lunes, 31 de agosto de 2009

Instrucciones para festejar el día de las madres (El Financiero 2004)

1.- Obténgase una madre cuyo aspecto sea el que la ortodoxia recomienda para este tipo de festejos. Ello supone el pelo blanco, si es posible con chongo de la Corregidora, unos lentes bifocales que se balanceen en la punta de la nariz, medias color café que se doblen a la altura de la canilla, mirada beatífica y un reboso de bolita. Conviene sentar a la festejada en una mecedora para evitar cualquier riesgo de un colapso. También es conveniente que nuestro objeto del homenaje diga frases como: “ay mijito”, “si Dios nos presta vida” o “yo ya estoy muy vieja”.
2.- Es menester machetearse un poema alusivo a la celebración que deberá ser usado en el momento oportuno. Existe un sinnúmero de opciones sin embargo, mi respetuosa sugerencia es acudir al vate Aguirre y Fierro, autor de las siguientes líneas inmortales: ¡Por mi madre! bohemios, por la anciana que piensa en el mañana, como en algo muy dulce y muy deseado, porque sueña tal vez que mi destino me señala el camino, por el que volveré pronto a su lado. Por la anciana adorada y bendecida, por la que con su sangre me dio vida, y ternura y cariño. Como podrá apreciarse críticamente, los párrafos anteriores son escalofriantes, es por ello que se recomienda recitarlos en completo estado de ebriedad, llorando y con muchos movimientos de brazos. Téngase la prudencia de evitar que la festejada se encuentre en la línea de fuego del declamante para evitar el riesgo de que éste en un arrebato de efusión , tan propio de estos casos, le caiga encima y la mande al sanatorio. Se sugiere que nuestra madrecita también llore en este momento y se deje dar un beso en la coronilla.
3.- Prepárese una comida capaz de indigestar a un buitre; tacos, enchiladas, mole, machitos y el resto de las vísceras que contiene un animal mamífero. Acompáñese con cerveza y tequila. Antes de entrar en coma etílico procúrese que los nietos lean cartas alusivas en las que reflejan el amor que sienten por su abuela. Es razonable suponer que los más grandecitos pondrán cara de hueva y se negarán rotundamente al homenaje. En este caso bastará amenazarlos con la pérdida de algún privilegio para que se disciplinen. Testimonios como el siguiente del cantante Beto Cuevas nos parecen ejemplares: Después de cuatro horas, las que supuestamente tenía que haber utilizado para sacar los cachivaches, mi madre entró y me vio acostado en una silla de playa hablando por teléfono con una amiga. Lanzó un grito al cielo y me pegó un escobazo en la cabeza. "Mi cabeza era (y aún es) muy dura y rompió el palo de la escoba. Nos miramos mutuamente y nos reímos a carcajadas, por lo absurdo de la situación. Fue una muy linda anécdota, aunque parezca violenta, ya que mi madre nunca abusó físicamente de nosotros. Mamá, ¡feliz día, te quiero mucho!".
4.- Consígase un mariachi, o de perdida un trío. En el primer caso es muy importante advertir a la festejada de la llegada del grupo musical ya que un trompetazo a traición podría desencadenara un soplo cardíaco absolutamente indeseable. En ese momento el primo que canta deberá entonar las canciones predilectas de la anciana, que deberá ser sujeto de abrazos descoyuntadores de toda la parentela en estado de ebriedad. Se procederá a abrir los regalos entre los que se sugieren bolas de estambre, un chalecito café, que deberán ser acompañados por las manualidades que hacen los infantes en la escuela y que se caracterizan por su funcionalidad tales como: una madre de madera para poner objetos calientes con la foto del niño Juanito, un pisapapeles pirograbado o un calendario lleno de dibujos acerca de la deforestación mundial con textos como el siguiente: Si vieras que a veces cuando estoy muy triste quisiera ser ave y llegar a ti, para acurrucarme como cuando niño, Madre eres ejemplo del amor sin fin.
Si usted, querido, lector, sigue estas sencillas reglas tendrá un éxito garantizado y podrá cumplir con su deuda histórica. Procure recordar además que a nuestras madres hay que quererlas todo el año y no nomás un día. He dicho.

sábado, 29 de agosto de 2009

De sueños y pesadillas (El Financiero 1995)

Siempre confié en el maestro Freud para interpretar mis sueños. ¿ Que soñaba con un buque de guerra? La cosa era fálica. ¿ Que estaba en un cuadrilátero poniendo como camote a Fidel Velázquez? Un Edipo mal resuelto. Sin embargo, recientemente tuve oportunidad de leer las cartas que el padre del psicoanálisis le mandaba a su novia y quedé muy desencantado. "(...) En primer lugar, a la pregunta de si te dejo patinar te contesto rotundamente que no. Soy demasiado celoso para permitir tal cosa. Yo no sé patinar y, aunque supiera, no tendría tiempo para acompañarte, y alguien habría de hacerlo, de modo que olvídalo". Esto le escribió don Segismundo a Martha Bernays el 21 de enero de 1885. A que la chingada -- me dije-- , ¿ cómo confiar en las interpretaciones de un tipo tan alcornoque? Entonces dejé a Freud.

Pero seguí soñando.

Mi suerte cambió y un día al salir del Metro encontré a un vendedor que ofrecía el célebre libro: Explicación de los sueños y pesadillas de autor anónimo. Desde luego lo compré. Las revelaciones que recibí aún reverberan en mi alma.

En los "Pronósticos judiciarios concernientes a los niños según el día de la semana en el que nazcan" encontré que dado que vine al mundo un viernes: "seré de complexión robusta, aunque voluptuoso y mujeriego". Esta aseveración -- huelga decirlo-- se convirtió en fuente de muchas desgracias y desprestigios.

Cuando consulté la sección "El oráculo de los amantes" me di cuenta que las preguntas interesantes ya habían sido planteadas: ¿ debo ir hoy al baile? ¿ Será mi esposo rico? ¿ Volverá y me será fiel? Para responder a tan candentes cuestiones fue menester dar la vuelta a una ruletita con los signos del zodiaco. Las respuestas se presentaron en forma de inquietantes versos:

a) No te lo quiero decir por no oírte gemir.

b) Tu novio te quiere mucho pero cuidado que es ducho.

c) Tiene buenas intenciones pero casamiento ¡ nones!

d) Evitando toda cuita llegarás a viejecita.

e) No vayas a hurtadillas, perderías una costilla.

f) Aun siendo niño de escuela se jugará hasta su abuela.

g) Un estreñimiento atroz si no te curas veloz.

Dios mío.

Cuando soñé que estaba en el Salón Madrid haciendo pipí, acudí a mi manual y encontré bajo la palabra "orines", la siguiente advertencia: "Florida salud: beberlos terminación de enfermedad. El juego lo arruinará pronto".

Debo confesar que sufrí un gran desconcierto; en realidad no soñé que tomaba los orines, lo que cancelaba la opción de terminar con mi enfermedad. En cambio, existía la temible advertencia de que el juego me arruinaría pronto ¿ cuál juego? ¿ el de barajas? ¿ el de futbol?

Durante un mes esquivé deliberadamente todo expendio de lotería que se cruzara en mi camino. Ni siquiera compré el "melate". En otra ocasión soñé que mi esposa se levantaba de la cama mientras la cabeza le daba vueltas y decía: "eres un impotente". El manual, paradójicamente, me indicó que tendría un "cercano logro" lo que me llevó a atribuir cualquier éxito en mi vida a la impotencia. Luego soñé que en las manos traía un par de guantes, esta vez mi manual declaró: "El que sueña usar buenos guantes, será feliz; el que lo contrario, experimentará mil incomodidades. Eso no resuelve el problema". Deduje que "lo contrario" era usar malos guantes. Sin embargo, no recordaba detalles de calidad en mi sueño. Lo que me dejó en blanco fue la última frase: "Eso no resuelve el problema" ¿ qué problema? ¿ Usar guantes buenos? ¿ Guantes malos? ¿ Cuál problema? ¿ De frío? ¿ De usar guantes malos? Sólo Dios lo sabe.

Mi último sueño fue el más simple: estaba en la cámara de diputados y les mentaba la madre a todos los presentes. Cuando estaba a punto de abrir mi manual, me quedé pensando en lo mucho que los sueños representan nuestros propios deseos.

Y cerré el libro.

viernes, 28 de agosto de 2009

El mexicano al volante (El Financiero 1995)

Hace algunos días subí a un taxi. El chofer se veía muy amable y me hizo la pregunta de rutina: ¿ ya a descansar, joven? Cuando iniciaba mi respuesta, el taxista, una especie de mister Hyde al volante, se transformó en el doctor Jekyll y gritó con cierta vulgaridad: ¡ Pus pásale, vieja guanga! El destino de su insulto, una viejita en vocho que no se enteró de nada, nos rebasó. El chofer volteó hacia mí, emprendió un guiño de complicidad y dijo: "Pinches viejas". La experiencia anterior me dejó reflexionando sobre la posible razón que explique por qué se nos desmadran las entendederas de manera tal.

Los capitalinos conducimos muy diversos tipos de vehículos: cochesotes, cochecitos, taxis y camiones. Los tripulantes pueden ser viejitas (como la guanga), burócratas que van al trabajo, o Pithencatropus en peseros; todos sin ninguna excepción tenemos la perdularia tendencia a enloquecer detrás del volante. Por alguna razón, que seguramente tiene que ver con la humillación sufrida por nuestros antepasados tenochcas, pensamos que el que se deja rebasar es puto, que aquel que cede el paso se ha vuelto loco o que el que se detiene para dejar pasar un poliomielítico merece un bocinazo con mentada de madre. ¿ Quién lo entiende? Ensayemos un análisis de la fauna automovilística y las mañas que la determinan.

Los oligarcas jóvenes.-- Los tristemente célebres júnior son jóvenes muy jóvenes que manejan sus coches a velocidades supersónicas; cuando se enojan manejan más rápido y son tan brutos que no se han dado cuenta que en nuestra ciudad el promedio de velocidad es de 20 kph. De todas maneras le recortan la suspensión a los coches, usan guantes y utilizan la palanca de velocidades como Thor usaba su martillo. Consideran que la distancia adecuada para tomar el volante es de dos metros y esto determina que para dar una vuelta necesiten hacer una contorsión de circo. Cuando chocan le hablan a su papá.

Los oligarcas viejitos.-- Les encanta leer el periódico, así no se dan cuenta de las atrocidades cometidas por su chofer. A veces les da por hacer llamadas telefónicas (¿ Jaime?... estoy aquí en el Periférico), y cuando reciben un soplo de juventud se compran un Corvette y salen a pasear con cachuchita.

Los peseros.-- Ya muchos zoólogos se han encargado de tratar de descifrar el comportamiento de estos animales. Les gusta jugar carreras por el carril de en medio; algunos especialistas han reportado que pueden cerrarse sobre un coche en menos de un segundo y que si chocan les vale madre. Consideran el concepto « atrás » como un espacio en el que siempre hay lugar, y se asume que los trastornos conductuales que sufren son consecuencia de la música que oyen.

Las tías.-- Todo mundo tiene una tía que maneja. Se trepa al coche, sume la nariz en el parabrisas y trata de enfocar el camino con sus lentes de fondo de botella. Cuando va a dar vuelta a la derecha saca la mano a la izquierda. Por algún misterio del azar su coche (un Plymouth 59) se mantiene intacto, mientras detrás de ella queda una cauda de desastres.

El lumpen degenerativo.-- Son los que con una bailarina encuerada en el retrovisor y la virgencita de Guadalupe en la parte de atrás se dejan ir como Lanzarote del Lago. Andan en grupo y frecuentemente llevan un objeto que disminuye su visibilidad, como un excusado o kilo y medio de varilla. Tienen la costumbre de negar cualquier responsabilidad ante un incidente en la vía pública.

Los materialistas.-- El problema con los camioneros es que seguramente nadie les ha explicado que, de acuerdo con la segunda ley de Newton, un vehículo que desplaza tres toneladas necesita cien metros para dar un frenazo. Lo averiguan cuando dejan como charamusca el coche de algún incauto. Entonces bajan todos los tripulantes (los que van en la caja suelen ir desnudos) y le echan montón a la víctima. Ni modo.

Lo único bueno del asunto es que nuestra imbecilidad para manejar es democrática y esto determina la posibilidad de encuentros entre las clases sociales... en la esquina de Copilco y Universidad.

jueves, 27 de agosto de 2009

1000

Mil es un número redondo y es el de visitantes de esta madre desde que inició el contador, hace como tres semanas. Mirado en perspectiva no da para lanzar cornetazos de emoción si se compara con los tiburones del blog, pero sí para darles las gracias por visitar este tugurio de cuando en cuando
FCG

Misterios beisboleros (El Financiero 2004)

Alguna vez llevé a mi prole a presenciar un partido de béisbol; se trataba de los medias blancas contra los tigres de Detroit: me animaba la idea de enseñarle, particularmente al niño frijol, un espectáculo familiar en el que la gente coexiste pacíficamente (a diferencia de un partido de los pumas donde nos llovieron hielazos). Nunca lo hubiera hecho; después de un par de pelotazos que el pitcher local le atizó a sendos bateadores visitantes, se armaron los madrazos y tuvimos el honor, de presenciar (no todos, a mi hijo le tapé los ojos) la peor golpiza que se registró en los anales de este deporte en la que se dieron literalmente hasta con la cubeta y que provocó algo así como 17 expulsados. Un señor beisbolista le arreó con el casco a otro en la cabeza y lo fueron a alcanzar por el jardín derecho, todo duró media hora pero tres entradas después se repitió la madriza por lo que decidimos emprender una prudente retirada ya que se había frustrado nuestra iniciativa didáctica lo que ha producido en mi hijo la idea de que los deportes son la reedición de la batalla de Normandía.
Ahora que la serie mundial está de moda y la gente no habla de otra cosa, me encuentro con asuntos incomprensibles que quisiera discutir con su ayuda, querido lector. Alguna vez me pregunté quién había inventado el conteo en el tenis y nadie me supo explicar, porque estará de acuerdo que es por lo menos anómalo. Ahora espero que usted me envíe un recado explicándome las cosas de la vida que por lo visto me son insondables. El primer y más evidente misterio tiene que ver con los uniformes que los beisbolistas usan y que me parecen propios de alguien que no tiene sentido del ridículo. El atuendo es lo más cercano a una pijama que he visto en mi vida, a la altura de los tobillos se localiza una especie de liga de ballerina cuyo fin ignoro, y los calcetines llegan hasta la rodilla como los que utilizan los gringos retirados en Florida. Prácticamente todos los uniformes se adornan con rayitas verticales y las cachuchas llevan una visera cuya única explicación es la de proteger los ojos del sol, sin embargo los ampayers que también están en el partido usan otro modelo de cachucha con la visera más pequeña lo que no solo les da un aspecto ridículo sino logra (dado que todos son gordos) que sean idénticos a un personaje de la pandilla que se llamaba Spanky. El misterio aditivo con respecto al uniforme es que los managers, independientemente de su edad o su aspecto se lo tengan que poner igual que sus jugadores lo que produce efectos siniestros (imaginar a Manolo Lapuente en pantalones cortos dirigiendo a la selección).
Otro enigma se vincula con el nocivo efecto de ver a un señor adulto escupiendo gargajos como cargador porque pasó la mosca, es notable: todos los jugadores mastican una masa que puede ser tabaco o chicle lo que produce que saliven como perros de Pavlov. Probablemente no sean conscientes que los observan millones de personas pero el espectáculo es francamente repugnante y si algún día por misterios de mi destino llego a ser importante y me invitan a un dog out, no me apareceré ni amarrado porque no se trata de echar a perder un buen par de zapatos.
El tercer misterio tiene que ver con el señor que se pone atrás del plato y decide si las bolas que lanza el pitcher son buenas o malas, para mí es inescrutable el uso de términos como “strike” que literalmente significa “golpear” y que se le asigna al bateador justamente cuando no lo hace o lo hace mal. Tampoco entiendo por qué a una bola mala se le llama “bola” ya que la carencia de adjetivos podría dejar a un neófito sin entender una carajo. Mucho menos comprendo por qué el ampayer cuando canta el strike emite un gruñido gutural: ¡arahtsttrdrrdrrdghhh! Que ignoro qué signifique pero es propio de la gente que está sufriendo una apoplejía y que refuerza la idea cuando el buen hombre se retuerce en un ademán teatral.
Espero sus cartas.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Reseña de Andrés Borbón en blog Tecnoculto (creo que pescó exacto la intención de la novela)

Fedro Carlos GuillénSoñé con Rocío DúrcalEditorial Random House Mondadori (2009)ISBN: 978-607-429-402-6 214 Páginas
Es el primer libro que leo de Fedro Carlos Guillén, quien además de sus participaciones en numerosos periódicos y revistas como Nexos y Etcétera, ha publicado más de 20 libros entre los que destacan Crónicas de la imbecilidad, La sala oscura, Crónica alfabética del nuevo milenio y Digresiones con resortera, por mencionar sólo unos cuantos.
Desde que vi la novela en los estantes de la librería, el título me llamó la atención, no porque sea fan de Rocío Dúrcal, sino porque me pareció realmente cómico. Al revisar la contraportada me enteré que se trataba de una novela de intrigas y suspenso, las cuales son mis favoritas.
Es una novela breve (214 páginas) que puede leerse sin problemas en una sola tarde pero que mi costumbre de leer varios libros a la vez hizo que me demorara casi una semana en terminarlo.
Desde la primera página, comencé a sonreír. Guillén posee el cada vez más escaso don de la amenidad y su prosa es clara, limpia, sin rebuscamientos y directa. Los personajes son una delicia y de lo más peculiares. El protagonista trabaja en una agencia publicitaria haciendo comerciales mientras que su novia, de nombre Nahui, es el colmo de la extravagancia y la locuacidad. Los demás personajes, aunque secundarios, tienen un lugar claro y encajan en la novela a la perfección. Son, en conjunto, una pandilla de lo más extraño pero interactúan con toda naturalidad en un entorno inverosímil aunque totalmente creíble desde el punto de vista del lector.
Soñé con Rocío Dúrcal trata de la búsqueda de un tesoro custodiado por una secta secreta que se antoja centenaria y que se encuentra perdido desde la Segunda Guerra Mundial, cuando los alemanes invadieron Francia. Nuestros héroes viven en la Ciudad de México y llevan una vida más o menos normal. Sin embargo, pronto se ven envueltos en la búsqueda cuando Javier (el publicista) encuentra que alguien ha deslizado bajo la puerta de su apartamento una hoja donde se encuentra un acertijo.
De aquí en adelante, los hechos se desenvuelven de una forma casi absurda pero hilarante, entretenida y verosímil. Hay de todo: Espías, viajes al otro lado del Atlántico, persecuciones, magnates malévolos y, por supuesto, amor. Guillén sabe escribir, y conoce bien el principal recurso del escritor: Hacer al lector parte de la trama.
La disfruté inmensamente, página por página, y aunque el final no es el esperado, de cualquier manera es lo de menos ya que lo importante en una novela (como en la vida misma) es el viaje, no el destino. Si buscan una lectura ágil, amena y con una generosa dosis de buen humor, este es un libro que hay que tener en cuenta.
Yo, por lo pronto, ya estoy buscando otras obras de este autor, que sabe cómo construir una novela casi perfecta sin necesidad de ceder a lo barroco o a lo estudiadamente pretencioso.

Los peces en el río (La Mosca 2007)

Pocas costumbres en la vida son más anómalas que las navideñas ya que se encuentran profundamente llenas de inconsistencias varias que procederé a enumerar para que luego no digan que no documento mis colaboraciones a esta noble revista:
1.- ¿Quién carajo es Santa Clos? A mí me parece un gordo vestido como mamarracho que vive donde nadie en su sano juicio lo haría…el Polo Norte. Trabaja con duendes enanos que se la pasan cantando, en lugar de hacerlo con mano de obra calificada y luego se sube en un trineo que es acarreado por renos voladores (la historia sería más lógica si fueran zopilotes o albatros). Santa Clos se ríe porque pasó la mosca y tiene la misma figura que Capulina, nomás que con gorrito, es por ello un misterio cómo cabe en una chimenea y también su capacidad para procesar el servicio postal de los infantes del mundo…Nada checa.
2.- ¿A quién se le ocurrió la idea de celebrar las posadas? Lo ignoro, pero el acto es incomprensible; se reúne una turba de gente en un patio, acto seguido sacan unos papelitos en los que de un lado está la posada y del otro la letanía y fingen ser María y José acarreando un burro pero con velitas que calcinan la mano. Los de adentro de la casa los tratan como los españoles a los incas para finalmente abrirles y dejarme sumido en otro misterio ¿no nació el niñito Jesús en un establo? Aparecen de pronto tres señores que además de ser reyes son magos. En esta caso los misterios avanzan ya hacia un terreno insondable; ¿de dónde vienen? ¿por qué uno es negro como la noche? ¿Qué carajo es la mirra y por qué se considera un buen regalo de cumpleaños? Si son magos ¿no hubiera sido más sencillo convertir el establo en un hotel de por lo menos tres estrellas? Los cuestionamientos, por lo menos para mí, se quedan sin respuesta. En las posadas se acostumbra, además de embriagarse vergonzosamente, martirizar a una piñata hasta que reviente. Dentro de la piñata se encuentran productos varios que causan una profunda alegría…señaladamente en el gremio de los odontólogos ya que se ha demostrado que masticar una caña o medio kilo de colación produce el desvanecimiento del puente dental en tres horas.
3.- Las canciones navideñas me son absolutamente ilegibles; analicemos la siguiente estrofa “pero mira como beben los peces en el río, pero mira como beben por ver a Dios nacido”. El primero punto es que no conozco a un pescado que sea tan estúpido para beber agua (lo mismo que nadie se come el aire). Por otro lado, no logro establecer la relación causal entre el nacimiento del niñito Jesús y la tomadera ictiológica. Parecería que no tiene nada que ver una cosa con la otra pero ahí están los pobres infantes con las caras en un rictus de semicongelamiento bebiendo y volviendo a beber en el festival escolar correspondiente. “Campana sobre campana…y sobre campana una” ¿Una qué? Se pregunta dentro de mí esos que se llama la duda metódica y sigo sin comprender nada.
4.- El árbol de navidad me resulta también muy misterioso. En tiempos de cambio global es costumbre que toda la familia salga en procesión a lugares por los que no pasó Dios (como Amecameca) y todos sean testigos de la forma en que el papá hace el ridículo pegándole a un abeto hasta que se fractura un metatarso y entonces tiene que intervenir el ejidatario correspondiente para ponerle una venda y luego cortar el árbol de tres hachazos. Dicho árbol ya muerto es llevado en el techo del coche rumbo a una casa en donde se procede a su decoración que si más abigarrada mejor. El aspecto último del individuo forestal es muy similar al de Elba Esther Gordillo vestida de tirolesa. Por supuesto el 1 de enero la gente ya no sabe qué hacer con el pinche árbol por lo que de puntitas y en madrugada lo sacan a la calle para que el camión de la basura se acomida a llevárselo.
Por todas las razones anteriores les anticipo que esta navidad no cuenten conmigo.

martes, 25 de agosto de 2009

María de mi corazón (Etcétera 1994)

--¿Pipí?
-- Sí, pipí.
La respuesta me desbordaba; si era necesario meter un papelito de colores en pipí para demostrar mi fecundidad la cosa no podía empezar bien.
Y sin embargo así inició.
El origen de la historia se remonta al consultorio 721 de un Hospital muy caro del sur de la Ciudad de México. Un servidor había establecido su primera cita con el urólogo ¿Por qué? Pues por una molestia que me aquejaba en el testículo derecho (al que en adelante me referiré con el término castizo: huevo). Pues bien a resultas de mi dolor en un huevo llegué a la antesala del doctor -que con propósitos narrativos llamaremos Jekyll-. Hice una antesala de hora y media y me entretuve observando el rostro de los antesalistas. Era deprimente; todos y cada uno de ellos tenían muy mala cara. Parecían protagonistas de una historia de Dickens. Cuando llegó mi turno, entré a una oficina y Jekyll se encargó de hacerme preguntas muy raras del tipo: "si come picante, ¿no le arde?". Después del interrogatorio entramos en una salita con plancha de metal, el galeno me ordenó bajarme los pantalones. Recordando a Ibargüengoitia y su Ley de Herodes, tragué saliva y cumplí la instrucción.
Nunca debí haberlo hecho.
Jekyll se puso un guante, me apretó las vergüenzas y pidió que adoptara la conocida posición de decúbito prono. Pude negarme, pero no lo hice y en un momento, sucedió lo que tenía que suceder. Al salir del consultorio, comprendí la mala cara de los pacientes y me fui a casa para contarle a mi mujer el atropello.
La siguiente visita fue más reposada. Jekyll me mandó al ultrasonido y quedamos de platicar a los quince días. Llegó el plazo y me presenté. Con unas radiografías (que no eran radiografías) en las manos, Jekyll anunció que yo tenía algo que no recuerdo si eran várices o quistes en un huevo. "Eso" agregó "lo vuele a usted técnicamente estéril, debemos operar su testículo".
Desde luego, no volví.
Por algún milagro espermático, me encontraba ahora con mi mujer, sosteniendo una tasa (que luego tiramos a la basura) llena de orina. Esperábamos un cambio de color lo mismo que un agricultor espera la lluvia. Pasaron cinco minutos... el papelito cambió de color... Estábamos embarazados.
El proceso del embarazo -créame- es una de las visiones que más se asemejan al cuarto círculo del infierno. Es horrible.
A lo largo del proceso, mi esposa subió veinte kilos, asunto que combinado con un desajuste hormonal la puso de un humor equivalente al del General Patton. Adquirió costumbres de asceta; no comía porquerías, prescindió de cualquier medicina y vomitó, durante tres meses, cualquier alimento sólido.
Las visitas al médico eran otro infierno. El doctor parecía complacerse en preguntar cosas que hubieran hecho vomitar a un buitre. Cada visita me dejaba lívido.
Luego vino el sicoprofiláctico, al que fui literalmente a rastras. Allí escuchamos varios testimonios que hubieran hecho vomitar a una parvada de buitres. Los padres se complacían en contar como limpiaban la sangre de sus hijos o cortaban el cordón umbilical. Todos parecían conformes con el testimonial. Cuando salimos le dije a mi mujer: "soy un desadaptado".
En las reuniones a las que asistíamos me encontré con la mayor cantidad de expertos en cuestiones de niños. Pasaba yo las horas tomando whisqui, mientras un coro de sádicos se empeñaba en decirme que a los niños había que acostarlos boca abajo o que si su caca era verde no me preocupara. Había otros que advertían cosas como: "los primeros dos años no vas a poder pegar el ojo" o: "si se te queda viendo fijo, seguro es sordomudo". A las viejas pendejas que decían que el embarazo era el estado natural de la mujer, las volteaba yo a ver con una mirada asesina.
Las predicciones del médico anunciaban que nuestro hijo nacería el diecisiete de julio, es decir, el día de la final del Campeonato mundial de futbol. "Perfecto" pensé, "no va a ir ni el anestesista". Sin embargo, paso el diecisiete y el dieciocho... y el diecinueve. Nada. Ya para el día veintisiete, estábamos alarmados y fuimos al Doctor.
La visita fue terrible; el médico anunció que había evidencias de que el cordón umbilical se estaba estrangulando (en ese momento pensé en un niño estrangulado) y que era necesario intervenir en el desarrollo natural de los hechos.
Al día siguiente nos levantamos muy temprano y dirigimos nuestros pasos al hospital. Dejé a Georgina y me fui a cobrar un dinero que, dada la naturaleza de nuestra futura deuda, era muy necesario.
Mi hija nació mientras yo caminaba como baboso en la cafetería del Hospital. Resultó una niña de tres mil seiscientos setenta gramos, sana y fuerte. En el momento en que la llevaron al cunero y me pude asomar por una rendijita, inició la magia; pese a mi predisposición natural a considerar a cualquier recién nacido una cosa horrible, sentí que me conmovía. Ese pedacete era mi hija.
Ya repuesto de la conmoción y sintiéndome la madre Teresa, esperé en el cuarto a la madre, mi esposa, que aún no se reponía del tremendo agujero que traía en la barriga cosido con hilo nylon. Cuando llegó la arropamos y una enfermera hizo mi cama. En ese momento me percaté de que la maleta donde tenía mi ropa, se hallaba en el armario de mi casa a veinte kilómetros de distancia por lo que me acosté semidesnudo.
Exactamente a las tres de la mañana, Georgina despertó dando un grito que aún recuerdo entre estremecimientos. Me levanté y toqué todos los botones posibles incluida la manija del baño. Llegó la enfermera, su mirada me recordó que estaba semidesnudo, me tapé y le administró un analgésico a mi cónyuge que así calmó su dolor.
Al día siguiente llevaron a María, sentí un alivio enorme cuando me di cuenta que no había heredado mi nariz de asiento de bicicleta, le dimos de comer y cambié sus pañales, demostrando un profundo amor ya que -éste es un dato técnico- la mierda de niño huele a máscara de cartón del dieciséis de septiembre.
Tres días después salimos del Hospital; en el momento de pedir la cuenta estuve a punto de volverme a internar ¡trece mil nuevos pesos! Tuve un pequeño triunfo personal cuando devolví la foto que le tomaron sin mi autorización y que costaba treinta y cinco nuevos pesos, de esa manera pagué doce mil novecientos sesenta y cinco nuevos pesos y nos fuimos a casa.
A partir de ese momento María decidió que las tres de la mañana era la mejor hora para comer y nos lo hizo saber con un berrido ultrasónico. De nada valieron mis mejores trucos; la voz del Pato Donald o mi espléndida imitación de Capulina, la niña quería comer y se acabó.
Nuestra vida cambió; Georgina se convirtió en una madre extraordinaria y un servidor aprendió el controvertido tema: "debajo de un botón/ qué encontró Martín/ había un ratón/ hay que chiquitín" (que interpreto en momentos de franca desesperación).
En fin, ahí está María -la de la pata fría- permitiendo que me derrita cada vez que la veo. Lo que -aquí en confianza- me parece muy bien.

lunes, 24 de agosto de 2009

Seis razones para no quedarse calvo (Etcétera 1994)

Este es un mundo en el que la diversidad es una constante; existe gente alta, flaca o gorda. Hay quien tiene verrugas con pelos en la cara o lunares siniestros. El color del cabello puede variar desde el pelirrojo (cuyo poseedor se apodará inexorablemente Archi de por vida) hasta el morado tipo algodón de azúcar de las viejitas octogenarias.
Es precisamente de pelo (debería decir de su ausencia) que quisiera hablar en esta oportunidad... veamos:
Cuando un niño llega a la adolescencia, sufre una serie de cambios notables: después de hablar unos meses como Pepe Trueno se le engruesa la voz, se anuncia la aparición de la barba y el bigote (aunque hay excepciones como mi amigo Toño Mancebo que a los doce años parecía Carlos Marx) y le salen chipotes por todos lados. Además se llena de vellos en sus vergüenzas y empieza a corretear a la sirvienta (o siguiendo la sabiduría de Chucho Murillo, se lleva a la novia los Dínamos). Entonces aparece en escena el tío Julián, se le queda viendo al púber y anuncia:
--Ese niño va a ser calvo.
El pronóstico se cumple inexorablemente.
Los calvos de nuestros tiempos son un equivalente piloso de los leprosos de la antigüedad. En la escala de la desgracia social, los pelones se encuentran un escaño abajo de los gordos gelatinosos e inmediatamente arriba de los judiciales con diente de oro. Recuerdo que cada vez que le iban a presentar un candi(¿dote?) a mi tía la del árbol (llamada así porque hizo mierda un árbol de Navidad una noche de copas) preguntaba: ayyy ¿y no es pelón?.
Esta opresión hacia los alopécicos ha determinado respuestas francamente indecorosas. Un argumento paradigmático que enarbolan los grupos pro-calvo, apela a la apostura de Yul Bryner, Sean Connery o Robert Duvall. Desde luego, no conozco a ningún calvo que se parezca (ni a nivel celular) a los actores mencionados, al contrario, sus símiles más logrados son Lex Luthor, el señor Paz o Pistachón Zig-Zag. Estas comparaciones no pueden sino ser un camino directo a la depresion.
Otra razón que justifica la calvicie, es aquella que atribuye a los hombres sin pelo una inteligencia notable. Esta, por supuesto, es una tontería. Podría dar una lista interminable de calvos cuyo coeficiente intelectual es equivalente al de una puerta de baño.
La tercera falacia acerca de la calvicie plantea que los pelones son muy viriles y se nos dice (no sin cierta vulgaridad) que tienen pelo donde se debe. Mentira, el espectáculo más repugnante que he presenciado en mi vida sucedió en Huatulco cuando presencié a un pelón untarse crema de coco en una espalda que parecía tapete de avión. La mezcla entre el aceite y el pelambrero era escalofriante.
En realidad si de buscar razones se trata, es mucho más simple hallar un ramillete para que todo aquel que sienta su cabellera en peligro la conserve a toda costa. Revisaré a continuación algunas de estas razones:
1) EL QUESO DE OAXACA.- No hay que quedarse calvo porque uno de los recursos más siniestros para ocultar la ausencia de pelo es la técnica del quesillo. Es muy simple: el pelón se deja crecer hasta la nuca el pelo de uno de sus costados, posteriormente toma un litro de goma de tragacanto y se acomoda la masa pilosa sobre la coronilla. Al verlo uno recibe la vaga impresión de que el sujeto en cuestión trae un gato en la cabeza. Un segundo problema es que al meterse a la alberca, nuestro protagonista tiene que nadar con la testa de fuera, como hacen las viejas gordas en Oaxtepec. Además cada que hay ventolera es necesario inclinarse a favor del aire lo que le confiere al pelón un aire como de Karen Carpenter cantando Close to you.
2) EL PUNTO DE REFERENCIA.- Uno no debe quedarse calvo para evitar convertirse en una referencia obligada. "Allá, al lado del pelón" dice la gente. Una derivación terrible es la que determina que durante la celebración de las fiestas patrias en Coyoacán, la coronilla de un hombre calvo, sirva como objetivo para una lluvia de elotazos que lo pueden dejar pendejo de manera indeleble.
3) EL FUTURO POLITICO.- No hay que quedarse calvo si se tiene alguna ambición política, recuerde que tres de nuestros últimos cuatro presidentes han sido calvos. Esto quiere decir, de acuerdo a mi amigo José Luis Osorno un experto en estadística, que la probabilidad de que los siguientes seis mandatarios de nuestro país sean pelones, es de 1/54, cifra necesaria para atinarle al Melate. La sabiduría de esta predicción se confirma al analizar a los candidatos a la presidencia; podríamos, en un abuso retórico, decir que a lo mejor no hay propuesta pero eso sí, mucho pelo.
4) EL BISOÑE.- Probablemente el último recurso de un pelón es el bisoñé. Por algún misterio indescifrable, los diseñadores no han logrado producir un peluquín veráz y esta incompetencia salta a la vista. Cuando uno se fija en alguien que trae su aplique destacan inmediatamente dos factores: a) parecería que el pelo le emerge del bulbo raquídeo y no de la nuca como a la gente normal b) el interfecto evita estornudos, toses y en general todo movimiento que pueda hacer peligrar la integridad de su melena. Esta última característica lo convierte en un equivalente urbano de Gandhi, nomás que con peluca. Además ¿qué tal si el dueño del peluquín se involucra en un lance amoroso y su amada le quiere acariciar el pelo? ¿Se quedaría con él en la mano? Guácala.
5) LOS IMPLANTES.- El único señor que al que le vi un implante parecía muñeca Mi Alegría, se le notaban unos puntitos rojos de los que salían muy timidamente unos pelitos como de tapete para las visitas.
-Se hizo un implante- me dijo mi mujer muy quedito, y agregó: -le salió a dólar el pelo.
-¡Quééé!- grité -¡¿un dólar por pelo!?
Georgina nunca me lo perdonó.
6) LOS CHISTESAZOS.- Una última razón para no quedarse calvo es para evitar convertirse en el blanco de chistes mamones entre los que destacan: a) no tienes un pelo de tonto b) :agáchate porque das charol" c) tráes quemacocos y palanca al piso d) ya se te ven las ideas... etcétera.
No, en realidad la gente nunca debería quedarse calva por estas y otras muchas razones. Sin embargo hay ocasiones (como en mi caso) en que es demasiado tarde.
Ni modo.

domingo, 23 de agosto de 2009

De bancos (El Financiero 2001)

Mi experiencia en materia bancaria es tan vasta como la que poseo acerca de la literatura noruega del siglo XIV, los bancos son para mí un mundo misterioso que ha evolucionado desde la idea genial de algún emprendedor consistente en pagarle a alguien por guardar su dinero, hasta instituciones todopoderosas llenas de ventanales y jergas inaccesibles como cetes, tasa líder o rendimientos líquidos. Al igual que usted, querido lector, he tenido que asistir a los bancos con el propósito de realizar algún trámite ineludible. Normalmente se llega a una especie de gusano en el que la gente madrugadora ya está haciendo cola. Uno toma el turno que le corresponde y se dispone a esperar. El tiempo normalmente es el mismo que tomaría armar un vehículo compacto por lo que la sugerencia es llevarse las obras completas de Tolstoi. Cuando uno finalmente llega al último de espera se inicia la cacería de un foquito que se prenda y apague indicando la caja que está disponible. El ejercicio supone una presión equivalente a la que sufren los estudiantes japoneses ya que normalmente la gente que viene atrás se encuentra tan exasperada que si uno no reacciona en tres segundos, viene un codazo y la indicación de a donde dirigirse. El contacto con el cajero o cajera es normalmente equívoco ya que se realiza a través de un vidrio blindado de dos pulgadas que si bien evita que los rateros se lleven la lana, no es precisamente un artefacto que favorezca la comunicación (en una ocasión entendí que la cajera me decía: “¿es usted el efectivo?”).
En una de cada tres ocasiones el cheque no se puede cambiar por razones diversas; que van desde la falta de una identificación adecuada hasta que las firmas no coinciden pasando porque “no hay sistema”, esta última explicación es muy funcional ya que, a diferencia de no poseer la credencial de elector o haber firmado el cheque en estado de ebriedad, le asigna una responsabilidad decisiva al éter y contra eso no hay manera de sentirse agraviado.
Con el sistema bancario han ocurrido cosas muy curiosas; originalmente era propiedad de señores muy ricos a los que les dio el supiritaco de su vida el día que López Portillo anunció que la banca se nacionalizaba, para el ciudadano común (es mi categoría) la decisión no era clara y probablemente obedecía a que los banqueros eran una punta de desleales a la Nación. Posteriormente quedó claro que los que se habían clavado la lana eran justamente los gobernantes y Miguel de la Madrid decidió enmendar la situación volviendo a vender los bancos. Me explican que éstos fueron una ganga y permitieron que gente con los talentos de Cabal Peniche o El Divino armaran su patrimonio y el de diez generaciones de sus sucesores. Luego vino la crisis y entonces el gobierno decidió “rescatar” a los bancos que se iban a pique, para ello tomó el dinero que todos nosotros pagamos y anunció la medida como un acto de protección a favor de los ahorradores y no de la banca. Aquí empiezan los misterios; tengo conocencias que babeaban bilis cuando se anunció el subsidio a la leche liconsa pero no veo una reacción equivalente cuando el gobierno decide sacar del arroyo a un grupo de banqueros a los que en muchos casos nomás les faltaba el antifaz y el saco.
Acto seguido vino la apertura; de pronto uno entra a una cosa que se llama Scotia Bank o BBV que quiere decir que existen Bilbao y Vizcaya (esta última opción tiene la virtud de recordarnos las clases de geografía). La última noticia que recibí es que Banamex será vendido por 12 mil millones de dólares y supuse, como lo haría cualquier persona que no es idiota, que si el gobierno le dio lana a Banamex para sobrevivir, la lana regresaría al erario, pero nones, no hay regreso ¿por qué? Porque a nadie se le ocurrió. La noticia se complementa con el anuncio de que la operación está libre del pago de impuestos y finalmente la cereza del pastel nos la ofrecen las tasas de interés que pagan los bancos por los ahorros (una porquería) y los que cobran a los usuarios de tarjetas (un robo).
Y luego se quejan.

sábado, 22 de agosto de 2009

Profecías (La Mosca 2007)

Existe un programa que se llama “Primer Impacto” dirigido a la comunidad latina en Estados Unidos que demuestra limpiamente varias cosas. La primera y más conspicua es que las conductoras están que se caen de buenas y hablan como los cubanos que narraban el beisbol en los años cincuenta. La segunda y evidente lección consiste en que los contenidos del programa son de lesa humanidad; uno puede hallar un peruano menesteroso que abusó de su prima o una colombiana que dice que en su ranchería hay un fantasma. También es posible apreciar a un mexicano en Los Ángeles que se come cuatro kilos de pozole o algo tan fascinante como la colecta que se armó en El Salvador para que una banda de esas con penacho y epilepsia, pudiera viajar al desfile de las rosas. Lo notable es que nadie pone la cara que debería ponerse en tales circunstancias por lo que las notas siguen. mientras un servidor, que poco comprende, simplemente se queda viendo a las locutoras buenonas pensando en la forma de sacarlas de trabajar y liberarlas de su miseria,
Hace unos días en el citado programa apareció un señor que procederé a describir; se hallaba en un cuartucho y sentado frente a una mesa de la que brotaba humito producido por la incandescencia de algo no reconocible. El sujeto estaba en camiseta y tenía una barba muy parecida a la de Tolstoi o a la de Darwin nomás que bicolor al gustado estilo de Yolanda Montes “Tongolele”. El pelo era ligeramente grasoso y recogido hacia atrás con una peineta española….Se trataba de el Profeta.
Este buen hombre dedicó quince minutos de su tiempo y el nuestro a darnos los vaticinios del año venidero en un espectáculo tan arriesgado como ponerse los calcetines en la mañana. Por ejemplo anticipó que el 2008 será “un mal año” para Fabiruchis, para lo cual no se necesita una bola de cristal, sino leer la página policíaca de noviembre o que Niurka se va a separar de su sexto marido lo que tampoco supone un profundo mérito profético. Por supuesto me consideré defraudado y estuve a un tris de mandarle una carta a los ejecutivos de la cadena pero no conseguí los abajo firmantes necesarios. Es por ello que decidí hacer mis propias profecías para el año entrante, mismas que someto a su consideración, querido lector.
1.- El Frente Amplio Progresista dirá reiteradamente que tenemos un Presidente espurio y tratará de clavar a don Genaro Góngora como titular del IFE. Es seguro que los manden a la tiznada y que los consejeros electos no cuenten con el aval del PRD que protestará y cada elección que pierda durante el sexenio la atribuirá a los sesgos partidistas.
2.- Brittney Spears se tomará hasta la glostora acacia en una salida nocturna y acto seguido besará a su acompañante (independientemente del sexo o la especie). Luego chocará con un pirul y entrará a una clínica de rehabilitación mientras pide una disculpa a sus fans en su página web.
3.- Un desastre natural asolará el sureste mexicano, los medios se movilizarán oligofrénicamente, la gente se movilizará y alguien, al final del día, advertirá que el siniestro era predecible por lo que se iniciará una investigación que no llegará a ninguna parte.
4.- Algún diputado o senador será sorprendido en un escándalo que puede ser variopinto (orinarse borracho en los arriates de Reforma, entablar comunicación telefónica con un opositor mientras dice palabrotas, poseer cuatro casas en la Costa Azul con servicio de yates etc.). Se iniciará una investigación que no llegará a ninguna parte.
5.- Se transmitirá el programa de concurso “copulando por la casa de mis sueños” en el que los participantes ensayarán técnicas de kama sutra frente a un jurado compuesto por señores y señoras afectadas. El ganador obtendrá una vivienda del Infonavit libre de gravámenes.
7.- Vicente Fox hará una declaración megatónica como: “la democracia soy yo” o “saquen a ese gorila de Caracas”. Activará todos los radares de la Secretaría de Relaciones Exteriores y todo quedará en una anécdota más.
8.- Roberto Madrazo NO correrá el maratón de Berlín.
¿Vieron que fácil?

viernes, 21 de agosto de 2009

Graduaciones (La Mosca 2008)

En estos días vacacionales los niños Frijol y María (que son míos y no suyos, como dice la gente pendeja) han salido de vacaciones generándome envidia de la buena, porque cualquiera que no sea imbécil (ingenuamente pienso que no lo soy) sabe que es mejor descansar dos meses que tres días por año, como lo he hecho yo los últimos diez.
En fin, llegó la ceremonia de graduación en la que mi hija –que sale de primaria, no crea usted que del doctorado- me advirtió que no me vistiera como refugiado polaco, que es como habitualmente lo hago y me presenté con un conjunto primavera-verano y el pelo a rape a atestiguar emocionado el último día de la niña María. Aquello fue una prefiguración del infierno. Por principio de cuentas alguien con iniciativa pero no muy lúcido, decidió que era buena idea que todos los graduados echaran un discursito lo cual sería razonable si fueran cuatro niños pero en realidad eran como sesenta. Baste un cálculo elemental para entender que aquello resultó un martirio chino en el que escuché cosas como: “me voy pero me quedo” o “los llevo en mi corazón o nada porque había varios niños que no sabían leer. Debo decir sin tapujos que María se desempeñó con mucha sensatez y cuando todo terminó supuse que era el momento de pasar a retirarnos…que equivocado estaba.
Vinieron los premios, que si al esfuerzo, que si a la mamá del muerto y se nos fue otra limpia media hora en la que empecé a sufrir sudoraciones en la zona inguinal en medio del calorón y con mi traje de pelagatos. Acto seguido vino una misa de acción de gracias en la que (gracias a Dios, justamente) nos excusamos de participar dada la condición familiar agnóstica, por lo que nos fuimos a comer un helado.
El siguiente acto del aquelarre consistió en dirigirse al lugar donde sería la comida, una madre inmensa que parecía decorada por Elba Esther Gordillo. Al bajar del auto el señor que los estaciona me dijo “son sesenta pesos joven”. Parpadeé lentamente y traté de explicarle que el coche era mío y no quería pagar por su renta pero no hubo suerte así que entré con la sensación que tiene alguien que acaba de ser despojado y me dirigí a la mesa correspondiente. Me froté las manos y le pregunté al mesero acerca de las bebidas de carácter embriagante, esta vez el que parpadeó fue justamente él y me dijo “las que usted traiga”. En ese momento me di cuenta de que ya había valido madre dado que nadie me avisó de tal regla etílica por lo que pedí un wisqui, el mesero esta vez me explicó –didáctico- que solo vendían por botella y costaba ochocientos pesos. Cabe aclarar que mis vecinos de mesa eran dos señoras abstemias, un adolescente sin edad legal para beber y una pareja que sospeché eran cura y monja nomás que de corbata y vestido por lo que renuncié a la segunda idea y me tomé el vino de mesa que si venía incluido.
Esa tarde ocurrieron cosas notables, unos niños que imagino lectores de esta noble revista se pusieron a tocar rock logrando el milagro de que un mesero tirara el pan del puro susto al primer guitarrazo. Otra niña se colapsó a mitad de la sesión de video en medio de un ataque de algo indescifrable lo que me permitió escuchar por primera vez en la vida real la frase. “¿hay un médico en la sala?”.
Luego vinieron los sagrados alimentos que eran dignos de una demanda penal, el espagueti tenía la misma consistencia que los cartones que mete la gente que tiene hoyos en las suelas de los zapatos, la ensalada contenía un queso del que obtuve una muestra para enviarla al Instituto Nacional de Investigaciones Nucleares y el postre contenía 18 567 calorías por ración por lo que varios estuvieron a punto de sufrir un coma diabético.
El final fue de antología, de pronto observé hacia las mesas de ruleta (insisto, había alguien con iniciativa) y vi al niño Frijol, poseído por el demonio del juego con los ojos inyectados y babeando algo verde, lo retiré de inmediato pensando en la imagen de Gustavo Ponce en el bote.
Salimos ligeramente vapuleados pero contentos por María (que sabe que la quiero y solo por eso me permito esta cursilería)

jueves, 20 de agosto de 2009

Dobladitas de cine (Milenio 2009)

“El doblaje es casi un pecado” ha declarado recientemente el maestro David Lynch, refiriéndose a la maldita costumbre que se tiene en algunos lugares del mundo de transmutar la voz original de algunos actores por algún modelo autóctono.
El caso más dramático que he vivido ocurrió en España, porque dramático es observar a Orson Welles hablando como Juan Lejido el de Los Churumbeles o a Harrison Ford sugiriéndole a un replicante que se “vaya a tomar por culo”. Esta costumbre ibérica –arcaica y premoderna- no ha podido ser superada, es por ello que si usted, querido lector tiene la oportunidad (“tiene la oportunidad” es imbécil) de viajar a la Madre Patria, le sugiero encarecidamente que se aleje del cine como uno se aleja de una plaga de langostas. Sin embargo, en México no nos quedamos atrás; durante años he escuchado el reiteradísimo argumento de que, en materia de doblaje somos como nadie. Pues bien lo anterior me parece una desgracia irremediable que, para fines analíticos puede ser dividida en dos categorías.
Por un lado se encuentra la mexicana costumbre de doblar a alguien ¡en el mismo idioma! Esta técnica ha sido frecuentemente usada cuando los actores tienen voz de taquero o de chotacabras pero su presencia es imprescindible en la pantalla. Recuerdo, por ejemplo las películas de Santo, el enmascarado de plata, en las cuales un señor con mallas y máscara decía con voz de tenor cosas como: “debemos detenerlos antes de que destruyan al mundo”. Lo notable es que el doblaje era tan malo que daba la vaga impresión de que Santo era en realidad un ventrílocuo de Las Vegas ya que se lograba observar el prodigio de que hablara sin separar los labios. El doblaje, es por otro lado, una fuente de misterios semánticos que pueden troquelar a un niño pendejo (es mi triste caso). Durante años pensé que la frase “No le mate Hoss…déjeselo a la ley” era una forma natural de hablar hasta que reprobé dolorosamente la materia de español en cuarto de primaria.
El otro tipo de doblaje es el que se hace a cintas en idioma extranjero y que también está lleno de asuntos que son impenetrables para mí. Por ejemplo si uno asiste a una película china que –como consecuencia lógica se habla en chino- lo que se espera es que los actores digan sus diálogos en ése idioma y no en el propio de la colonia Portales. Peor aún, los encargados del doblaje consideran en este caso que lo idóneo es tratar de ofrecerle al respetable un español “chinizado” (me hago cargo del neologismo) y entonces hacen hablar al protagonista de la siguiente manera: “Wang Foo ha tlatado de entendel tu propuesta pelo se ha quedado en blanco”
Mierda.
El doblaje, supongo, nos enfrenta a retos intelectuales de carácter descomunal. Me imagino en este momento a un señor en Austria tratando de descifrar el acento de La India María en su gustada película “El miedo no anda en burro” y no tengo más que expresar mi solidaridad sin el menor regateo.
Son varias las hipótesis que permiten tratar de entender la “industria del doblaje” la más señalada –lo he escrito antes- es que obedece al nivel de analfabetismo de una nación. Supongo que es razonable pensar que un niño que no sabe leer puede ver al osito Pooh cantando que es una nubecita en español. Sin embargo ¿los adultos? Uno podría pensar que las opciones dobladas lo son para la gente analfabeta, sin embargo, no es absurdo –también lo he dicho ya- asumir que la gente en estas condiciones no es precisamente usuaria de los servicios de esos cuchitriles que responden al nombre de Cinemex.
Resulta evidente, hasta para alguien imbécil como yo, que cualquier propuesta cinematográfica o audiovisual debe ser respetada en su formato original y dejarse de mamadencias como colorearla o ponerle la voz del finado Víctor Alcocer. Pero parece una costumbre personal que yo navegue a contracorriente de gente lista que considera que Thalía en su controvertida personalidad de María la del Barrio aparezca en la provincia de Hunan hablando en chino mandarín, lo que dicho sea de paso, es una broma de muy mala madre.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Los proyectos (El Financiero 1996)

Para imaginar lo que significa plantear un proyecto, invariablemente pienso en una mesa enorme en la que se encuentra alguien como Adolfo Hitler rodeado de generales con monóculos y cara de méndigos preparando la invasión a Checoslovaquia. En la mesa hay un mapa de Europa lleno de tanquecitos y cañones y en ese momento el mariscal von Bruggestein hace una propuesta que a todas luces es una pendejada --como infiltrar comandos en Praga vestidos de madrinas de bautizo--, todo mundo espera la reacción del Führer que será determinante. En el momento que declara que la idea es efectivamente una pendejada, todos se sueltan y la siguiente media hora se emplea en hacer leña del árbol caído con frases como "a quién se le ocurre" o "pero qué tontería". En la escena anterior se refleja una de las primeras características que debe tener el diseño de todo proyecto y ésta es, que el que corta el chicharrón, es decir el que aprueba o suelta la lana se sienta satisfecho. Enormes injusticias se han cometido en nombre de esta institucionalidad jerárquica. A nadie, por ejemplo, se le ocurrió decirle a don Pedro Ramírez Vázquez en la reunión de marras (una mesa que en lugar de tanques tenía crucecitas) que el proyecto de la Basílica de Guadalupe estaba para los gatos o que la maqueta estaría mejor ubicada en el baño de su casa. ¿Qué pasó?, que los danzantes con plumitas y sonajas, las beatas que vienen de rodillas desde Jungapécuaro y todo aquel feligrés que quiera rendir devoción a la virgen morena, tienen que hacerlo en una construcción que parece la casa de la mamá del muerto o la sede de los coyotes del Neza.

Otra característica notable de los proyectos es que invariablemente obedecen a intenciones megalomaniacas. La primera reunión transcurre llena de ideas monstruosas que pueden estar entre los siguientes rangos: a) Una nueva Disneylandia en Anenecuilco; b) una galería de estatuas de los diputados constituyentes inmortalizados en algún momento culminante. Las estatuas serían interactivas; tendrían un botón en algún lugar conveniente (la tetilla, por ejemplo) y serían accionadas por escolares para escuchar la Ley Federal del Trabajo; c) una colección de libros producidos por escritores nacidos bajo el signo libra en el año 1964. En todos los casos siempre se cuenta con un apoyo indispensable de alguna organización millonaria --como los Amigos de la Libertad o algo así-- que ofrece pagar hasta los calcetines de los participantes. El asunto arranca a todo lo que da, se hacen más reuniones en las que la monstruosidad de las ideas adquiere un notable crescendo ("¿y si hacemos que las estatuas muevan la boca?") y entonces vienen los problemas; porque cuando ya se establecieron los presupuestos para llevar focas a la presa de Anenecuilco o se tienen los bocetos de los constituyentes, resulta que la fundación retira la lana e invariablemente deja colgados de la brocha a todos los participantes incluidas las focas.

Una tercera característica que distingue a un proyecto es que siempre encontrará oposiciones vehementes que pueden expresarse en manifestaciones con garrotazos, cartas a la opinión pública o entrevistas en que los escritores que no nacieron en 1964 expresan su inquietud ante las élites generacionales. En estas discusiones opinan los que saben, los que no, y a los que el asunto les vale madre. Por supuesto, cuando el movimiento opositor se convierte en un problema el proyecto va para atrás y todos tan contentos.

En virtud de todo lo anterior es que considero que debemos empezar a proyectar asuntos tales como la obtención de diez medallas de oro en las próximas olimpiadas, la muerte del corporativismo o la llegada de un mexicano a la luna. Estas encomiables metas tienen la misma posibilidad de cumplirse que nuestros proyectos actuales. Sin embargo, pueden significar una esperanza para los que se van al Angel de la Independencia a violar granaderos en momentos de gloria deportiva, y ese objetivo, por supuesto, siempre será saludable.

martes, 18 de agosto de 2009

Fotógrafos (El Financiero 2008)

En toda familia existe un miembro que se convierte en un dolor de huevos. Está uno muy tranquilo comiéndose un menudo y sale el tío, primo o abuelito portando una cámara de miedo mientras grita “¡foto, foto!” entonces todos se reúnen miran al pajarito y sacan catorce fotografías que luego son mostradas en una pantalla de computadora en sesiones infumables. Esta costumbre me parece ligeramente idiota pero nunca he podido hacer nada al respecto, por lo que he decidido habituarme y convivir como aquellos que se acostumbran a vivir con una epidemia. Por supuesto hay un gremio profesional que se dedica a la fotografía y que puede ser dividido de manera elemental en dos grupos; los primeros son de pacotilla y se dedican a tomar fotos de parejas en bodas, de niños en un burro o de señores que quieren viajar al extranjero y necesitan un pasaporte. Los segundos son aquellos que ven cosas que nadie ve y las retratan, cobran cinco mil pesos por foto y exponen en galerías.
Hasta ahí todo estaría muy bien si no hubiera un tercer grupo que me parece parásito y que se dedica a seguir a los famosos a donde quiera que estos vayan. Es evidente que es un trabajo infecto; nadie los quiere, los guaruras los madrean, les echan agua y sin embargo, ellos siguen ahí con la persistencia de palomas de plaza pública chingando al prójimo. Alguien me cuenta que los medios de comunicación ofrecían medio millón de dólares por la primera foto del hijo de Luis Miguel y una tal señorita Arámbula. La suma me parece un despropósito pero mucho más la pendejez de la gente que considera interesante una fotografía de un recién nacido y sale en masa a comprar la revista de marras.
Un caso reciente ha llamado mi atención ya que adquirió interés mediático. Se trata de una señora que se llama Cecilia Bolocco, cuyas virtudes son dos; estar muy buena y ser esposa de Carlos Menem (pensándolo bien, ignoro si esto último es una virtud). El caso es que esta dama decidió irse a su departamento de Miami en la honorable compañía de un señor que no es su esposo y tiene cara de gordo pero distinguido. Ambos se asolearon y la señora de Menem tomó la decisión de quitarse la parte alta del bikini y quedarse con los senos al aire. Esta iniciativa –privada y respetable- la conozco porque resulta que otro señor tomó su telefoto y se puso a espiarlos a metros de distancia para retratarlos en dicha situación. Acto seguido fue a una revista, vendió las fotos y se armó un escándalo que me deja varias dudas. La primera es por qué diablos se pone a la defensiva a Cecilia que tiene que dar explicaciones en lugar de meter una demanda que deje ciego al dueño de la revista. No entiendo la razón pero ya se sabe que no entiendo nada. La segunda duda tiene que ver con un supuesto chantaje ya que parece que las primeras fotos eran menos comprometedoras que las que se publicaron luego y sigo sin entender ya que el asunto me suena ligeramente ilegal y monstruoso. Si algún día tengo la iniciativa de vestirme de pingüino en el jardín de mi casa y besar a mi aguacate, será porque me da la gana y seguramente me sentiría muy molesto de que alguien me espiara e hiciera públicos mis hábitos privados. Pero no, aquí lo que ha pasado es que nadie censura al fotógrafo voyeur, sino a la señora Bolocco por su conducta inapropiada ¿usted entiende, querido lector?
Hace poco y para atizarle más al fuego, prendí el noticiero de Loret y hallé una iniciativa que me puso los pelos de punta. Resulta que ahora la gente en la calle se ha convertido en “reportero” (por supuesto gratis) y debe tomar fotos o videos de todo aquello que le llame la atención. De esta manera, la privacidad adquiere un rumbo preciso; el carajo y entonces uno debe estar con el alma en vilo esperando que otro ciudadano no lo pesque en una situación comprometedora que se transmita de ocho a nueve en el Canal de las Estrellas. Que tiempos desastrosos.

lunes, 17 de agosto de 2009

El interés noticioso (Etcétera, 2007)



Alguien que se sentía muy listo pero en realidad era un imbécil una vez me dijo en tono didáctico una frase que él pensaba que era suya: "la noticia no es que un perro muerda a un señor, sino que el señor muerda al perro". Lo anterior refleja con mucho los axiomas que diversos medios utilizan de manera creciente para entregarnos día con día noticias seleccionadas con un criterio que cada vez me parece más anómalo y que, creo, marca una tendencia profundamente regresiva en la lucidez del medio noticioso.

Es muy evidente que una de las vías para convertirse en noticia es a través del escándalo, asociado con la tradicional chimiscolería mexicana que hace de este noble pueblo una turba ávida de enterarse de cosas que siempre he considerado por lo menos extravagantes. Hace no mucho un joven que es cantante y ejerce esta noble labor en un grupo impresentable que se llama Rebelde tuvo que salir al paso de la prensa para explicar su orientación homosexual dada la difusión de unas fotografías en las que se acompañaba de su pareja y que fueron tomadas sin la menor autorización. El asunto, efectivamente, me parece escandaloso pero por motivos diferentes. A nadie se le ocurrió cuestionar esta aclaración dada a rastras y sí leí, en cambio, diversas notas que elogiaban la "valentía" de Christian, que así se llama el jovenazo. Por supuesto es el mundo al revés; la orientación sexual de cualquier persona corresponde a un ámbito privado y en este caso la consigna periodística (la nota, pues) es inmiscuirse en lo que a nadie le importa, ni le debería importar. Es notable también el "control de daños" mediático que se generó para evitar que la imagen del grupo se viera afectada por lo que entonces queda claro que: a) si se es homosexual en este país y en este siglo, vale más no confesarlo, b) un medio de modo artero lo descubre y decide que hay interés noticioso probablemente violando la ley, c) dado lo anterior es menester aclarar las cosas para que las ventas no se caigan y los fanáticos no inicien un juicio sumarísimo. Lo anterior simplemente me parece patético

Otra vena muy socorrida es la de las notas de temporal que a fuerza de serlo pierden por completo el interés de la gente. En esta taxonomía se cuentan muy señaladamente...tifones, volcaduras de trenes, un bombazo en el confín del mundo, una manifestación asiática para evitar aumento de cuotas universitarias y aquí entra un largo etcétera. Asumo que dado que no vivimos en un huevo chilango, es más o menos correcto que se nos reporte sobre los asuntos del mundo. Sin embargo, no tengo la menor duda de que estas notas (una muy sorprendente es la de un torneo d futbol en el Vaticano) no le interesan más que a las víctimas de estas catástrofes y a sus allegados por lo que creo que el asunto en este caso carece de sentido alguno.

Finalmente existen las noticias que hay que cubrir a huevo y por fecha onomástica; si es 6 de enero sale una nota sobre la nube de idiotas que hicieron la rosca más grande del mundo, la salida de va-caciones produce que se mande a los reporteros a las terminales de camiones, casetas y el aeropuerto para que nos ofrezcan una nota obvia y anodina: "los capitalinos se disponen a dejar la ciudad... etcétera". Este tipo de noticias describe el desfile del 16 de septiembre con todo y unos señores vestidos de charros caracoleando caballos en la vía pública, también a los niños con cara de espasmo entrando a la escuela el primer día de clases y a una nube de albañiles festejando y en proceso de transición hacia una borrachera ejemplar, el día de la Santa Cruz.

Y digo yo, así no hay manera, es tal la aridez, la predictibilidad y la falta de criterio a la hora de discernir lo que es nota de lo que no, que me declaro en veda informativa hasta que alguien con sentido común se haga cargo de las cosas...por supuesto, compraré una silla para esperar más cómodo.

Mea Culpa

Como lo he demostrado a lo largo de lustros, soy ejemplarmente pendejo para cualquier actividad que implique oprimir un botón. El blog no es la excepción y veo con cierto horror que esta madre no me deja poner espacios entre párrafos que deben llevar un punto y aparte, lo que suele provocar ataques de epilepsia entre los potenciales lectores. Pido su indulgencia; en algún momento quedará reparado.

Gorrones (El Financiero 2001)

La gorra es un patrimonio orgullosamente mexicano que se presenta en todos los estratos sociales y en algunos casos puede alcanzar niveles que la convierten en una de las bellas artes. Yo tenía, por ejemplo un amigo que durante más de veinte años se mantuvo e inclusive subió de peso gracias a su habilidad para el sablazo. Las técnicas eran muy variadas; la primera consistía en tener una agenda rotatoria con el nombre y dirección de treinta amistades (entre las que tuve el honor de contarme), de tal manera que a cada uno le tocaba un día del mes. Lo siguiente era presentarse alrededor de las dos de la tarde en la casa que correspondía y no moverse ni con polea hasta que no recibiera la esperada invitación a comer. Terminados los sagrados alimentos, se limpiaba el mole de las comisuras y se despedía con un periódico (esto es importante) bajo el brazo.

La segunda estrategia lo llevaba a la banca de un parque en donde abría el periódico y buscaba los eventos intelectuales del día. Como es sabido, en esta noble ciudad diariamente la clase intelectual se da cita para acciones diversas; un performance en que encueran un zorrillo mientras el artista toca la caracola, la presentación de tal o cual libro en el que un grupo de amigos y otros que no lo son tanto se sientan a la mesa para hablar bien del autor y mal de los ausentes; una mesa redonda en la que se diserta sobre el papel del gremio intelectual en la solución de los problemas nacionales y demás yerbas. Bien, el secreto de mi amigo era presentarse al final (ir desde le principio me parece una prueba insuperable) del evento más prometedor y tragarse tres cuartos de kilo de empanadas de camarón.

Una tercera, pero más riesgosa estrategia consistía en llegar a un restaurante con otro grupo de comensales. Normalmente a la hora de pagar la cuenta se levantaba al baño y regresaba a la media hora, si esto no funcionaba, se hacía lo que los clásicos llaman con cierta vulgaridad, pendejo y en casos extremos sacaba un billete roto de a mil que nadie aceptaba. La más indigna de sus técnicas, sin embargo, era meterse a un supermercado y buscar a las señoritas de charolas que ofrecen quesos y salchichas. Se podía comer un kilo.

Otra forma de gorronería es la visita inesperada; está uno muy tranquilo leyendo el periódico y suena el timbre. En la puerta se encuentra alguien que tiene el suficiente nivel de confianza para llegar con una maleta, pero la suficiente lejanía para que no se le invite ni borracho. Como el palo está dado y no hay manera de librarla uno le ofrece el sofá y los tres alimentos por un “período temporal” (esta temporalidad depende siempre de variables como un dinero que se cobrará o el arreglo de una situación doméstica terrible). A los tres meses han ocurrido varios incidentes; la visita indeseable se ha adueñado de la televisión; vio encuerada a la legítima saliendo del baño, dejó la puerta abierta y el perro se fue para nunca volver y un día se le ocurrió hacer una fiesta en la que tres amanecieron encuerados y en posición comprometedora.

La última forma que se me ocurre no es propiamente una gorronería pero puede pasar como tal y se relaciona con los buffetes. Como se sabe esta variante alimenticia se basa en la idea de poner platos, charolas humeantes y uno señores atrás de ellas que le explican a la gente que las fajitas de filete se llaman fajitas de filete. Por algún misterio que tiene que ver con la ley de la oferta y la demanda, la gente cree que servirse poco es equivalente a ser estafado. Para curar esta percepción se sirven en un plato lo que se podría comer una tropa de scouts en tres días y se van a una mesa a masticar como zopilotes, mientras el dueño calcula como reciclar los platos que contienen restos de alimento.

Los gorrones dan sablazos que nunca pagan, disponen del patrimonio ajeno y tienen la misma concha que un quelonio de quinientos kilos. Que con nuestro pan se lo coman.

Preguntas telefónicas (El Financiero 1995)


Cuando Alexander Graham Bell le dijo el 10 de marzo de 1876 a Thomas Watson, su chalán, que estaba en la habitación de a lado: " Watson come here I want you", estaba inventando el teléfono y probablemente no se dio cuenta de las terribles derivaciones que su avance tecnológico traería a la humanidad. Desde pendejazos que llaman a las tres de la mañana para preguntar por la señora Joaquina, hasta badulaques de celular, los usuarios telefónicos muestran una cantidad de taras que no dejan de ser notables. Las preguntas que se pueden recibir por vía telefónica poseen un componente metafísico difícil de explicar. Veamos algunas de ellas.
¿ No te desperté? Esta la recibe un señor que se encontraba cataléptico diez segundos antes. "No -- contesta, mientras intenta abrir los ojos llenos de lagañas-- nomás estaba recostado". Existen más posibilidades de recibir llamadas de madrugada: la del señor que llama a la una de la mañana para confirmar la cita del desayuno (a la que uno no llega porque se quedó dormido) o la de los idiotas que hablan de Europa y no recuerdan que hay que restar horas en lugar de sumarlas.

¿ A ver, adivina quién habla? Generalmente ocurre en el momento que uno se ya se metió a la tina. Se dejan pasar los primeros tres timbrazos. Sin embargo, rápidamente toma cuerpo la paranoia de que el que está hablando es el embajador de Francia o Demi Moore que quiere una cita. Se sale del baño pegando una carrera vergonzosa. En lugar del embajador se escucha la voz misteriosa (que parece disfrutar el hecho) e inicia el cuestionario ¿ no te acuerdas de mí? La siguiente escena es la de un hombre maduro, encuerado y chorreando agua diciendo: ¿María? ¿Alicia? ¿Paquita? En el instante que la siguiente frase sería: ¿tu chingada madre?, se nos anuncia que es Luisa la que llama.

"¿Cuál Luisa?", pregunta uno mientras recuerda que la única mujer conocida por ese nombre fue atropellada por un Joya-Tlacoligia en 1987.

¿Ay, no puede colgar? Es que se cruzó La eficacia de los técnicos nacionales ha determinado que eventualmente se cuele a la conversación la llamada de otra persona. Por algún misterio las gentes que invaden nuestras vidas son dos jovencitas que tienen quince años y catorce neuronas. Que si Ricky Martin es lindísimo, que si Mónica es una puta, etcétera. Como a uno no le da la gana terminar una llamada que ya estaba en curso, solicita cortésmente que las interventoras lo hagan. Frecuentemente los resultados son desastrosos. O se recibe un adjetivo del tipo de "viejo guango", o las adolescentes fingen colgar y se quedan calladas. Su presencia auditiva se delata cuando se ríen porque uno cuenta alguna intimidad.

¿Quién habla? Esta variante es siniestra. La gente que llama a algún lado es tan bruta que en lugar de preguntar algo sensato como: "¿ Es la casa de fulano?", inquieren por la identidad del receptor de la llamada, que invariablemente contesta ¿ con quién quería hablar? Y entonces la persona que llamó pregunta ¿ no es la casa de fulano? asunto que, como ya se vio, se podía haber evitado.

¿Es el licenciado Guillén? Cuando se oye esta pregunta lo mejor es colgar porque del otro lado de la línea se encuentra un vendedor que a todo el que habla le concede la licenciatura y se empeñará los siguientes treinta minutos en regalar una tostadora y un viaje a Huatulco con tal de que uno asista "a una pequeña plática acompañado de su esposa". Las últimas palabras que emite el vendedor antes de ser mandado al diablo son: ¿ entonces no quiere su tostadora?

¿ No sientes que está temblando? Estas inmortales palabras las emitió el pasado jueves mi amigo Paco y fueron a dar al éter porque un servidor, que era el supuesto destinatario se encontraba ya en la calle pegando de gritos.

En fin, la gente seguirá haciendo uso del teléfono. Para pitorrearse de sus congéneres, para ganarse un disco de Juan Gabriel o para decirse cosas de amor, sin entender que es mucho más sensato expresarlas personalmente en lugar de estar babeando un auricular. ¿O no?

domingo, 16 de agosto de 2009

El Venado (Antología: Atrapados en la escuela 2008)

–Y aquí es donde entras tú –dijo Chema.
Entonces yo tocaba mi flautita de 25 pesos.
Ensayábamos para la “Noche de Talentos”, el evento más importante del calendario escolar. Chema era uno de esos genios pazguatones que nos había reunido en un grupo musical de calidad indescriptible. Estaba el Chéspiro a la batería, Félix en la guitarra, el Vences en el bajo y yo con mi flautita de barata en la que entonaba notas que habían causado ya varias revoluciones familiares, señaladamente de mi hermana mayor:
--¡Tira esa flauta de mierda! —decía ligeramente molesta.
Interpretaríamos una canción de Sergio y Estíbaliz (lo juro), imbuidos de un total desprecio por el qué dirán. Desde luego, no estaba claro para nosotros el efecto que podría tener la interpretación de marras y mucho menos la imagen que generaban cuatro adolescentes con vello en las partes prudentes saliendo a cantar con guitarritas: “Naciste de una canción la-la-ri-la-ra-la”. El único con lucidez a la altura de las circunstancias (la verdad histórica, que diría mi padre) fue el Tameme.
–Pinches ridículos –dijo.
La escuela estaba en ebullición. Cada quien preparaba su numerito; desde trucos de magia para idiotas, hasta gordas bamboleantes que bailaban hawaiano, pasando por retardados que tocaban el Claro de Luna de Bethoven. Hoy que lo pienso, no alcanzo a entender si nuestros padres eran irresponsables o simplemente no sabían en que pasos andaban sus criaturas.
Nuestros ensayos transcurrían exitosamente. Chema se desesperaba ante nuestra incompetencia mientras tragábamos unas quesadillas muy buenas que hacía su mamá, una especie de santa que usaba peluca y creía en nosotros.
--Ay muchachos ¡qué bonita canción! Un servidor, que conservaba cierto sentido de apreciación musical, no podía estar en mayor desacuerdo pero las quesadillas de gorra y la ingenua idea de que nuestra presentación marcaba el principio de una vertiginosa carrera artística me orillaron a seguir a bordo del Titanic de la improvisación.
El día de la presentación nos pusimos suéteres azules, pantalones grises y enfilamos hacia el auditorio, que quedaba allá por San Fernando, cargando los instrumentos. Todavía en el coche intentamos un último ensayo que terminó de muy mala manera debido a un guitarrazo a traición que el pendejo de Félix le atizó a la mamá de Chema mientras ella daba una vuelta en “u”.
La maestra de ceremonias era la señorita Herrera. Resultaba notable cómo una cacatúa tan lograda como ella se podía arreglar, hacerse peinado de salón, ponerse un vestido floreado y seguir pareciendo una cacatúa. Su función docente era muy similar a la que cumplió Atila el Huno al frente de su ejército. Era “La Prefecta”, un cargo que sospecho ha desparecido y cuyas labores consistían en vigilar la disciplina del centro escolar. La señorita Herrera era calva y usaba una peluca temible. Decías cosas como “muchacho canijo ¿dónde juistes?” o “méndigo escuintle, sácate la mano de la bolsa y deja de carambolear”. Por supuesto era el personaje más odiado de la escuela y es por ello que fue recibida entre abucheos anónimos.

Presentaba a “nuestros jóvenes artistas” (la nube de idiotas previamente descrita) ante el completo desmadre que imperaba en la tramoya. El telón se abría y cerraba siguiendo un camino completamente independiente del evento a presentar, mientras que aquellos con mayor nivel de retardo se asomaban hacia el público, hacían el signo de la paz o decían pendejadas como “ya llegué” en el micrófono que nadie supo apagar.
El público se conformaba por padres y abuelitos ya bastante vapuleados después de años de soplarse festivales escolares donde su hijo personificaba al Benemérito o a una hadita. En realidad eran sobrevivientes ya que resultaba evidente que muchos de ellos habían arriado banderas y no estaba dispuestos a asistir más, así les pagaran. Esto último me parecía una ventaja ya que supongo que si mi padre hubiera sido testigo de mi interpretación me habría desheredado con toda razón.
Cuando llegó nuestro turno, Félix se negó a salir utilizando el inesperado pero comprensible argumento de que le daba vergüenza. Hubo que amenazarlo con una madriza ejemplar. Nuestra presentación fue bastante discreta y resultó coronada por el aplauso de la mamá de Chema y la rechifla de una turba de patanes comandados por el Tameme.
La enorme ventaja consistió en que, al terminar, pudimos sentarnos para observar el desempeño del resto de nuestros compañeros. Esa noche sucedieron cosas notables: primero salió el Pelón, un chaparrito que se las daba de culterano. Recitó un poema muy raro que según él era de León Felipe (la vida no me dará para confirmar la autenticidad de la aseveración) y del que por alguna extraña razón recuerdo una estrofa a la letra: “El viejo rey de Castilla, ay, ay ,ay. Tengo un ojo pitañoso y el otro con ictericia”. Por supuesto la escena era de humor involuntario; el Pelón se agitaba como si tuviera un ataque epiléptico y ponía los ojos en blanco para darle fuerza a su declamación. En el preciso momento que se quedó quieto entró la pelona a sacarlo del escenario mientras ensayaba unos aplausitos.
Siguió una de las más grandes e inolvidables sorpresas de la noche. Venía Pepe López que se había inscrito sin que nadie entendiera para qué, ya que no se le conocía habilidad alguna. La expectación creció en el momento que Pepe salió al escenario solo y su alma. Ante el azoro general, comenzó a dar palmadas al tiempo que cantaba así, a capela, con voz engolada y perpetrando a Alberto Vázquez: “Tui-ru-tui-ru-tui-ru-la, laaa felicidad llegóoo”. Pepe se despidió del escenario con el índice en alto haciendo “dubi-dubi-dubi”. Fue un momento estupendo.
Los hermanos Malacara salieron en mallitas a hacer contorsionismo y uno de ellos se fracturó la clavícula. Las buenonas de la escuela presentaron una suerte de tabla gimnástica enfundadas en unas faldas tableadas francamente espantosas y con pompones de papel de China. Por algún misterio gritaban en inglés por lo que nadie entendió un carajo. Hicieron una pirámide llenas de trabajos y se retiraron dando brinquitos en medio de una nube de confeti lanzada por todos los chalanes que las querían conocer carnalmente.
El evento más imbécil fue protagonizado por el niño Harfush que salió con corbata de moño portando un muñeco para demostrarnos sus dotes de ventriloquía. Era una verdadera mierda y abría más la boca que el propio muñeco (cuyo nombre era “el señor Chicharrin”). Hacía preguntas del tipo: “Mira para arriba” y cuando el señor Chicharrín alzaba la cara de plástico Harfush decía: “Se te cayó la barriga”.
Lamentable.
Siguieron un grupo de jóvenes que imitaron al controvertido grupo Menudo y un enano que nos tocó las seis primeras lecciones de violón que había tomado en su vida.
En el momento que trataba de ubicar a la güera Kaplan, una muchacha muy guapa, el Chéspiro, que se había sentado a mi lado, me dio un codazo y dijo azorado:
–¡Mira, cabrón!
Voltee en la dirección que indicaba y lo que vi me dejó sin aliento: allí estaba el Porky, un marrano de noventa kilos, semidesnudo y con la cabeza de un venado sobre la cabeza propia.
–¡Puta madre! –alcancé a decir.
Resulta que la mamá del Porky se sentía Sonia Amelio y había puesto a su retoño a ensayar los últimos seis meses la danza del venado, sólo para que el escuinclote se presentara en la noche de talentos. ¿Qué violento camino cerebral llevó a doña Sonia a tomar tal iniciativa? ¿No era consciente de que a su retoño le zangoloteaban las tetillas (que eran más grandes que la de su propia madre) cuando pegaba un brinco? ¿No se imaginó que aquello era lo más cercano a una castástrofe desde que el Coronel Custer peleó con los indios sioux? Misterios múltiples.
Cuando el gordo salió al escenario, se hizo un silencio de muerte. Aquello daba pena ajena. A cada brinco del Porky correspondía un cimbrado terrible de la duela del foro que levantaba una nube de polvo empanizante. Pero faltaba lo peor...y la verdad es que nadie estaba preparado para un desastre de esa magnitud.
En el momento culminante, es decir, cuando el cazador le da un balazo al venado y lo deja agonizante, el Porky dio una machincuepa muy violenta provocando que uno de sus enormes testículos se saliera por un lado del taparrabos. Aparentemente el único que no se dio cuenta fue él, ya que todos en el público exclamamos un ¡ahhh! que nunca olvidaré al observar aquel enorme escroto que parecía una pelota oficial de softbol.
Esa era la escena; un gordo en el piso, un testículo al aire y una cabeza de venado empotrada en los tablones. Todo hubiera quedado, sin embargo, en una escena indecorosa, si la Pelona no hubiera dado la nota al meterse al foro con el telón a jalones gritando como vieja loca:
–¡Tápate hijo, tápate! –mientras le ponía un suéter de lana en la rete testis
El Porky, que agonizaba en ese momento, se incorporó lentamente y se dio cuenta de que traía un huevo de fuera. Su decisión fue simple: salió corriendo hacia una de las puertas con Sonia Amelio a los gritos detrás de él. Se hizo un silencio escalofriante en todo el foro y, a pesar de que la escena era digna de un grand guignol, sentí pena, salí del teatro y lo encontré sentado en la banqueta, su madre había desaparecido. Traté de confortarlo con torpeza adolescente. Recuerdo que me miró por un instante con un gesto adolorido que me acompaña día con día y se fue caminando por la calle, así, semidesnudo.
Al día siguiente supimos que Porky llegó a su casa, se quitó la cabeza de venado de la cabeza propia, se puso una bata, buscó la pistola que su padre guardaba en un armario para protegerse, le disparó cinco tiros a su madre y se reservó el último que le voló la cabeza.

sábado, 15 de agosto de 2009

El cazador cazado (Etcétera 2007)

Existen muy diversas historias y leyendas ejemplares que ilustran la necesidad moral de que aquel que abusa sufra posteriormente los mismos abusos. Es probable que la mitad de los western, las películas de Pepe el Toro y toda la zaga de luchadores nacionales abreven de esta premisa. Después de todo esta especie de “para que veas lo que se siente” es una especie de acto justiciero que –adictos a los dramas, es la condición humana- disfrutamos enormemente. Cuando Saby Kamalich en su papel de sirvienta humilde y buena es vejada, lo que deseaba la unanimidad de los televidentes es que tomara un merecido desquite de la lagartona que la hacía ver su suerte y la humillaba diciéndole que no traía zapatos en recepciones de doscientas personas.
Los adictos a los medios han sido troquelados en esta idea (ingenua) de que “el que la hace la paga”. Estoy seguro que cuando arrestaron a Pinochet en Inglaterra, la enorme mayoría de la humanidad (con la obvia excepción de parientes y gorrones) pegó un brinco de gusto, lo mismo que cuando murió Darth Vader o los vampiros persecutores de Capulina y aquí podríamos ensayar un largo etcétera.
Sostengo que el caso de Fabián Lavalle llama la atención –guardado sea todo el tipo de proporciones- por razones similares a las antes descritas. Este buen hombre forma parte del naciente ejército de profesionales de los medios que tiene como función hurgar en el subsuelo informativo con el fin de alimentar y a la vez generar más apetito en televidentes que imagino imbéciles y numerosos. Las notas son anticipables como un meteorito; Fulanito de tal fue sorprendido en la compañía de una buenona por medio de una cámara oculta, lo que atrae de inmediato dos consecuencias reporteriles: la búsqueda de una reacción por parte del adúltero (que invariablemente dirá que se trata de una amiga) y la de la mujer cornuda que se negará a dar entrevistas mientras tira por el balcón las corbatas de su amado. Otra variante es descubrir a los que ellos mismos llaman “famosos” en situaciones comprometedoras como orinarse en unos arriates en la vía pública, gritar leperadas abrumados por las tinieblas del alcohol o sorprenderlos en una grabación telefónica en la que mientan la madre a discreción a diversos destinatarios. Todo lo anterior con la complicidad de diversas autoridades (es sabido que los policías que detienen a alguien de cierto nombre reciben una compensación económica al comunicarlo a los reporteros) En fin, hasta aquí nada nuevo; los analistas dirán que esto es basura y los basureros se abanicarán con estos comentarios pero ¿qué pasa cuando uno de ellos resulta víctima del monstruo que ayudó a engendrar? Veamos.
No han sido meses fáciles para Fabián Lavalle; primero y con una falta de tino envidiable se metió en el mismo cuarto de hotel con un troglodita que lo mandó al hospital y ello generó el primer circo mediático del que salió ligeramente vapuleado tanto física como públicamente. Semanas más tarde fue detenido por el alcoholímetro dando de que hablar por segunda vez, mientras decía que “solo se había tomado unas copitas”. La hazaña más reciente se encuentra en la portada de una revista donde lo “sorprenden” (por cierto, el término es literal) besándose con otro señor y desde luego (no podíamos esperar otra cosa) lo mandan a la picota entre burlas que tienen el mismo buen gusto de la maestra Elba para el vestir.
Ante todo esto ¿qué posición se debe tomar? Para mí es clara, considero vergonzosa la intromisión en la vida privada de Lavalle (aunque francamente el tipo me cae tan bien como Idi Amin). La obsesión de los medios por atrapar a uno de los suyos solo son superadas por la torpeza con la que este jovenazo intenta defenderse. Sin embargo, una segunda enseñanza se puede sacar de todo esto; entender que la noticia vende, que los menesterosos informativos seguirán consumiéndola y que para lograr esta infeliz relación no hay impedimento ético que valga. Ignoro si el señor Lavalle ha analizado que está pagando platos que el mismo fabricó, de hecho me da igual. Como nos debería dar igual las andanzas privadas de cualquier persona ya sea pública o privada o asumir las consecuencias y entrar de lleno en la ley de la selva.

viernes, 14 de agosto de 2009

Soñé con Rocío Dúrcal (Capítulo Uno)

UNO
El veintiuno de diciembre de mil novecientos ochenta y ocho un avión Boeing 747 de pan am explotó en el aire, exactamente treinta y nueve minutos después de haber despegado en el aeropuerto de Heathrow, en ruta a Nueva York. La nave, devastada por una bomba a bordo, cayó sobre la ciudad escocesa de Lockerbie y produjo la muerte de once de sus vecinos, quienes se unieron en este sino fatal con los doscientos cincuenta y nueve tripulantes y pasajeros del avión. El saldo pudo haber sido mayor pero el destino, la suerte o la imprudencia lo impidieron. Antes del despegue, un pasajero hindú (el señor Vijay Presh) fue despedido por sus familiares ya que viajaba a Estados Unidos para radicar ahí de manera definitiva. Había obtenido un puesto en el Bank of America. A pesar de un probable interdicto religioso, aceptó tomarse un par de cervezas con el grupo. El tiempo pasó y, cuando se dio cuenta, su plazo para abordar había vencido. Todavía tuvo los minutos suficientes para llegar a la puerta del avión, pero el personal de la línea aérea no le permitió el abordaje salvándole, con esta acción elemental, la vida.

La existencia no es más que la acción cotidiana de optar ante una baraja de opciones divergentes. Por cada una que elegimos, descartamos cientos que quizá hubieran cambiado dramáticamente nuestra vida: ¿a quién amar?, ¿dónde vivir?, ¿tomar o no una última cerveza? El día a día, lo cotidiano, sin embargo, nos impide valorar este pequeño milagro del azar que se repite inexorablemente. Cualquier nuevo encuentro es simplemente la suma de una serie de factores imposibles de premeditar. Cada persona que se cruza en nuestra vida es un prodigio del azar.

Por ejemplo, pienso en el taxista moreno que rumiaba su aburrimiento en el carro de al lado cuando estuvimos en Vancouver. Tendría cincuenta años (era mayor que yo). No supe dónde nació ni cuándo moriría, pero estoy seguro de que la cadena de sucesos que se impusieron para que estuviéramos juntos (probablemente por última vez) en ese instante preciso fue infinita. Parecía iraní (la mayoría de los choferes de esa ciudad lo son), probablemente nació en un pueblo que yo no sería capaz de pronunciar y quizá tuvo una infancia precaria pastoreando ovejas igual que el Benemérito. Seguramente se casó y emigró a Teherán para buscarse la vida y de pronto llegaron la violencia y la inseguridad. Algún día habrá tomado la decisión de abandonar su país; reunió todo el dinero que tenía y junto con su esposa se unió a una caravana de emigrantes que salió por las montañas. Es posible que haya estado en la India y luego buscara llegar a Estados Unidos; lo es también que advirtiera que las normas canadienses para recibir inmigrantes eran más relajadas. Quizá llegó a Vancouver hará cosa de diecisiete años, tuvo un par de hijos y obtuvo trabajo conduciendo un taxi que no es de su propiedad. La historia la construye mi imaginación pero, para todo fin práctico, daría exactamente lo mismo que el iraní fuera canadiense o que el taxi se transformara en una camioneta con aire acondicionado.

Nací en la ciudad de México hace treinta y cinco años, soy hijo de un médico y una mujer, también inmigrante, a la que él conoció en Centroamérica. Los ingresos familiares nunca fueron suficientes para pagar escuelas privadas pero logré llegar a la universidad. Estudié comunicación y me dediqué a la publicidad. Nunca me casé y no tengo hermanos. Mi padre murió hace diez años y mi madre vive sola. Correcto, estos destinos absolutamente disímiles convergieron en contra de todas las probabilidades, aunque sea por un instante, en una ciudad que me es ajena. Bastaría que el taxista hubiera muerto al pisar una mina, que eligiera otro país o que esa mañana se sintiera enfermo y no saliera a trabajar, para que el encuentro nunca se
produjera. Podría también ser probable que yo naciera mujer y estudiara sociología o que viviera en Chiapas estudiando las costumbres tzeltales. Y, sin embargo, estuvimos juntos en un semáforo de la calle Robson.

Pero… este enorme jardín de senderos que se bifurcan tiene momentos climáticos, acciones decisivas que pueden transformar dramáticamente nuestras vidas. Verdaderas vueltas de tuerca que influyen en todo lo que vendrá y que a veces en esta maraña indescifrable pueden volverse invisibles.

No es mi caso; el cambio de mi destino inició con dos llamados a la puerta: toc-toc. Me encontraba en cama padeciendo los estragos de la noche anterior. No tenía registro alguno de cómo ni en qué momento había llegado a casa, lo que significaba, de cualquier manera, una victoria sobre las fuerzas etílicas de la naturaleza. Hasta donde recordaba, la reunión se había desenvuelto razonablemente bien hasta que Enrique decidió emprender una estrategia de seducción con una mujer hermosa que resultó, para su mala fortuna, esposa del primo del anfitrión. Mi amigo había abrevado de fuentes tan impresentables como Mauricio Garcés en plan gazné para seducir a las bellas, y normalmente utilizaba técnicas vergonzosas que se basaban en mentiras infinitas (alguna ve le escuché decir que era sobrino del presidente). “¡Óyeme, cabrón!”, dijo de pronto el marido agraviado cuando descubrió un roce inexplicable entre dos que se acaban de conocer, y lo retó a golpes. Enrique alzó los brazos mostrando una guardia que sólo le he vuelto a ver a Cantinflas, mientras el esposo ultrajado lanzaba una advertencia: “Es mi deber legal decirte que soy sexto dan nacional”. En el momento exacto en que mi compañero le decía que no mamara, perdió los dientes frontales del primer impacto, que fue el último ya que no se recuperó y hubo que llevarlo a su casa hecho una porquería.

Los de siempre buscamos un bar de la madrugada y nos quedamos bebiendo y hablando de las mujeres que nunca serían nuestras: “Jane Seymour”, propuse:
—Ni madre —protestó Gerardo—, una más putona.
—Rocío Dúrcal —dijo Luis y recibió un abucheo de candidato vendido. Ajeno a la crítica entornó los ojos y remató—: ¡Qué mujer!

Como a la una fuimos al Closet, un antro de mala muerte cuya actriz estelar se llama Mary Pompis. Ahí nos llenamos de bebida adulterada que parecía legítima; la última imagen coherente que guardaba era la de Luis explicando a una puta la forma de hacerse millonaria en la bolsa de valores.

Toc-toc.

Me levanté de la cama, estaba desnudo y olía a huauzontles. Vi la hora; las tres de la tarde. Me envolví en una cobija y antes de que pudiera abrir encontré un sobre en el piso. La persona que lo dejó por debajo de la puerta se había evaporado. Dentro del sobre encontré una hoja de papel con líneas manuscritas que parecían redactadas por un imbécil:

El quinto de jasón llegará a su primer tercio en un cauce cabalístico cuando el sol se esté ocultando (317).

Revisé: el sobre no tenía destinatario ni remitente; en la parte superior derecha había un avioncito azul junto a un letrero obsoleto: Air mail. Olvidé todo y volví a la cama. Prendí la televisión para arrullarme. Un homosexual leía el horóscopo mirando fijamente a la cámara y vestido como Cleopatra antes de bañarse. En el momento en que me acurrucaba sonó el teléfono; no tenía ningún ánimo para responder, así que dejé a la contestadora hacerse cargo. Oí mi voz haciendo una broma que en ese momento descubrí vergonzosa, el sonido de la máquina y luego a Nahui insultándome de mala manera: “Eres un hijo de la chingada”… clic. El hecho es que había quedado de llamarla la tarde anterior. Nahui había insistido toda la semana para que fuera a conocer al grupo de Karma (se me antojaba tanto como una audiencia con la reina Isabel). Esquivé como pude el programa de reencarnación, y no llamé. Ése era el resultado.

Nahui no era una mujer ordinaria y hoy me resulta absolutamente imposible clasificarla en alguna categoría taxonómica para ubicar sus coordenadas. La conocí en una reunión de intelectuales de esas que abundan en la ciudad de México y a la que me arrastró Guillermo. Se trataba de un departamento en la colonia Condesa adornado por fotos misceláneas en las que se apreciaba a Gandhi ensabanado, al subcomandante Marcos y a Luis Buñuel, sin que quedara claro qué tenía que ver una cosa con la otra. Se festejaba el estreno de Divagaciones ante un gato, la obra de teatro que dirigía el anfitrión. El problema es que el boleto de acceso al ágape planteaba como requisito ineludible asistir a la función de marras. La trama era inescrutable y sugería que el director era una persona adicta a los volátiles. Todo daba inicio con una actriz muy joven con los senos al desnudo que le decía a un señor calvito de la primera fila: “Enano pendejo, miserable burgués”. No resultaba evidente si el hombre formaba parte de la puesta en escena, pero era muy claro que si la obra llegaba a las diez representaciones se debería a un milagro de nuestras autoridades culturales que la habían subvencionado con criterios misteriosos. El momento culminante se alcanzó cuando los protagonistas se quedaron quietos como estatuas de marfil sin que nadie entendiera que ello significaba el final de la obra, hasta que uno que era amigo inició los aplausos.

El caso es que en la reunión yo estaba sentado al lado de una gorda que se sentía crítica de cine y decía cosas como: “No puedo ver a Wenders objetivamente; es demasiado doloroso”, cuando reparé en Nahui: era soberbia; iba vestida como la flor más bella del ejido, con huaraches y huipil y traía colgada del cuello una cantidad de cadenas que en línea recta debían medir diez kilómetros. Su pelo era largo y sedoso y le llegaba a las caderas; sus labios, carentes de pintura, perfectos; y, lo más notable, una mandíbula cortada en línea recta. Su cuerpo, a pesar del camuflaje autóctono, se adivinaba firme y torneado. En ese momento se reía con un timbre similar al de mi tío Federico. Decidí librarme de la gorda que me explicaba entusiasta la diferencia entre el neorrealismo y el cine verdad. “Perdone, pero debo ir al baño”, dije y me levanté con la prisa del que le revienta un riñón.
Salí del baño (en cuya tina dormía nuestro anfitrión con lasaña colgándole de la barba) y la abordé:

—Hola —saludé.
—Hola —contestó mientras me miraba con sus enormes ojos negros.
Entré en un ataque de pánico; después de todo (lo he explicado ya) la vida no es más que una serie de oportunidades que pasan como el tren de las seis y que se van de manera irremediable si no las pescamos al vuelo. Evidentemente —la impaciencia se advertía ya en los ojos de la bella— era el momento en que debía decir algo interesante, trascendente, ingenioso o por lo menos suficiente para ganar tiempo. Siguiendo la ruta de mi destino, sentencié frente a la foto del Mahatma:

—Espero que no seas crítica de cine, porque la gorda me tenía podrido.

La respuesta llegó rauda en tres centésimas de segundo:

—La gorda es mi hermana.

Desde luego, eso era todo.
Di una explicación —que no mencionaré por puro amor propio— mientras me retiraba a un rincón donde un escritor que había alcanzado algunos éxitos y cierta fama dictaba cátedra. No me moví de ahí hasta la una de la mañana, hora en que salí sin despedirme de nadie. Al arrancar el coche vi a Nahui por segunda vez esa noche; trataba de abrir un Volkswagen con algo parecido a un gancho de ropa. Le ofrecí ayuda y aceptó. Cuando finalmente el seguro cedió, me excusé: “Perdón por lo de tu hermana”. Nahui tomó las llaves, me dio un papelito en el que garabateó su teléfono, también un beso en la mejilla y remató entre guiños: “No es mi hermana, tonto”. Luego se fue.

El teléfono volvió a sonar. Tardé en entender que era Enrique el que hablaba, la falta de dientes frontales le daba un tono siniestro. Colgué cuando comprendí que fraguaba la venganza contra el sexto dan nacional y me volví a dormir...Soñé con Rocío Dúrcal.