba y el bigote. Se pueden reconocer en las litografías porque usan un casco que parece una carabela al revés, y por su inevitable tendencia a traer un indio arrastrado de los pelos.

Luego se pusieron de moda las patillas de taquero para los señores y el chongo para las damas. En el caso de los virreyes era muy bien visto utilizar una peluca con cairelitos y medallas en el saco, que podía ser azul rey o amarillo. Lo fascinante del asunto, según yo, no es cómo se veía la corregidora (por cierto, siempre de perfil), sino el momento en que alguna señora se soltaba el pelo y ensayaba una nueva opción. ¿Qué pensaba? ¿Cuál era el primer efecto? No lo sé.

Los mexicanos, aparentemente, hemos mostrado muy poca iniciativa para diseñar nuestros propios modelitos y más bien hemos vivido a la espera de las últimas novedades para imitarlas rápidamente (el nacionalista que crea lo contrario, pregúntese a sí mismo cuándo ha visto a una alemana vestida de china poblana en una calle de Munich).

En realidad lo que ha sucedido es que hemos decidido uniformarnos de acuerdo con nuestra condición gremial. Los intelectuales (no me refiero a los orgánicos que se visten en Robert's) entran en la clasificación de "desaparrado" rápidamente, dado su gusto por prescindir de símbolos de esclavitud, como las corbatas, y entonces consideran un valor agregado el de vestirse con pana y fumar cigarros franceses. Los jóvenes ejecutivos utilizan trajes pastel y corbatas que parecen el arrecife de Cozumel. Para comer se guardan la corbata en la barriga. Los estudiantes --si son de Derecho-- se visten como sus papás, y, en cambio, si estudian artes plásticas, como si fueran a bailar la danza de los venados. Los académicos de la UNAM no pueden ser descritos porque no se quitan la bata... y así por el estilo.

Mi esquizofrenia ha determinado que no posea ninguna identidad gremial, ¿qué significa esto? Que la moda y yo jamás nos entenderemos. Ni modo (again).

viernes, 11 de septiembre de 2009

Cambio de casa (El Financiero 2003)

Mi experiencia en mudanzas ha sido a lo largo de mi vida deliberadamente baja y digo deliberada porque sé lo que implica meter todo el mugrero en cajas para luego vaciarlo en otro espacio al que uno llega porque ya no alcanza para la renta o porque la casa se quemó por la explosión de la olla express. Sin embargo he iniciado esta columna con la cronología incorrecta ya que en algunos casos (es el mío) antes de mudarse la gente decide hacer reformas al lugar que habitará.
Lo primero que llamó mi atención sobre el hecho de trabajar con albañiles e ingenieros es el recelo de todos los que me rodeaban; “no hombre, no va a estar a tiempo” –dijo uno- “esa gente nunca cumple” –dijo otro igual de escéptico pero más cabrón. Por supuesto argumenté lo que solo alguien muy imbécil puede argumentar en estos caso; dije que si se hacía un trato era necesario cumplirlo, que no veía razones para que las obras no estuvieran a tiempo y que si ése era el caso simplemente me rehusaría a pagar. Dios me castigó.
La casa a la que me iba a mudar debería estar lista la primera semana de abril, anoche dormí en ella por primera vez y tuve que brincar el cascajo de la obra en marcha ¿por qué? Permítame explicarle.
Lo primero con lo que uno no cuenta es con la formalidad del gremio de la construcción. Cuando un señor me dice: “lo veo a las 9:00 de la mañana en el parque hundido”, me parecerá de lo más normal que aparezca a esa hora y en ese lugar en los términos acordados, que es lo que yo haría. En el caso que nos ocupa la hora de llegada de los trabajadores es tan predecible como un volado; un lunes a la una de la tarde le pregunté a mi legítima dónde andaban y me contestó que los lunes siempre llegaban un “poquito” más tarde. Hay un señor albañil al que con todo respeto llamaré “Pithecantropus” al que nunca, lo que se dice nunca, vi trabajando; veía el techo con enorme entusiasmo e hizo que yo lo viera porque pensé que ocurría algo interesantísimo pero nones, nomás estaba pasmado.
Un segundo elemento de los retrasos tiene que ver con la adquisición de materiales, llega un señor con un catálogo de –digamos- mosaicos. Uno elige una madre que se llama “sueño veneciano” y quedan todos muy formales de que al día siguiente llegará el pedido. Al tercer día se le llama al pendejo de los sueños venecianos nomás para que diga que “no hay en almacén” y que llegará en dos semanas que son las mismas en las que la obra se retrasa . Para acabarla de joder y como una prueba completamente positiva y material de que las cosas nunca son como debieran ser, alguien con iniciativa decide que en lugar del repellado que se le pidió va a entirolar o que el azul índigo pactado es una mierda y que es mejor el bermellón. Ello, además de ocasionar preinfartos se traduce en que la mitad del día de trabajo, los nobles artesanos sean una suerte de Penélope que desteje en la tarde lo que tejió en la mañana.
En el último, pero no menos importante punto, se encuentra el señor que cotizó y que, se asume es responsable de todo lo que ahí ocurre, es fácilmente identificable porque aparece el día de pago y nunca más, posee un celular que nunca contesta porque listo como es sabe que es una llamada para mentarle la madre. Este buen hombre tiene además la notable capacidad de agraviarse si el reclamo le parece excesivo por lo que uno lo tiene que tratar con una enorme delicadeza bajo el riesgo de que deje el excusado abierto en un arrebato, con las consecuencias que no quisiera ni imaginarme.
En estos momentos mi hogar es una especie de covacha como aquellas en las que planeaban sus asaltos los de la resistencia francesa. Dormí en el piso y rodeado de cajas pero con la plena convicción de que de este, mi nuevo hogar, me sacarán con los pies por delante con tal de evitar a esta fauna.

jueves, 10 de septiembre de 2009

El alacrán

Desde el principio la salida de las tortugas no pintaba bien; había que pasarse diez días en un pueblito de miriñaque, perdido en la costa de Michoacán patrullando la playa a las tres de la mañana en busca de tortugas marinas que salían a desovar. En la arena había pulgas de mar que le dejaban a uno las nalgas como chirimoyas y el frío patagónico provocaba efectos siniestros en la rete testis. Aquello parecía la manda anual al Santo Niño Fidencio. Me inscribí en esa materia sólo porque no había otra compatible con mi creciente abulia escolar. Maldito si me atraía la perspectiva.
El viaje duró 18 horas, mismas que pasé empotrado en una ventanilla y con ganas de vomitar. Cuando llegamos a Caleta de Campos eran las cuatro de la mañana; al bajar del camión nos corretearon los perros de la madrugada. Luego tuvimos que acomodarnos en una casa prestada para “la comunidad científica”. En el baño, además de fab con amonia y una toalla que conoció las manos de probablemente treinta personas con habilidades para desarmar un cigüeñal, había una cría de conejos.
Nuestro trabajo comenzaba a las once de la noche. Salíamos cargados con bolsas del súper y esperábamos a las tortugas que arribaban llenas de trabajos a la playa. Cavaban su nido, en el cual depositábamos las bolsas simulando una placenta del libre mercado. Los huevos caían entonces acompañados de un líquido viscoso de olor indescriptible. A veces las cosas se complicaban porque algunas tortugas habían iniciado ya el desove; en esos casos era menester sacar los huevos en medio de las paletadas de arena del quelonio que trataba de tapar el nido. El aspecto final del investigador era el de alguien que ha luchado desfavorablemente contra la furia de los elementos.
La tercera noche decidimos visitar un lugar a cien kilómetros del pueblo, en donde –se sabía– llegaba una de las especies más raras. Utilizamos una pick up que dejamos estacionada al lado de la carretera y tomamos rumbo a la playa que estaba a media hora de camino a través de una especie de selva amazónica en los dieciocho grados de latitud norte. Hubo que vadear un río por lo que, con la prudencia heredada de la sabiduría materna, me quité los zapatos para que no se mojaran. Llegamos a una zona en la que terminaba la maleza para confundirse con la arena de la playa y desde allí iniciamos el recorrido de patrulla en fila india. Me correspondió el último lugar. Durante la caminata me puse de un humor de los mil diablos reflexionando sobre mi consistente capacidad para tomar decisiones equivocadas –como la de estar en ese sitio, a esa hora y con esa misión– cuando sentí una punzada en el dedo menor del pie izquierdo.
–Ay –exclamé.
Como pensé que era una espina, seguí caminando. A los veinte pasos se me doblaron las rodillas y caí como un saco en la arena. Me palpitaban las sienes y un hormigueo empezaba a recorrer mi pierna. Parecía un pinche cuento de Quiroga.
Alcancé a echar un gritito pero todos pensaron que bromeaba. Por fin Juan Mondragón se dio cuenta y les chifló a los demás. Llegaron a donde yo estaba y se establecieron diálogos francamente de muy bajo perfil:
–¿Qué pasó?
–No sé.
–¿Cómo te sientes?
–Mal.
–¿Tienes asma?
–No.
El primero en darse cuenta de que me estaba muriendo y no había tiempo para preguntas pendejas fue Jorge Wichers, quien encontró entre las plantas un alacrán muerto.
–Hay que abrir –dijo decidido como un comando y sacó una navaja suiza de ésas que portan los badulaques, la calentó con su encendedor y acto seguido aplicó la hoja con pulso de filatelista en el dedo correspondiente. Estoy seguro de que el procedimiento es el que manda la ortodoxia de los primeros auxilios, sin embargo nadie tuvo la paciencia de comentarle a Jorge que era necesario esperar a que la navaja se enfriara un poco antes de iniciar el tratamiento, por lo que al contacto con mi piel el metal hizo: tzzzz. No se dio cuenta de que me estaba quemando el pie hasta que le sumí las costillas de una patada. Todos pensaron que era un acceso de locura propio de estos casos y me agarraron como se agarra una res a punto de ser capada. Lola Cornejo introdujo diligente un paliacate en la zona de la epiglotis, que me provocó asfixia. Jorge no se atrevió a chupar, por lo que exprimió mi pie como si fuera pasta de dientes y luego hizo un torniquete, ya no pude decirle que el proceso era al revés.
El momento cumbre se alcanzó cuando pidieron el suero sin sospechar que nunca lo encontrarían, ya que el encargado de llevarlo era yo, que pasé una tarde buscando los laboratorios en Avenida Popocatepetl y renuncié a la misión pensando que ésas eran paranoias. Decidieron llevarme de regreso al pueblo. El camino hacia la camioneta fue un modesto vía crucis: como me cargaron en hombros, nadie se dio cuenta de que las ramas bajas de los roaches estaban rayándome la cara que quedó como un plano del metro de París. Llegamos a una palapita y David Gutiérrez gritó:
–¡Aquí traemos a uno que lo picó un alacrán!
–¡Se va a morir! –gritaron de adentro.
No sentía el pie, que se había hinchado como pelota, y cada vez me costaba más trabajo respirar.
Al llegar a la camioneta me tendieron en la parte de atrás lleno de mantas, el chofer arrancó como en las películas. En ésas íbamos cuando perdí el sentido, mismo que recuperé a bofetones porque alguien, con iniciativa pero muy pendejo, dijo que era peligroso dejarme desvanecido. Lola lloraba arrepentida –estoy seguro– de no haber cedido al acoso de mis bajos instintos la noche anterior en las hamacas. Yo iba pensando en cosas muy extrañas, como quién iba asistir a mi funeral o la tasa de reemplazo demográfico de Uruapan, hasta que me desmayé definitivamente. En ese momento Wichers dijo que ya no oía el pulso. Todos se quedaron fríos y reaccionaron de una manera que hoy considero miserable, argumentando que tal muerte prematura se debía a mi condición de alfeñique de 54 kilos; sin embargo, se dieron cuenta de que todavía respiraba. Después de una hora llegamos a la clínica y fueron a despertar al doctor, me inyectaron suero y cortisona y esperaron la reacción.
Recuerdo que lo primero que vi al abrir los ojos fue el trasero de la enfermera que recogía algo al lado de la cama. El efecto de la cortisona, sumado a mi natural fogoso, crearon una ecuación de libido que me hizo estirar el brazo y agarrarle una nalga. En ese preciso instante el espíritu de Issac Newton me dio una lección, ya que a mi acción lúbrica correspondió una reacción demoledora en la forma de un limpio izquierdazo que me desgració la mandíbula de manera permanente y me devolvió, por razones diferentes, al país de los sueños.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Anatomía de las colas (Milenio 2009)

El otro día tuve que pagar el gas, como soy un pendejo omití hacerlo en la fecha correspondiente y es por ello que tuve que ir a la sede que se encuentra en Río Mixcoac. Al llegar sufrí una embolia provocada por la cola que salía de la sucursal y serpenteaba rumbo a la salida del estacionamiento de un edificio, lo que producía que los coches que entraban y salían fueran una metáfora de Moisés mientras nosotros simulábamos ser el Mar Rojo. Atrás de mí se situaba una señora gorda que hablaba crípticamente: “¿Sabe del descuento?” –preguntó. Parpadeé lentamente y luego cometí el error de preguntar “¿cuál descuento?”. Acto seguido y durante quince minutos recibí una lección de política social que no merecía mientras me entirolaban la cara, porque la gorda escupía al hablar.
Sin embargo lo anterior no es lo importante, sino la estrategia a seguir en una cola. Entendí segundos más tarde que la gorda quería ganar confianza para luego decirme: “¿no me aparta mi lugar?”. La idea era estúpida porque como ya mencioné, ella se situaba atrás de mí y en consecuencia –como ocurre en una cola- a mí me valía poco menos que madre lo que ocurriera a mis espaldas. Asentí bovinamente y la gorda se fue, supongo que a comerse una torta, para regresar justo a tiempo de hacer su pago.
Si hubiera un campeonato mundial de colas, estoy seguro que los mexicanos obtendríamos un destacadísimo lugar ya que hemos articulado una serie de mañas como la de la gorda que son orgullosamente nacionales. Recuerdo que hace ya algunos años tenía que sacar una visa gringa y el trámite era tan simple como el desembarco en Normandía. Había que pararse a las tres de la mañana y llegar con cara de la mamá del muerto a Reforma, eso hice y me encontré con una cola que medía lo mismo que la extensión de la cancha de los freseros del Irapuato, de pronto se me acercó un joven de bigotito y dijo: “¿quiere una ficha?”. Mierda…entre las tinieblas cerebrales producidas por la hora y mi natural pendejez no entendí nada ¿qué ficha? ¿daban fichas? Poco a poco entendí horrorizado que la cola que me precedía estaba formada íntegramente por gente menesterosa que no iba a realizar ningún trámite, en realidad se trataba de turistas simulados que vendían su lugar al mejor postor…mierda (again).
El colofón al noble tema de las colas lo aportamos los mexicanos debido al gen nacional que nos obliga a realizar cualquier trámite el último día. Es probable que esto se deba a que estamos troquelados por el siguiente pensamiento: “¿por qué voy a pagar el jueves si lo puedo hacer el viernes?” Esta idea unánime determina que los días 30 o 31 se desgracie todo; las verificaciones vehiculares, los bancos y los módulos de hacienda, todo lo anterior produce verdaderos profesionales de las colas, gente que lleva banquitos portátiles, revistas y juegos de mesa.
En toda cola que se respete hay lo que los clásicos llaman “una vieja o viejo chimiscolero” cuya función concreta es fungir como agitador social. Ése siempre es el primero que grita “¡a la cola!” o el que inicia los motines que se deben a razones variopintas, como que se acabaron las fichas o la leche está cortada. En ese momento este catalizador aviva la ira de la turba que ya está encabronada por llevar una hora al rayo del sol y sobrevienen las mentadas de madre, los vidrios rotos y los funcionarios que atienden poniendo cara de que ya valió madre.
El último tema por el que los mexicanos preferimos la cola al pago en línea se debe a una desconfianza ancestral que, debo decir, se justifica. La semana pasada me hablaron para preguntar si era yo el mismo Fedro que había comprado tres boletos de avión a Zurich, me hubiera dado risa de nos ser porque el monto era de treinta mil pesos, lo negué primero muy molesto y luego con lágrimas en los ojos y aquí sigo esperando mi abono y sin tarjetas. Es por ello que la próxima vez que necesite algo haré cola perpetuando, de esta manera una tradición nacional que se niega a morir.

martes, 8 de septiembre de 2009

Monogamia e incesto: un apunte evolutivo (Nexos (2008)

Si nos atenemos a principios bíblicos universales lo seres humanos deberíamos practicar la monogamia rigurosa y evitar el incesto de manera literalmente religiosa ya que en ambos casos existen mandamientos e interdictos (que a veces se cumplen y a veces no). Por supuesto y anticipadamente, declaro que no es mi intención juzgar estos espinosos aspectos de la conducta humana en los que cada uno y cada quien debe tomar sus propias decisiones en la soledad de su criterio y creencias personales. En realidad se trata de entender los caminos que la evolución ha moldeado con respecto a comportamientos animales equivalentes en los hechos pero muy distantes en cuanto a conciencia. Este punto no es trivial; existe una tentación permanente por explicar conductas humanas complejas con base a su naturaleza biológica, lo que produce que a veces patinemos sobre hielo muy delgado. Evidentemente somos seres vivos y nos manejamos bajo ciertas reglas biológicas pero esto no supone que nuestros comportamientos estén determinados de manera inexorable por la carga genética que poseemos. Un hospital, por ejemplo, es un monumento que atenta contra los principios de selección natural darvinianos. Valores como la solidaridad o el cuidado de los enfermos, simplemente no están presentes en poblaciones naturales donde la regla es simple; sobrevivirá el más apto. Por otro lado es posible –y hay que demostrarlo- que algunos patrones conductuales similares tengan un origen común comparados con los de otros seres vivos. Es un tema complejo que quizá se ejemplifique mejor pensando que nuestras potenciales conductas son “cerraduras” que se encuentran latentes y se activan en el momento que se presenta alguna “llave” adecuada, por lo que podemos sugerir que lo que hacemos y dejamos de hacer tiene una base genética y una ambiental.
Los seres vivos están moldeados por un mecanismo evolutivo descubierto por Charles Darwin y publicado en su libro: El origen de las especies con fecha exacta 21 de noviembre de 1859. En este texto clásico el científico inglés propone el mecanismo por medio del cual los seres vivos cambian en el tiempo, es decir evolucionan. El diseño teórico de Darwin –explicado por numerosísimas observaciones a lo largo de su vida- es de una sencillez y elegancia asombrosas: Darwin observó que en toda población existen variaciones de forma tamaño, color, conducta, etcétera y dedujo correctamente que estas variaciones pueden representar ventajas o desventajas para sus poseedores (es mejor ser rápido si hay depredadores p. ej.). Los organismos con ventajas tienen mayores probabilidades de sobrevivir y en consecuencia de reproducirse con más frecuencia. Ello supone que sacarán más “copias genéticas” de sí mismos con lo que eventualmente la variable ventajosa se debería extender en una población. Es por ello que la moneda en la que se mide el éxito de un individuo es lo que los biólogos llaman adecuación, que no es otra cosa que su representación genética en siguientes generaciones, es decir el número de descendientes directos o indirectos (los sobrinos también llevan genes propios) que tiene a lo largo de su vida.
Entendiendo lo anterior será relativamente sencillo comprender que la monogamia no parece una buena idea en el mundo animal y es por ello que tan pocas especies la practican. Un individuo monógamo tiene menores posibilidades de copiarse a sí mismo que aquel que ejerce (lo siento, así son las cosas) la poligamia. Este hecho abre una enorme cantidad de estrategias para evitar verse sorprendido. Es obvio, por ejemplo, que a un bicho de cierta especie no le conviene emplear tiempo y energía cuidando crías que no son las suyas y en consecuencia trata de tener la mayor certidumbre parental posible. Algunas especies de culebras macho, por ejemplo, bloquean la cloaca de la hembra después de la cópula para evitar adulterios inesperados y, en un caso más dramático, los leones que conquistan una manada matan a las crías del macho perdedor para poder fecundar con su propio material genético a las hembras que de otra forma no serían receptivas al apareamiento. Los datos son aplastantes; solo una fracción marginal de los mamíferos del planeta practican la monogamia y ello se debe en gran medida a la fertilidad permanente de los machos contrastada con la limitación de las hembras a continuar reproduciéndose cuando quedan embarazadas. Por supuesto existen excepciones, muchas aves como los pingüinos o los cisnes practican la monogamia (que se explicaría por la mayor certidumbre de sacar adelante a una cría colaborando). Sin embargo estudios de ADN con estas aves han arrojado resultados sorprendentes; el 90% de los nidos revisados en un experimento tenían crías procreadas por un macho diferente al que las cuidaba. En este caso la hembra juega una estrategia evolutiva diferente ya que se reproduce con un macho vigoroso y “engaña” al macho criador que está dispuesto a acompañarla en el cuidado de los polluelos.
En el caso del ser humano Vivianne Hiriart en su recomendable libro: Yo sexo, tú sexo, nosotros…(Ed. Grijalbo) propone una explicación para nuestra tendencia monógama: “Quizá para el macho hubiera sido más conveniente tener varias hembras para diseminar más su información genética, pero en esas circunstancias no le habría sido posible ocuparse de todas, acopiar la suficiente comida, protegerlas del peligro, ni del resto de los machos en épocas de celo. La probabilidad de supervivencia habría sido muy poca- A él también le convenía abocarse a una sola mujer, por lo menos mientras los hijos lo requirieran”. La idea es interesante y se relaciona con una ecuación elemental; siempre será más redituable tener un hijo que sobreviva, a diez que no lo hagan. Sin embargo, esta teoría no explica satisfactoriamente la enorme tasa de deserción entre los machos de muchas especies que se debe, seguramente, a la capacidad independiente de la hembra para cuidar y proteger a la camada. Jared Diamond, por su parte, sugiere que la monogamia se genera en gran medida por el ocultamiento del período de ovulación de las mujeres ya que al no ser evidente impide que el macho sepa cuál es el momento fértil en que debe tener relaciones sexuales. De cualquier manera la monogamia en el ser humano parece –pese a nuestras reglas y costumbres- no ser tan evidente; el 84% de las culturas del planeta permiten que los hombres tengan a más de una mujer y en el mundo occidental lo que parece no es; el mismo Jared Diamond en su libro El tercer chimpancé (Editorial Debate), aporta un dato escalofriante; entre el 5% y el 30% de los niños nacidos en Estados Unidos e Inglaterra son producto de relaciones extramaritales.
El caso del incesto o endogamia tiene similitudes y diferencias; en la revista española “Ecosistemas” Xavier Picó y Pedro Quintana Asencio explican los efectos de la endogamia en las poblaciones naturales. “La consecuencia directa del aumento de la endogamia es la expresión de la depresión por consanguinidad que se traduce en una disminución del éxito y vigor de los individuos en términos de supervivencia, crecimiento y reproducción. La reducción del éxito de los individuos a causa de la depresión por consanguinidad se debe básicamente al efecto de alelos deletéreos recesivos que se expresan en homocigosis. Dado que la depresión por consanguinidad puede afectar a todos los componentes de ciclo vital, es esperable que la endogamia afecte a la dinámica de las poblaciones fragmentadas reduciendo la tasa de cambio poblacional e incrementado la probabilidad de extinción”. En castellano lo que los investigadores dicen es que el cruzarse con parientes disminuye la variedad de genes de nuestra descendencia y en consecuencia la expone a enfermedades y malformaciones. Es por ello que esta conducta es muy infrecuente en el mundo animal. En el caso de los seres humanos existen vetos históricos vinculados con el incesto y en muchos países es inclusive motivo de cárcel para quien lo practica (inclusive aunque se cuente con la mayoría de edad y la relación sea de mutuo consentimiento). En el número 445 de la prestigiada revista Nature, Debra Lieberman y colegas de la Universidad de Santa Bárbara en California hallaron, trabajando con 600 individuos, un sistema que permite reconocer a aquellos genéticamente similares a través de un conjunto de indicadores que se disparan cuando se observa a la madre cuidar a los hermanos más pequeños y que activan un mecanismo cerebral que aumenta la sensación de altruismo y aversión sexual hacia los hermanos. En el caso de los hermanos menores –que no pueden observar este hecho debido a su edad- el mecanismo entra en funcionamiento por la convivencia durante años, lo que sugiere que hermanos que se criaron de manera separada tienen mayor probabilidad de sentir atracción entre sí (como narra reiteradamente García Márquez en “Cien años de soledad”). Este trabajo propone una respuesta evolutiva para explicar nuestra aversión al incesto y seguramente sienta bases para entender y tratar este peliagudo asunto.
En fin, parecería que el ser humano siente tentaciones polígamas y evita las endógamas al igual que la mayoría de las especies más cercanamente emparentadas con nosotros. Cada quien y cada cual –lo decía al principio- deberá forma su criterio y orientación particular, que de eso se trata la vida.